Lloran, viajan, dan consejos, recomiendan productos, agradecen y dan like... pero no son personas. Son influencers diseñados por inteligencia artificial. Usuarios de redes sociales engendrados por un procesador, con rostros tan realistas que cuesta distinguirlos de alguien de carne y hueso. Tienen nombres, historias de vida para contar, personalidades y hobbies. Algunos incluso cuentan como fueron abandonados por su pareja o expuestos al bullying. Y lo más llamativo: tienen miles de fans reales que los siguen, los likean y hasta les escriben mensajes como si fueran personas: “Te ves hermosa hoy”, “Me inspirás todos los días”, “¿Dónde compraste esa campera?”, “Necesitaba esas palabras, gracias”.
¿Pero quién responde del otro lado? Un equipo de marketing, un guionista o un bot que simula el comportamiento humano. Gente que sabe perfectamente que decirnos para hacernos sentir bien. Y mientras las redes se pueblan de seres inexistentes cuyas cuentas no paran de crecer, las marcas se disputan un lugar en su agenda y los creadores detrás del avatar, facturan sin pausa.
El factor humano: cuando mostrar imperfecciones se vuelve un valor de marca
Así, por ejemplo, Lil Miquela, una influencer digital creada en Los Ángeles, trabajó con marcas como Prada, Calvin Klein, Samsung y Diesel. Actualmente tiene más de 2,4 millones de seguidores en Instagram y gana alrededor de US$70.000 por publicación. A pesar de no ser real, fue tapa de revistas, participó en campañas de moda de lujo y hasta protagonizó videos musicales.
Influencers vs IA
El marketing de influencers nació con las redes sociales, pero explotó en 2014, cuando Instagram le mostró a las marcas una verdad incómoda: un don nadie con muchos seguidores podía vender más que una estrella de televisión. Desde entonces, los influencers se volvieron protagonistas al nivel de las estrellas de cine o TV del pasado. Así nació un nuevo negocio de personas que comparten su estilo de vida, recomiendan productos, hacen tutoriales, sorteos y campañas. A cambio, cobran por cada historia, posteo o reel que publican. Y no aceptan cualquier cosa: eligen qué marcas mostrar, exigen acuerdos formales y tienen reglas claras. Son personas reales, con tiempos, emociones, límites… y un fee cada vez más alto. Negociar con ellos no siempre es fácil. Los más conocidos ya tienen representantes o agencias que manejan sus contratos. Otros son más selectivos, se toman su tiempo para responder y muchas veces deciden no hacer promociones pagas. Para las marcas, eso implica demoras, presupuestos más grandes y una negociación que no siempre da buenos frutos.
Por eso, no sorprende la fascinación —casi alivio— que muchas empresas sienten hoy cuando descubren que pueden hacer lo mismo (o mejor) con un influencer de inteligencia artificial. La contratación suele ser más rápida, fácil y en algunos casos, más accesible. Se les puede programar el tono, el look, el mensaje, la frecuencia y hasta la emoción con la que deben hablar. Ese es el caso, por ejemplo, de Aitana López, una influencer virtual creada por la agencia de modelos española The Clueless, que ya acumula casi 380.000 seguidores en Instagram. Según la compañía desarrolladora, esta figura les permitió eliminar la dependencia de “personas con egos o demandas económicas excesivas” para promocionar productos. Para las marcas, los influencers artificiales ofrecen una gran solución económica ya que reducen los costos asociados al envío de productos, viajes y honorarios.
Ariana Stolarz: “La próxima frontera es una IA más sabia que pondrá las marcas a prueba”
Diana Núñez Morales, cofundadora y CEO de The Clueless, recuerda cómo nació el proyecto: “Muchas veces, cuando hacíamos presupuestos en la agencia que incluían sesiones de fotos con modelos e influencers, los precios se disparaban y nuestros clientes no podían acceder a ese servicio. En ese momento apareció la inteligencia artificial y vimos la oportunidad de ir más allá: ¿y si usábamos la IA para crear modelos e influencers virtuales, con campañas más rápidas, más adaptadas y más accesibles en costos? Así nació nuestro primer experimento: Aitana, junto a otros dos perfiles iniciales. Cada uno con personalidades y estéticas diferentes, pero fue Aitana la que conquistó al público y a las marcas, convirtiéndose en la primera influencer hecha en IA del mundo”.
Camila Manera, especialista en inteligencia artificial, consultora y speaker, lo resume así: “Lo más valioso es el control absoluto que se obtiene: la marca define qué dice, cómo se viste y qué representa el personaje, evitando la imprevisibilidad de trabajar con un influencer humano. Además, son escalables –pueden generar contenido las 24 horas, en múltiples idiomas y plataformas– y se integran muy bien con audiencias jóvenes que ya conviven naturalmente con lo digital”. Según Guillermo Movia, especialista en tecnologías e inteligencia artificial, “al poder escribir exactamente lo que van a decir, existen menos riesgos y mayor control sobre el contenido. Además, al ser personajes inventados por la empresa, difícilmente aparezca contenido que se vuelva en contra de la marca”.
