Este domingo, Huracán va por la gloria en Santiago del Estero. Pero esa misma búsqueda, la de dejar marca, de cambiar historias, también late, todos los días, en Uganda.
A más de 10.000 kilómetros, en un rincón del este africano, el Globo juega sin hinchada, sin cámaras, pero con la misma entrega y el mismo fuego en el pecho. Una cancha, una pelota, y el mismo escudo. El trofeo en Uganda es otro. No brilla ni se levanta frente a una tribuna. No se transmite por televisión. Se percibe en una mirada, en un cuaderno, en la satisfacción de aprender a leer.
Uganda es uno de los países donde acceder a educación no es un derecho, sino un milagro. Allí, el día arranca con el sol y termina cuando cae: no por costumbre, sino por falta de electricidad.
Donde arar la tierra es más urgente que resolver una suma, y donde las mujeres se arrodillan ante los hombres. Un mundo distinto, lejano, ajeno. Pero hay algo que lo conecta con la Comuna 4 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: la camiseta de Huracán. El fútbol. El mismo escudo que se lleva con orgullo, aunque las canchas sean de tierra y los festejos no lleguen a Instagram.
Esa es la otra final. La que también empieza en Parque Patricios, pero cruza el Atlántico y se juega en silencio, todos los días. Esto no fue un accidente. Ni casualidad. Fue destino. Henry May, un inglés con alma de porteño, se enamoró de Huracán una tarde lluviosa en la Bombonera. El partido fue un insulso 0 a 0 contra San Lorenzo, pero algo se encendió igual. No fue el resultado. Fue la hinchada, el barrio, la pasión inexplicable de los quemeros.
Las vueltas de la vida lo llevaron a crear, junto a un grupo de amigos, un equipo amateur en Inglaterra: Huracán FC London. Jugaban por amor al fútbol, por amor al Globo. Un día, subieron una foto a Facebook con la camiseta que habían diseñado desde Londres. Y pasó algo impensado: los hinchas de Huracán en Argentina empezaron a comprarla. Y esas camisetas, viajaron. Fueron adaptadas, transformadas y terminaron siendo parte del uniforme de cientos de chicos en Uganda.
Ahí, en ese cruce improbable entre Londres, Buenos Aires y una parte de África, nació The Huracan Foundation: una organización que usa el fútbol como herramienta educativa en comunidades vulnerables. Desde entonces, el club dejó de ser solo un equipo y se convirtió en puente.
A través del programa, docentes locales impulsan proyectos que mezclan aprendizaje, juego y propósito. El objetivo no es solo que los chicos pateen una pelota: es que sueñen. Que vuelvan a la escuela. Y se queden. Que aprendan. Que encuentren una salida.
Algunos proyectos ya tienen condiciones para algo más: no solo formar alumnos, sino también futuros deportistas. Porque tal vez, solo tal vez, el fútbol sea la llave que les abra otra vida.
¿El próximo crack de Uganda podría vestir la 10 en el Ducó? No. Ningún chico ugandés está en la mira de un reclutador. Con la camiseta de un club de barrio y sin la maquinaria de los gigantes, ellos juegan por diversión. Por futuro y por orgullo. Preguntan por la cancha, por Parque Patricios. Se ríen. Se emocionan. Y se sienten honrados al vestir los mismos colores de sus equipos favoritos: el Arsenal y el Manchester United.
Los partidos de la Premier League son tradición. Se ven los sábados y domingos por la noche en las teles comunitarias. Se juntan y alientan a jugadores nacidos en Inglaterra o Francia, como Bukayo Saka, William Saliba o N’Golo Kanté, pero que tienen raíces africanas. Los sienten propios.
Una madre joven, por ejemplo, decidió nombrar a su bebé “Saka”, en plena pandemia. Hoy, esa madre y ese bebé son parte de Huracán FC Kalongo. Exportar comunidad y compromiso no es nada fácil. Pero Huracán lo logra. Desde campamentos de refugiados, pasando por bibliotecas hasta aulas con globos pintados a mano, los chicos esperan con ganas la tarde para ponerse la camiseta y salir a jugar.
No saben bien dónde queda la Argentina (aunque conozcan a Messi), pero sí saben cómo cultivar, cosechar y cuidar la tierra, con el amor y la experiencia de generaciones. Lo que viví allá no se parece a nada. Al principio, todos me miraban y me estudiaban, porque nunca habían visto ojos claros como los míos, ni tampoco alguien con tantos pelos en las piernas.
Me preguntaban tratando de entender quién era y de dónde venía: “¿Por qué tenés pelos en los brazos? ¿Qué significa trabajar en comunicación, vendés celulares? ¿No arás la tierra?”. Después, me abrazaban fuerte, como si ya formara parte de la familia. Me llevaban para todos lados, para que conociera distintas casas en las comunidades.
Allí recibí bendiciones por ser el primer blanco que entraba en su hogar. Recuerdo que me regalaron una gallina viva, como si fuera un asado para compartir entre amigos. Me sorprendió tanto que tuve que explicar que no sabía cómo transportarla. Ellos me explicaron que era para la cena.
Llevan las gallinas en viajes largos como si fueran equipaje, que cacarean buscando liberarse. Distintas tradiciones, distintas formas de vivir, pero el mismo escudo. Me enseñaron a conseguir el agua: a caminar kilómetros cargando bidones pesados para llevarla a sus casas.
Aprendí también a dormirme apenas se esconde el sol, porque no hay otra luz que la natural. Y cuando se termina la batería del celular, hay que viajar para encontrar electricidad y cargarlo de nuevo.
Los líderes de Uganda conocen bien lo que representa Huracán. Estuvieron en el Tomás A. Ducó en 2023, celebrando los diez años de The Huracán Foundation. Ese día, un partido complicado con Barracas Central les transmitió la pasión que ahora llevan al corazón de la Uganda rural.
El Globo sigue su globalización, expandiendo su historia más allá de las canchas y las fronteras. Esta tarde, en Santiago del Estero, Huracán buscará un nuevo título en el fútbol argentino. Y en Uganda, sin flashes ni tribunas, y con pelotas gastadas, se juega por otra clase de gloria. Porque hoy, en dos rincones distintos del mundo, Huracán juega la otra final.