Isadora Duncan fue una de las bailarinas más influyentes e innovadoras del siglo pasado. Se animó a todo: descalza, con telas sueltas y baile libre, abrió una nueva etapa en el arte. Pero ir contra la corriente tuvo su precio: la aplaudieron pero también la juzgaron. En su vida hubo amores fugaces, pérdidas insoportables y elecciones audaces para su tiempo. En Buenos Aires tuvo un paso escandaloso. En el final, una muerte de película -absurda- terminó por convertirla en mito.

Una bailarina libre
Angela Isadora Duncan nació en San Francisco, California, el 26 de mayo de 1877. Era la menor de cuatro hermanos. Sus padres Joseph Charles Duncan, banquero y empresario minero, y gran aficionado a las artes, y Mary Isadora “Dora” Gray, pianista y maestra, de raíces irlandesas, marcaron sus primeros años.
Poco después de su nacimiento, el banco donde trabajaba su padre (el Pioneer Land and Loan Bank) quebró. La crisis económica sumada a las infidelidades de Joseph dinamitaron la pareja: Dora terminó mudándose con sus hijos a Oakland y sostuvo a la familia dando clases de piano en su casa.
Isadora era autodidacta y empezó a bailar antes de saber que eso sería su destino. Desde chica disfrutaba de mirar el mar, escuchar a su mamá tocar el piano y dejar que su cuerpo siguiera el ritmo. Fue una niña solitaria e introspectiva, que pasaba horas jugando en la playa y observando el movimiento del agua.
A los once años, junto con su hermana Elizabeth, enseñaba a otros chicos a moverse “como las olas”. Más tarde escribiría en My Life (1927): “No nací para la escuela ni para los límites: mi único maestro fue el movimiento”.
No tuvo una formación académica formal en danza, sino que su escuela fue la naturaleza. Y de ahí tomó la idea del “movimiento natural”, una nueva forma de entender la danza.
Durante su adolescencia comenzó a presentarse en pequeños teatros de San Francisco, y luego en Chicago y Nueva York. En 1896, se unió a la compañía de Augustin Daly como bailarina de reparto. Allí su estilo desconcertó a los empresarios y cautivó al público. Bailaba descalza, envuelta en una túnica ligera inspirada en la Grecia clásica, sin una historia que contar, solo emoción y movimiento.
“La danza es el movimiento del alma, el lenguaje más antiguo y más verdadero”, dijo en My Life.
Y con humor escribió que empezó a bailar “en el vientre de su madre, alimentada por ostras y champagne, el alimento de Afrodita”.
A los 20 años decidió apostar por Europa y el destino le sonrió. En Londres, su danza llamó la atención de pintores, músicos y escritores. En París, encontró aún más eco a su estilo y trabajó con compositores como Frédéric Chopin y Ludwig van Beethoven, reinterpretando sus piezas desde el movimiento.
En esos años fundó su primera escuela de danza y formó un pequeño grupo de discípulas, a quienes llamó “las Isadorables”. Su deseo era enseñar una danza libre a niñas y jóvenes, sin rigidez ni técnica impuesta. Luego abrió nuevas escuelas en Berlín y en Francia.
El éxito le trajo dinero. Y el dinero, excesos. Ganaba mucho pero así lo gastaba, sin freno. Alternó entre periodos de bonanza y de deudas. Sin embargo, eso no le preocupaba. En My Life lo resumió con ironía: “He llegado a convencerme de que la atmósfera constante de lujo nos lleva a la neurastenia [un termino muy usado comienzos de siglo XX para describir un fatiga nerviosa o agotamiento emocional]“.
Isadora revolucionó la danza y fue la fundadora de la danza clásica moderna fue mundial, sin embargo detrás de su éxito profesional su vida privada estuvo marcada por la pasión y el dolor.
“Un antes y después”
Como en el escenario, la vida privada de Isadora fue intensa y libre. Tuvo amores poco convencionales: a los 28 años conoció al escenógrafo Edward Gordon Craig, con quien tuvo a su hija Deirdre en 1906. Más tarde se enamoró del millonario Paris Singer, heredero del imperio de las máquinas de coser, y en 1910 nació su hijo Patrick. El lujo, las tensiones entre ellos y la independencia de Isadora terminaron por separarlos.
El 19 de abril de 1913 sufrió el golpe más duro de su vida: el auto en el que viajaban sus dos hijos y su niñera cayó al río Sena; los tres murieron ahogados. Ese accidente, recordado en su autobiografía My Life, partió su vida en dos. “O debo terminar con la vida de inmediato o encontrar algún medio para vivir a pesar de la angustia que me devora día y noche”, escribió. Isadora eligió seguir: volvió a la escena y transformó el movimiento en su manera de segur adelante.
En los años que siguieron, adoptó seis niñas. Entre ellas, se destacaron Irma y Anna, quienes llevaban su apellido que se dedicaron al baile como Isadora y mantuvieron vivo su legado.
En 1922, ya siendo figura consagrada, Isadora se casó con el poeta ruso Serguéi Esenin, 17 años menor que ella. El matrimonio fue breve: el alcoholismo y los estallidos de Esenin lo destruyeron. Él regresó a Moscú y, en 1925, se suicidó en el Hotel Angleterre, en Leningrado.

