Interpretativismo jurídico, un fenómeno que cobró fuerza en las últimas décadas

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Probablemente, cuando el derecho se discute más en los periódicos que en los tribunales, es porque el grado de desacuerdo es mayor. En este sentido, el reciente nombramiento en comisión de dos jueces de la Corte Suprema suscitó un intenso debate en torno a su constitucionalidad y al alcance de la facultad prevista en el artículo 99, inciso 19, de la Constitución nacional.

Sin embargo, en lugar de centrarnos en esta cuestión –ampliamente abordada en los últimos días–, resulta pertinente destacar un fenómeno que, aunque no ha sido una constante, ha cobrado fuerza en las últimas décadas y vuelve a ocupar un lugar central en este episodio: el interpretativismo jurídico o la moralización del derecho.

Esta corriente teórica parte de una premisa clara y sencilla: el derecho no se aplica, se argumenta. No se trata solo de seguir las reglas aplicables al caso, sino de justificarlas, de encontrarles un sentido que trascienda su literalidad y las encauce hacia una idea de corrección moral. Así, la labor del juez (y, por qué no, la de cualquier operador del derecho) deja de ser estrictamente jurídica para convertirse en un ejercicio de reformulación normativa. En este proceso, la interpretación ya no se concibe como un medio para resolver casos difíciles o controvertidos, sino como un espacio donde constantemente se redefine el texto legal según principios y valores que el magistrado considera determinantes, y lo lleva a interpretar el texto legal de manera que se ajuste a aquellos. En este giro, el derecho deja de operar como una práctica institucional autoritativa y se diluye en el debate sobre qué debería decir, desplazando el eje de la discusión desde la aplicación del derecho vigente hacia el derecho que, a juicio del intérprete, sería el mejor.

Las consecuencias de esta postura no son menores. Cuando un juez sobrepasa la letra de la ley en busca de una decisión que considera moralmente correcta por estar alineada con sus propias convicciones, abandona su rol de aplicador del derecho y asume el de creador. Esto erosiona la seguridad jurídica, pone en riesgo la independencia de la judicatura y socava la confianza en la institución judicial. Además, al quedar sujeto a reinterpretaciones constantes, el derecho se transforma en un conjunto de reglas inciertas, debilitando su función normativa y comprometiendo su autoridad.

El nombramiento en comisión de jueces de la Corte Suprema ha dado lugar a una multiplicidad de interpretaciones sobre la validez y el alcance del artículo 99, inciso 19, de la Constitución. Mientras algunos sostienen que su aplicación literal delimita con precisión las atribuciones presidenciales y evita cualquier extralimitación, otros lo consideran un recurso ilegal y anacrónico con fines políticos, revestido de una justificación jurídica que, entre otras apreciaciones, distorsiona la Constitución y altera el equilibrio de poderes, afectando el sistema de pesos y contrapesos propio de una república democrática.

En cualquier caso, esta controversia vuelve a poner en escena el peso del interpretativismo: más que un método para esclarecer el derecho en casos difíciles, se convierte en un mecanismo para ajustarlo a consideraciones políticas o razones morales. Bajo esta lógica, el texto deja de funcionar como un marco normativo estable y se transforma en un argumento maleable, cuyo significado fluctúa según la conveniencia del intérprete. Cuando se transgreden los criterios que garantizan estabilidad y coherencia, el derecho pierde su capacidad de orientar de manera previsible la práctica jurídica. Desde esta perspectiva, el interpretativismo equivale a cambiar las reglas del juego mientras se juega, lo que imposibilita un uso compartido y estable del lenguaje normativo.

En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein formula una observación que bien puede trasladarse al fenómeno que describimos: “Queremos decir: una orden es la imagen de la acción que fue llevada a cabo de acuerdo con ella; pero también, una imagen de la acción que debe ser llevada a cabo de acuerdo con ella”.

Esta distinción sugiere que las normas jurídicas no solo describen lo que se ha hecho al seguirlas, sino que prescriben lo que debe hacerse. Es decir, cuando un juez decide un caso, se supone que existe una imagen reconocible de la práctica social y jurídica en la que se inscribe su decisión. En efecto, toda práctica se sustenta en un sistema de reglas identificables y que permiten su comprensión. Por lo tanto, si cada vez que se intenta aplicar el derecho vigente surge incertidumbre sobre su validez o su contenido resulta inasible, entonces esa práctica pierde su coherencia y continuidad. En ese caso, más que referirnos a una práctica estable, estaríamos proyectando una visión subjetiva de cómo quisiéramos que fuera.

Lo que el interpretativismo propone es precisamente eso: hacer que el contenido de la norma se ajuste a lo que deseamos que sea. Siguiendo la idea de Wittgenstein, las normas no solo describen lo que ha sucedido, sino que determinan lo que debe hacerse, ofreciendo una figura clara y coherente de la acción que debe guiarse por ellas. Sin embargo, en la práctica, con el interpretativismo siempre se favorece la posición del intérprete, orientando el texto a sus propios intereses y valores. Como bien señala el profesor García Amado, “nadie pondera para perder”. En este sentido, la interpretación –dentro de la concepción propuesta por el interpretativismo– se convierte en una herramienta que distorsiona la norma, alineándola con la perspectiva del juez, y degradando la claridad y el entendimiento compartido del derecho. Así, el derecho, en lugar de proporcionar certezas y guiar de manera predecible la práctica jurídica, se convierte en un campo sujeto a interpretaciones que favorecen la voluntad del intérprete, debilitando, por consiguiente, la autoridad del sistema normativo.

Es difícil encontrar una solución que evite que los jueces se basen en sus convicciones morales al resolver casos, por muy sensatas que estas puedan parecer. No obstante, es relevante recordar una carta de Wittgenstein a Paul Engelmann, escrita en 1917, en la que hace una observación profundamente significativa que podría ofrecer una pista para abordar este dilema: “Trabajo muy diligentemente y desearía ser mejor y más listo, que son una y la misma cosa”. Cuando Wittgenstein afirmaba que ser mejor y más listo era lo mismo, estaba realizando una declaración esencial, aunque no podemos conocer con certeza lo que quería decir. Es evidente, sin embargo, que dedicó una cantidad considerable de tiempo a reflexionar sobre sus responsabilidades, y sabemos que consideraba fundamental emplear su intelecto para contribuir a un mundo mejor. Esta reflexión sugiere que la claridad en el pensamiento no solo es una competencia intelectual, sino también una cualidad moral. Si esto fuera cierto, los jueces, al igual que cualquier ciudadano comprometido con el derecho, deberían considerar la ley no solo un conjunto de normas, sino también un sistema normativo que señala lo que debe ser hecho, sin sucumbir a interpretaciones que respondan a intereses personales. Es decir, tendrían que reconocer la autoridad de la ley para determinar lo que debe hacerse, excluyendo cualquier otra razón o interés que pudiera llevarlos a actuar de manera distinta. Pero eso ya depende de cada uno.

Abogado

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