Julián Weich cuenta cómo cambió su vida: “Un día reuní a mis hijos para pedirles perdón”

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Se trata de cierta habilidad que, en principio, fue “un pesar”. Hablamos de esa “híper extra sensibilidad” que hasta convertirse en el canal del altruismo con y desde el cual hoy elige vivir, ha sido una cornisa sinuosa sobre la que transitó vínculos trascendentales a lo largo de su historia. Uno: con sus padres, en el marco de una “infancia infeliz”. Dos: con el éxito y –enfrentado en ring– con la popularidad. Tres (el de la reivindicación): “Conmigo mismo”, de trayecto en un camino espiritual (“eterno, como debe ser”) en el que, “ya más liviano”, aprendió “que es mejor andar sin rumbo, pero con sentido. Porque así nos equivocamos menos”. Estas son algunas de las lecciones, máximas y reflexiones de Julián Esteban Weich (58), a esta altura de la soirée y a cuarenta años de su debut televisivo.

Julián Weich (58), a sus dos añosJulián Weich (58), 1972

Dice haber “masticado durante años” esa sensación “que de chico no entendía” y recién pudo leer en su adultez como “la capacidad de ver lo que no se dice”, define Weich. “Entre otras cosas, por ejemplo, que el de mis padres no era un matrimonio feliz, aunque se esforzasen por mostrarlo como tal. Algo que yo vivía como un engaño, como una gran mentira. Y así me pasaba con todo los vínculos de mi vida. Lo que para un chiquito resulta una porquería de digerir y de resistir”, relata. “Detectaba las apariencias, la verdad de la milanesa. O sea, yo no veía los problemas, los sentía. Y eso me angustiaba, me hacía mal. Era infeliz”, afirma. Oriundo de Belgrano, creció “ciclotímico”, con el pudor del gordito, “complejo de petiso” y (a pesar de las clases de guitarra, yudo, rugby y buceo) un severo “síndrome del ‘me aburro’, en un típico hogar de clase media, con influencias histriónicas muy ‘biondísticas’ y entre ‘gauchadas’, “un concepto ya en desuso” que forjó el sentido solidario que luego sabría hacer “masivo”. Entorno liderado por padres que estimulaban el arte de ayudar y compartir, pero que no lograban sentirse “satisfechos consigo mismos”.

Julián Weich (58) junto a sus padres, Nilda y Bernardo, y su hermano Javier (55, hoy corredor inmobiliario)

Nilda había sido bailarina del Teatro Colón, obstetra y, por demás, “misteriosa” en términos de los fantasmas que proyectaban sus silencios. “Ella luchó para ser feliz hasta las últimas consecuencias”, recuerda Julián. “De hecho fue trasplantada del corazón a principio de los 90, salió adelante y murió contenta, o al menos intentándolo. Mi viejo no”, anticipa. “Para él todo era un drama. Todo era angustias. Todo era un problema. Todo lo enojaba. Gritaba muchísimo… ¡Era una pila de nervios! Y en casa le teníamos mucho miedo”. Bernardo Weich nunca dejó de ser actor. Porque después de sus treinta –“cuando pude verlo en teatros”, evoca– siguió despuntando talentos “con una oratoria brillante” como presidente de un club social polaco o de una asociación de administradores. Porque luego, y hasta el fin de sus días, se dedicó a la administración de propiedades, “que para todos nosotros sería lo más seguro”.

Bernardo Weich, padre de Julián Weich (58) en sus tiempos de actor, antes de dedicarse a la administración de propiedades. Falleció en 1997, a sus 57

Julián no ceñirá las frustraciones de su padre sólo al terreno vocacional. “Creo que él cargó con el descontento de la vida que le tocó vivir. Como si jamás hubiese podido transmutarla. Porque estoy seguro de que la padeció hasta el último momento. Ni siquiera la madurez, los hijos o la terapia pudieron frenar o amainar toda esa pelea interna”, analiza. “No pudo desarrollarse. No lo vi evolucionar, ni madurar. Y eso me sirvió para ser un buscador eterno de… No sé si decir ‘felicidad’, porque para mí la felicidad no existe, pero sí de cierto bienestar. De paz. De vivir bien más allá de lo que se tenga. Al menos, de que todo lo malo no me haga tan mal. Papá no pudo, siquiera, morir feliz. Porque se fue a raíz de un problema de salud que no pudo afrontar como correspondía”, dice respecto de un cáncer de hígado, que sucedió al de colon, “y tras el cual nunca quiso seguir ningún manual médico para su recuperación”, cuenta. “Un día nos dijo: ‘Me operaron, ya estoy bien. Me curé’. Y admito que yo tampoco me metía demasiado. De repente murió, a sus cincuenta y siete. ‘Pero cómo… ¿No estabas bien?’ Entonces entendí que había algo en él que no le permitía quererse”.