Fiel a su espíritu libre, Isadora mantuvo romances con mujeres. Está documentado su vínculo con la escritora Mercedes de Acosta (conocida por sus romances con Greta Garbo y Marlene Dietrich). Según The Guardian, De Acosta contó entre sus amores y coqueteos a “las bailarinas Isadora Duncan y Tamara Karsavina”, aunque no existen pruebas definitivas del grado de su vínculo. También circularon rumores sobre un lazo íntimo con la actriz Eleonora Duse.
Un paso accidentado por Buenos Aires
Hay un episodio que vincula a la célebre bailarina con nuestro país y su paso por Buenos Aires, en julio de 1916. Isadora venía desde Río de Janeiro y, apenas desembarcó, enfrentó varios contratiempos: las cortinas y alfombras que usaba en sus recitales no habían llegado y tuvo que encargar nuevas a crédito, porque no tenía dinero disponible. Aun así, se alojó en el Plaza Hotel y recorrió la ciudad, desde los barrios elegantes hasta La Boca.
Su debut fue el 12 de julio en el Teatro Coliseo, pero el público porteño —acostumbrado al virtuosismo del ballet clásico— recibió su danza libre con frialdad.
A los pocos días protagonizó un escándalo: en un club nocturno de estudiantes bailó el himno nacional argentino envuelta en la bandera, al día siguiente el empresario la representaba en el país le reprochó su performance y le advirtió que “las mejores familias” retirarían los abonos.

“Tras escuchar la traducción de la letra del Himno Argentino, me envolví en la bandera argentina y me esforcé por representar para ellos los sufrimientos de su colonia durante la esclavitud y la alegría al liberarse del tirano. Mi éxito fue electrizante”, escribió en su autobiografía.
Luego, en plena Primera Guerra Mundial, quiso dedicar un programa a Wagner, pero el director musical francés, Maurice Dumesnil, se negó y ese gesto generó nuevas tensiones. Durante una función, respondió con furia a los abucheos y lanzó una frase despectiva en francés que selló su salida del país. Antes de partir a Montevideo, debió dejar en prenda su abrigo de armiño y sus joyas para saldar las deudas del hotel. Así, como casi todo en su vida, su paso por Buenos Aires fue breve, accidentado e intenso.
Trágica muerte
En sus últimos años, el brillo de Isadora se atenuó: menos funciones, escándalos personales, rumores sobre su bisexualidad y sus finanzas en jaque. Pasaba sus días entre París y la Costa Azul, acosada por las deudas. Algunos amigos intentaron ayudarla y le sugirieron escribir sus memorias, así nació la idea de su autobiografía My Life que se publicó poco después de su muerte.

En ese entonces, Isadora mantenía una relación con Victor Serov, un joven pianista 25 años menor que le despertaba una mezcla de pasión y celos. También, en ese tiempo ocurrió un episodio que dejó inquieta y que ella misma contó a sus amigos: una niña entró a su habitación con una vela encendida y le gritó “¡Dios me ordenó estrangularte!“. La sacaron enseguida del lugar y no llegó a hacerle daño; más tarde se supo que tenía problemas de salud mental.
El 14 de septiembre de 1927, Isadora estaba alojada en un hotel de Niza y nada -ni siquiera aquella irrupción de la niña en su habitación- la hizo sospechar de su trágico final. Esa noche, salió a cenar con amigos, entre ellos Mary Desti e Ivan Niolaenko, y se mostró alegre y animada. Al volver al hotel la esperaba su última conquista: Benoît Falchetto, un joven mecánico italiano y piloto al que Isadora llamaba con humor “Bugatti”. Algunos dicen que quería venderle un auto; otros, que la relación era amorosa.

Al escuchar el motor del auto, Isadora bajó corriendo las escaleras. Vestía de rojo, con un larga chalina de seda del mismo color. Desti le aconsejó que se abrigara, Isadora con una sonrisa le respondió que con su chalina bastaba. Subió al Almilcar GS descapotable de Falchetto y antes de partir lanzó su última frase: “¡Adiós amigos!¡Me voy al amor!“.
El descapotable empezó su recorrido por la Promenade des Anglais, junto al Mediterráneo. En segundos la chalina ondeó y se enredó en una de las ruedas traseras. Hubo un tirón seco, imposible de detener. Falchetto clavó los frenos y gritó desesperado. Pero no hubo nada que hacer: Isadora, con el cuello fracturado había muerto en el acto.

“El automóvil iba a toda velocidad cuando la estola de fuerte seda que ceñía su cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrando a la señora Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliese despedida por un costado del vehículo y se precipitase sobre la calzada de adoquines. Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por los gritos, consiguiese detener el automóvil. Se obtuvo auxilio médico, pero se constató que Isadora Duncan ya había fallecido por estrangulamiento, y que sucedió de forma casi instantánea”, fue el obituario que publicó el New York Times el 15 de septiembre de 1927.
Días después, su cuerpo fue incinerado y sus cenizas colocadas en el cementerio Père-Lachaise de París, junto a las de sus hijos.
Se dice que la chalina que provocó el absurdo accidente fue subastada y adquirida por un millonario de Hawái. Mito o realidad, la vida de la bailarina inspiró libros y películas que mantuvieron viva su historia.
