Joan Miró, el pintor que escribió con imágenes, a 42 años de su muerte

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Joan Miró falleció el 25 de diciembre de 1983. Acababa de cumplir 90 años y hacía tiempo que había dejado de ser el joven revolucionario de la estética española para convertirse en un patriarca de la belleza, donde la poesía y la pintura convivían en una mente a veces atormentada por la ciclotimia.

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No era el único pintor que recurría a los poemas como fuente de inspiración. Gabriel Rossetti, Pablo Picasso, Giacometti, Bacon y hasta su amigo Tàpies habían abrevado en la obra de poetas que intentaron derribar las estructuras clásicas para descubrir una nueva forma de expresión.

Para los pintores ya citados, la poesía era una fuente de inspiración, pero para Joan fue su forma de plasmar lo que sentía. Palabras y pinceles se fusionaban en obras que se llamaban Una gota de rocío cae del ala de una nave y despierta a Rosalía durmiendo bajo la sombra de una telaraña o Figuras en la noche guiada por la huella fosforescente de un caracol. Para él, el título era una realidad exacta: palabras y formas intrincadas en su mente inquieta.

Para entender a Miró hay que remontarse a sus orígenes, a una familia de pequeños burgueses catalanes que esperaban un futuro promisorio para su hijo, que para su padre no pasaba por la actividad artística.

Joan debió pagarse las clases de pintura a escondidas de su progenitor, con cierta complicidad de su madre. Trabajó como empleado administrativo (circunstancia que le costó un pozo depresivo con tres meses sin levantarse de la cama), hasta que pudo evadir la tutela familiar yéndose a vivir a París.

Allí, además de pasar hambre y verse obligado a dormir en la calle, conoció a los pintores de la bohemia parisina y a poetas como Rimbaud, Lautréamont y a Guillaume Apollinaire y sus caligramas.

La única consigna paterna que siguió a rajatabla fue alejarse de las “malas influencias” de Dalí y Picasso.

Sus charlas con artistas como Tristán Tzara, Antonin Artaud y el escultor Pablo Gargallo lo ayudaron a romper viejos cánones y avanzar en la construcción de un lenguaje propio. Su encuentro con los surrealistas fue inevitable. Atrás quedaron la figuración, el fauvismo y el cubismo, para que su obra adquiriera ribetes más fantasiosos con un toque naíf.

En 1925 realizó su primera exposición, avalada por André Breton, uno de los fundadores del surrealismo, quien proponía explorar el inconsciente a través de imágenes oníricas siguiendo las ideas de Freud.

Los conflictos internos, más su tendencia individualista, lo llevaron a distanciarse del grupo cuando los surrealistas adoptaron una posición más politizada (Breton se había afiliado al partido comunista).

Miró prefirió “cambiar la vida”, como decía Rimbaud, por medio de la poesía y no por la política.

“Lo que realmente cuenta es el alma desnuda… Pintar o escribir poesía es como hacer el amor, un abrazo totalizador, la prudencia arrojada al viento, sin dejar nada atrás.”

Así fue como Miró ilustró versos como “Infancia”, de Georges Hugnet, en 1933. Aquí comienza una larga tarea como ilustrador que lo llevó a confeccionar 260 libres d’artiste. No era algo nuevo: ya existía la obra de William Blake Cantos de inocencia y experiencia, la ilustración de Delacroix del Fausto de Goethe, la litografía de Manet para “El cuervo”, de Poe, y los dibujos de Beardsley sobre Lysistrata de Aristófanes (una edición tan escandalosa que quedó confinada a cantidades limitadas).

Miró no solo ilustró poemas de autores catalanes y españoles, sino obras de Neruda, Octavio Paz y hasta del autor japonés Shuzo Tokiguchi, pasando por su célebre “À toute épreuve” (a prueba de todo), de Paul Éluard, para la que utilizó 233 bloques de madera.

Esta íntima colaboración convirtió a Miró en un poeta pintor o un pintor poeta, con una obra caracterizada por períodos prolíficos alternando con unas parálisis creativas “aunque mi fuerza interior me hacía pintar furiosamente… con rabia, tristeza y desesperación para forzar la pintura a un límite”.

Y lo logró.

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