Julián Weich (58) y su hermano Javier Weich (55), 1969Julián Weich (58) y su hermano Javier Weich (55), grandes compañerosJulián Weich (58) y su hermano Javier Weich (55), de juegos en su casa natal del barrio de BelgranoJulián Weich (58) y su hermano Javier Weich (55), hoy corredor inmobiliario

Ese contexto germinó en Julián un claro objetivo: “Salir de mi casa de origen. Armar mi propia historia, mi vida, mi carrera… Lo más rápido posible”. A los veintidós conoció a Valeria Wainer, un año después se casaron y al siguiente nació Iara (34). Tras la partida, su hermano Javier (55, hoy agente inmobiliario) también emigró vía matrimonio y fue entonces que, algún tiempo después, Nilda y Bernardo se separaron. “Hasta que la afección cardíaca de ella, volvió a reunirlos cuando él decidió cuidarla… ‘Cómo, ¿volvieron? ¿Están juntos otra vez?’ No lo sabíamos con certeza porque, naturalmente, de eso no se hablaba. Y nadie lo haría nunca jamás. Así eran ellos”, recuerda.

Julián Weich (58) preadolescente, cuando padecía “síndrome de aburrimiento” –como define– a pesar del rugby, yudo, buceo y clases de guitarraJulián Weich (58) dice haber crecido con ciclotimia, “pudor por ser gordito y complejo de petiso”

“Cuando papá se enfermó yo pude cuidarlo. Durante el poco tiempo que estuvo internado, nos acercamos bastante. Y hasta pude darle de comer en la boca. Algo que se ve que lo marcó, porque llegó a decirle a mi tío que esos habían sido de los más lindos instantes de su vida. Fueron simpáticos indicios de que estaba todo bien entre nosotros, a pesar de la distancia o la incomodidad”, relata Julián. Pero hay otro episodio que considera aún más “interesante”, como dice. Fue por sugerencia (“u orden”) de Horacio Levin, por entonces dueño de Promofilm (usina de productos televisivos como Sorpresa y ½, Causa Común, Expedición Robinson, Fort Boyard y Agradadytos, entre otros) que Weich (“contra todos mis principios respecto de la exposición”) accedió a invitar a Bernardo para coronar el domingo del día del padre 1997 en “la mesa de la pizza”, particular ritual con el que el equipo solía despedir cada emisión. Pero omitió un detalle: sería total sorpresa para papá.

“Ya no recuerdo cuál fue la excusa con la que lo llevé al estudio, pero sí la emoción al instante de ir a buscarlo a la platea”, cuenta. “No hubo diálogo, ni preguntas, ni nada frente a cámara. Solo se trató de despedir el programa al lado de él. Como un homenaje muy personal”, describe. “Esto fue en junio y papá murió tres meses después, el 11 de septiembre”. Y lo hizo no sin antes decir: ‘Comer pizza con vos era el sueño de mi vida’. Pero aún hay un dato que ungirá esta anécdota. Horacio Levin, jefe de Julián, es hijo de Manuel Levin, también productor y responsable de Hagan cola con Refrescola. “Treinta años antes, ese había sido el único ciclo televisivo en el que papá había participado como actor. ¿Quién iba a decir que tanto tiempo después el hijo de Levin cambiaría el camino del suyo?”

Julián Weich (58), su madre Nilda y su hermano Javier Weich (55)

“Hoy, a la distancia, es reconfortante. Pienso: ‘Seguramente quedaron charlas y situaciones que tratar, que abrazar o resolver. Pero sí sé que pude hacer todo lo que me fue posible”. Con su madre, en cambio, “la situación fue más tensa”, define. “Éramos dos polos del mismo imán. Mi vieja tenía actitudes que a mí no me gustaban y que nos llevaban, inevitablemente, a la confrontación”, dice Weich. “Te cuento un ejemplo, tal vez, muy berreta pero elocuente. Muchas veces, mamá se quedaba al cuidado de Iara. Y entre tanto, ella la llamaba Tatiana… ¿Qué sé yo por qué? No sé, le gustaba más ese nombre. Entonces yo le reprochaba: ‘Má, no la llames así, mi hija es Iara. Vas a confundirla’. Esas cosas me enfermaban”. Pero, y más allá de todo, Julián asegura que “no han quedado deudas emocionales” ni siquiera la sensación de errores o pendientes. “Finalmente hoy tengo a los dos muy juntos en mí, en paz y sin reproche alguno”.

