Deutsche Kammerphilarmonie Bremen. Solista: James Ehnes, violín. Director: Riccardo Minasi. Programa: Schubert: Obertura en Do mayor, D.591, “Al estilo italiano”; Beethoven: Concierto para violín y orquesta, op.61; Mendelssohn: Sinfonía Nº4 en La mayor, op.90, “Italiana”. Mozarteum Argentino. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Hay comienzos de correcciones y perfecciones a la vista y al oído que encantan o agradan en su primera impresión pero que, sin embargo, no alcanzan para anticipar ni, muchos menos, imaginar las excelencias que le continuarán. Con su prestigio, su reconocida historia y su bien ganado renombre como una de las más importantes orquestas de cámara del planeta, la Deutsche Kammerphilharmonie Bremen -cuya traducción al castellano acarrearía inevitables confusiones-, con la dirección de Riccardo Minasi, se presentó con la Obertura en Do mayor, de Schubert, una característica obra del clasicismo vienés, compuesta cuando su creador tenía veinte años y en la cual todavía no se asomaban las grandes novedades que, algunos años más tarde, harían de Schubert un compositor excepcional. Ajustada y muy precisa, la obertura, a su manera, simplemente ofició de obertura, sin generar mayores entusiasmos. La fiesta, el gran evento comenzó exactamente unos instantes después, cuando a la orquesta de Bremen y al más que eficiente e hiperactivo Minasi se les sumó el canadiense James Ehnes para hacer, ni más ni menos, que el venerable Concierto para violín y orquesta de Beethoven.
Por su amplia extensión, por sus novedades discursivas, por los más que desafiantes recursos violinísticos y por los singulares planteos estéticos de este concierto concluido y estrenado en Viena, en 1806, esta obra ha gozado (o sufrido) de lecturas de emocionalidades románticas y de interpretaciones virtuosísticas tan espectaculares como inapropiadas. Este lunes, en el Colón, Minasi, Ehnes y los bremenses ofrecieron una versión insuperable de la creación de un compositor que supo agregarle sus especificidades y genialidades a un molde estrictamente clásico y esos conceptos fueron llevados adelante con una claridad y un arte meridianos. La exposición inicial de la orquesta fue robusta, íntima, pasional y exacta. Pero nada sonó como si fuera de Berlioz o de Brahms. El mejor Beethoven en las mejores y más atinadas manos. Y luego, con el puente del violín que lleva a la segunda exposición, desde sus primeros sonidos, James Ehnes se presentó con una afinación invicta y un toque limpio y sobrio que daba a entender que lo suyo iría por el mismo camino. No iba a haber ninguna chance para que se asomaran Paganini o Chaikovski.
A lo largo de más de cuarenta minutos, en el Colón se asistió a una interpretación extraordinaria del Concierto para violín y orquesta de Beethoven. Las coincidencias expresivas y el ensamble del violín y la orquesta fueron impecables. La sintonía entre ellos fue invulnerable. Se podría pasar lista a cada una de las excelencias expuestas por la orquesta y por Ehnes en momentos puntuales de cualquiera de los tres movimientos pero sólo sería una interminable y tal vez tediosa sucesión de elogios y de alabanzas. Con todo, no puede dejar de señalarse la calidad y la perfección con que Ehnes tocó la cadencia que Fritz Kreisler escribió para el primer movimiento y que, en definitiva, se instaló en reemplazo de la original de Beethoven. Ehnes no hizo exhibición alguna de destrezas técnicas sino que, a puro arte, lirismo y musicalidad, se dedicó a exponer todas sus bellezas.
Extrema dificultad
Tras el acorde final, el Colón explotó en una estruendosa y comprensible ovación. Para completar su faena, James Ehnes no se contentó con agregar una pieza breve o de circunstancia fuera de programa sino que tocó la Sonata Nº3, “Balada”, de Eugène Ysaÿe, una pieza de 1923 de dificultades extremas. Tal vez para demostrar que es capaz de meterse de lleno en las intensidades impetuosas del romanticismo tardío y que sus toques “escuetos” para Beethoven fueron una decisión consciente y no la resultante de alguna carencia expresiva, con Ysaÿe, Ehnes expuso densidades, un sonido esplendoroso y otra emocionalidad. Y, por supuesto, con una afinación, fraseos, toques y respiraciones fenomenales.
La segunda parte del concierto, con Riccardo Minasi como protagonista excluyente, la Orquesta de Bremen ofreció una interpretación magistral de la Sinfonía italiana de Mendelssohn. Con sus cuasi hiperquinéticos movimientos de brazos, flexiones corporales de todo tipo y mil gestualidades, Minasi extrajo de la orquesta una sonoridad plena y logró destacar todos los detalles, matices, sutilezas, pasiones y lirismos que Mendelssohn sembró en esta obra. Una mención especial para la precisión, el ajuste y el virtuosismo de esta orquesta en el último movimiento al cual Mendelssohn tituló “Saltarello” pero que, en realidad, es una tarantella. Minasi le imprimió un tempo velocísimo y, sin embargo, la tarantella sonó clarísima, endemoniada y sin ningún atropello.
Fuera de programa, Minasi, hablando en “itañol”, completó la faena de seducción al público hablando de la felicidad que lo embargaba por estar en el Colón y, tomándose la cintura como si estuviera dañado por el transcurrir del tiempo, recordó que, como violinista de Il Giardino Armonico, había estado en el teatro veinticinco años atrás. Con la precisión, las certezas técnicas y la musicalidad que habían exhibido en toda la noche, la orquesta y su director se despidieron tocando el “Scherzo” de Sueño de una noche de verano, de Mendelssohn, y la obertura de Las bodas de Fígaro, de Mozart.