En nuestro país la educación inclusiva es mucho más que una aspiración: es un derecho humano básico, reconocido en el nivel más alto de nuestras leyes. Y, justamente por ser un derecho, no admite reducciones ni medias tintas. Hablar de inclusión es hablar de la infancia y la adolescencia, de cómo el sistema educativo recibe -o rechaza- a quienes son parte de él.
Como bien señala María José Borsani, la verdadera inclusión educativa es la capacidad del sistema de acoger a todos los estudiantes, sin excepción. La Ley de Educación Nacional dice guiarse por este principio, pero al mismo tiempo sostiene dos circuitos paralelos: la escuela común y la escuela especial. Esa convivencia en los papeles se traduce, en la práctica, en desigualdad para miles de familias.
El Comité de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad ha sido claro: segregar, excluir o simplemente “integrar” no es incluir. La inclusión es otra cosa: es estar, participar y aprender junto con todos, en igualdad de condiciones. Los números lo confirman. Según datos que el propio Estado presentó en 2023, casi la mitad de los chicos y chicas con discapacidad (45,2%) asisten a escuelas especiales. Y si sumamos a quienes están en un modelo “a caballo” -mitad en la común, mitad en la especial-, la foto es aún más preocupante. Pero más que las cifras, son las historias las que nos interpelan.
Un ejemplo reciente fue el del hijo del arquero de Independiente Rodrigo Rey, que tiene diagnóstico de TEA. El pequeño necesitaba un espacio para descansar, y lo que la escuela le ofreció fue una colchoneta tirada en un rincón. Nada más. No un lugar digno, sino un parche. La familia, con apoyo legal y exposición mediática, logró que la situación cambiara, pero no todos pueden sostener esa pelea.
En Metán, Salta, una madre denunció que su hijo fue empujado contra un pizarrón por una docente, terminando con golpes en la cabeza y la espalda. En Pilar, en un colegio privado que después de las denuncias terminó cerrando sus puertas, ocho chicos con discapacidad quedaron directamente afuera cuando llegó la hora de la rematriculación: les cerraron la puerta de entrada para el año siguiente. Y la historia de Donato también recorrió los medios: su familia recibió presiones para medicarlo bajo amenaza de denuncia, hasta que la escuela decidió derivarlo a un centro terapéutico, dejándolo fuera del aula común. Hoy, por suerte, Donato asiste a otra institución, donde -como dice su papá- “todos lo conocen. Sus compañeros juegan con él. Ellos aprenden sobre autismo, sobre que todos somos distintos y aun así podemos compartir”.
Estas escenas muestran que seguimos confundiendo inclusión con integración o, peor aún, con un maquillaje institucional que esconde la exclusión.
Entonces, ¿qué es y qué no es inclusión? Una referencia útil es la propuesta de Down España con sus “3P”: Presencia, que significa estar en la escuela, compartiendo espacios y tiempos con el grupo; Participación, que implica opinar, jugar, ser escuchado y reconocido; y Progreso, que no se conforma con la permanencia, sino que exige aprendizajes, expectativas altas y apoyos reales.
La inclusión no es un privilegio ni un favor: es un derecho. Y sólo cuando la escuela abraza la diversidad, sin maquillajes, podremos decir que está cumpliendo su tarea más esencial: educar de verdad.
Abogado, profesor del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.