Julián Weich (58) a sus 18 años. “Me sentía John Rambo”, bromea

La timidez doblegaba al punto de aislar a ese “chico solitario” que a los quince escapó de un industrial desistiendo de la idea de ser ingeniero de quién sabe qué especialidad. Dos años después, y ya en manos de Lito Cruz (1941-2017), no cabía duda. “Yo quería ser actor. No fantaseaba con la idea de trabajar en la tele y mucho menos de ser famoso. Mi intención era actuar bien, que la gente dijera ‘mirá qué bien lo hace Julián’”, comenta. “Yo quería ser actor. No fantaseaba con la idea de trabajar en la tele y mucho menos de ser famoso”, comenta. Algo que no escaparía al insistente propósito personal de ser aprobado, como en cada actividad o disciplina que ha encarado a lo largo de la vida. Y como plantea el reconocido director, actor y docente, Rubén Szuchmacher, según cita, “uno siempre debe saber contra qué o contra quién actúa”. Y Weich lo tenía claro. “La actuación sería para mí un vehículo hacia al afecto de la gente. Yo necesitaba recibir ese cariño, llenar espacios, vacíos, falencias… Completar lo que estaba incompleto”, asegura. “Eso me pasó con todos los programas que hice en mi historia laboral. Yo quise ser querido, reconocido, aplaudido. Todo eso que faltaba en casa”, destaca. “Así aprendí de qué se trataba el amor propio y que una vida más estable sí era posible”.

Cuando su fascinación ya iba pareciéndose a un quehacer, lejos de cualquier sermón, consejo o recomendación, Bernardo solo le dijo: “¡Ojo!”. Y Julián nunca supo a qué se refería con eso que sonaba a una advertencia. “Tal vez a ‘puede gustarte mucho’ o ‘vas tener que cuidarte’. Jamás me armé una respuesta”, piensa en voz alta al tiempo de hilar un pasaje de su primer casting. “Fue para una publicidad en Cinetauro, ni siquiera estudiaba teatro. Seguramente habría ido porque me pagaban, sin ningún otro objetivo”, recuerda. “Berutti 2770, no me olvido más. Quien me recibió me dijo: ‘Vos nunca vas a trabajar en televisión. Tenés los ojos demasiado chiquitos’. Y ni siquiera lo escuché”, cuenta. “Como tampoco nunca escuché a quien me dijese ‘no se puede’ o ‘no te conviene’. Nada de eso me detiene. Es más, me impulsa. No sé… ¿Mi viejo se referiría a las decepciones?”, sigue pensando.

Weich fue testigo de la pasión de su padre y hasta de varias de sus performances, pero quienes lograron encender el camino de su vocación fueron sus primeros suegros: los mismísimos Luis Brandoni (85) y Marta Bianchi (81). Llegó a su casa sin saber de quiénes se trataba. Micaela, su novia de por entonces, omitió el comentario hasta avanzado el vínculo gestado a orillas de la pileta del Club Obras, donde él jugaba rugby y ella estudiaba (en el Instituto Dr. José Ingenieros). “Recién me enteré durante unas coincidentes vacaciones en Mar del Plata. Y entonces, por primera vez, empecé a ver en serio el mundo de la actuación”, dice Julián. No es solo una expresión figurativa. Vio el teatro entre bambalinas. El ritmo de la metier, los recursos del actor, “vi hasta lo que no se muestra”, apunta. “Pero, principalmente, vi el cariño de la gente”, subraya. “Ya no tuve dudas, yo quería hacer eso. Quería ser eso”. Y casi manifestado, un año después se integró al elenco de Pelito (Canal 13, 1983-1986).