Si bien el fenómeno es reciente y el panorama incierto, hay algo que ya podemos afirmar: el marketing de influencers cambió. Lo que antes era una industria protagonizada por personas reales, hoy es una competencia abierta contra personajes que no existen y cuyo único límite es la imaginación de su creador.
Creer o reventar
En la era de los influencers IA, lo más inquietante no es su perfección estética ni su viralidad infalible. Es que, aún sabiendo que no existen, los usuarios les hablan, les agradecen, les creen. Y aunque muchos digamos que jamás caeríamos en algo así, lo cierto es que millones de personas ya lo hacen. ¿Por qué pasa eso? ¿Qué parte de la mente humana decide vincularse con un personaje que sabemos que no existe?
Para Mónica Montero, doctora en antropología social y docente del Idaes-Unsam, una de las claves está en entender que este fenómeno no es nuevo. “Escribirle mensajes afectivos a un influencer de IA se parece bastante a escribirle mensajes afectivos a un personaje de ficción como puede ser el protagonista de una película de cine o serie de tv. Ambos casos son artificios. Es decir, lo que vemos del otro lado —esa chica digital perfecta de ojos grandes y piel aterciopelada que nos dice “vos podés”— no es tan distinto de una protagonista de serie, de un personaje de novela o de un avatar de videojuego que no dice, o muestra, lo que queremos ver u oír. Montero agrega que estas interacciones digitales cubren necesidades profundas: “La más básica es la necesidad de comunicarse, de expresar lo que se siente en los ámbitos accesibles. También la necesidad de ser parte de un grupo. En un entorno donde cada comentario es visible para otros, escribir no es solo hablarle a alguien: es mostrarse, pertenecer. Desde una mirada sociológica, seguir a estas figuras puede verse como una versión digitalizada y posmoderna del viejo hábito de idealizar ídolos. Solo que ahora no necesitamos estudios de Hollywood para fabricarlos. Podemos crearlos desde un teléfono”.
Para Diana Núñez Morales, el mayor reto es la credibilidad: “mucha gente todavía asocia la IA con lo ‘falso’. Pero en realidad, la publicidad siempre ha construido ficciones: las pizzas en anuncios no llevan queso, sino pegamento; las hamburguesas nunca son como en la foto; y la ropa rara vez queda como en la campaña. Nosotros lo vemos como un paso más en la historia de la publicidad”.
Pero si todo esto es así… ¿qué pasa con la empatía? ¿Es real sentir algo por alguien que no existe? La respuesta, quizás, es que estamos haciendo la pregunta equivocada. Porque no importa si el influencer que nos habla tiene vida propia o fue generado por un código, lo que importa es cómo nos hace sentir. Y si eso dice más de nosotros que de ella, entonces tal vez la empatía —como siempre— sigue siendo humana, incluso cuando se proyecta sobre una ficción.
El algoritmo decide
En las redes sociales, nada es casual. Ni el reel que aparece primero cuando abrimos Instagram, ni el video que TikTok decide mostrarnos con más de lo que nos interesó. Todo responde a un sistema de recomendaciones que prioriza lo que más retiene nuestra atención. Y ahí es donde los influencers IA sacan ventaja.
Si bien las plataformas como Instagram, TikTok o YouTube ya tienen herramientas para distinguir si quien aparece en cámara es una persona real o un avatar generado por IA, eso no parece tener importancia. Lo que premian es el rendimiento: retención, tiempo de visualización, clics, guardados y comentarios. Y en eso, los influencers artificiales están diseñados para ganar. Con caras perfectas, emociones calibradas y discursos motivacionales, estos personajes ofrecen contenido visualmente atractivo, optimizado para los algoritmos. Publican con regularidad milimétrica, no se enferman, no se cansan, no sufren de acné, ojeras o mala cara. No se equivocan. No tienen ideología política y no ofenden a nadie.
El resultado es que muchos de estos perfiles alcanzan niveles de engagement muy superiores a los de influencers humanos. Esto no solo los vuelve más atractivos para las marcas, sino también más visibles para los usuarios. Porque cuando el algoritmo detecta que un contenido funciona, lo multiplica. Y cuando lo hace, más personas lo ven, lo comentan y lo comparten. Se genera una cadena de validación algorítmica donde lo artificial se vuelve más y más relevante a medida que más humanos lo consumen.
En este nuevo ecosistema, el carisma programado y la belleza impoluta no son un ideal: son un requisito. Si antes el marketing nos mostraba una vida ideal a través de humanos casi perfectos, ahora nos vende una ficción total, pulida al detalle, sin un solo pixel fuera de lugar.