Julián Weich (58) como Hernán, entre el elenco de “Pelito” (Canal 13, 1983-1986)Julián Weich (58) junto al elenco de “Clave de sol” (Canal 13, 1987-1989), ciclo en el que interpretaba a BetoJulián Weich (58) fue Julián en “La banda del Golden Rocket” (Canal 13, 1991-1993)

Entre 1996 y 2001 tenía todo. Posicionamiento profesional. Más del dinero que necesitaba. Rating de sobra. Y, finalmente, el cariño popular que había buscado durante una vida entera. “Pero era infeliz”, revela. Es más, Julián transitaba “una depresión silenciosa que, a diferencia de una ‘convencional’, me permitía seguir haciendo. A mí no me atrapaba la cama, yo no podía quedarme quieto”. Cuenta que en varias oportunidades le ofrecieron la posibilidad de ser reemplazado en la conducción de Sorpresa y media, hasta recuperarse. Pero que no toleró más que una emisión: “Yo salía deprimido, pero salía”. Que hasta llegó a sospechar “que me faltaba algo en la sangre”. Que las palabras de sus amigos ayudaron a “entender que estaba pasándome algo de lo que debía ocuparme consciente y urgentemente”. Y entonces se asustó. “Me asusté cuando en vez de querer matarme, quería morirme. Que no es lo mismo”, recuerda y subraya Weich. “Con esto quiero decir que si hubiese tenido cerca un botón que dijese ‘morir’, lo hubiese apretado. Entonces pensé: ‘¿Qué es esto? Esto es grave. Esto está mal’. Así fue como visité a un psiquiatra y me medicó”, evoca. “Seis meses después le dije: ‘Che, no quiero tomar nada más. Quiero arreglármelas solo. Probemos, veamos qué tal me va. Y salí adelante”, relata. “Claro, en aquel momento yo decía: ‘No puede que ser que esté así después de todo lo que logré, de todo lo que tengo’. Pero eso que yo creí, en un principio, que me faltaba en la sangre no tenía que ver con la química de mi organismo, sino con eso que empecé a buscar a partir de 2002”. Ese fue el año en el que Julián descubrió a Brian Weiss (80), el psiquiatra estadounidense reconocido mundialmente por sus investigaciones respecto de las regresiones a vidas pasadas, la progresión en vidas futuras y, por supuesto, la continuidad de las almas más allá de la muerte. “Su libro ‘Muchas vidas, muchos maestro’ abrió mi cabeza. Dije: ‘Lo que vemos y sabemos no es todo lo que hay. Existe otra dimensión, otro universo, otro lenguaje’. Entonces comencé a estudiar, a interesarme en prácticas como la meditación, yoga, las runas, los temascales… Puse atención a todo lo que se me presentase”, cuenta dejando a un lado la casualidad. “Cuando uno empieza a tener una vida más espiritual, eso que se logra va resultando más sustentable, más satisfactorio que cualquier premio, cifra de rating o la mismísima y tan sobrevalorada fama”. ¿Qué buscaba Weich mientras buscaba? “Yo necesitaba que estar bien no fuese un trabajo, un esfuerzo, algo que se tornase insoportable”, infiere. “Con el tiempo descubrí que mejor que vivir ‘feliz’ o contento, es encontrar el modo de vivir en paz. Y te juro que cuando finalmente aprendés a vivir así, sabes atajar lo bueno y lo malo. No hay picos de euforia ni de tristeza, estás en equilibrio. Estás en paz”, apunta.

“¿Se demoró la consulta con el médico? ¿La nota que tenía agendada se pospuso unos días?… Nada de eso es tan trascendente como para cambiarte la vida. Redimensionás, valorás de otra forma”. Su filosofía vegetariana también ha sido de la partida de ese despertar. Dice que no podría precisar, medir ni probar las causas y consecuencias de aquella decisión. Pero sí se anima develar una certeza: “Puede que haya sido el cambio de óptica sobre la vida, no lo sé… Aunque estoy seguro de que desde hace catorce años, cuando dejé de comer carne, desapareció la sensación de competencia continua. Competencia por el éxito, las audiencias, hasta con uno mismo en el espejo para agradar o agradarse. Y yo perdí esa necesidad. De algún modo escapé de la agresividad que tiene la carne, porque ningún animal se suicida para ser comido”, sentencia. “Creo que al ingerir carne, se incorpora una adrenalina que no nos corresponde. Más allá, claro está, de negarme a ser parte de la depredación de este planeta”.

La fama ha resultado casi una tortura para Weich. Admite haberla sabido parte del juego pero no haber imaginado cuánto costaría el hecho de que “no pudiese apagarse jamás”. Fue entonces que, a falta de interruptor, “puse mis propias reglas: ‘Mis hijos no. Mi casa no. Mi vida privada no’”, comenta antes de recordar la tarde en la que escapó de la prensa vestido de motoquero para no dar declaraciones sobre su separación. “En fin, yo llegué hasta donde llegué peleándome con esa parte de mi laburo que no me gusta”, aunque eso tuviese un precio: el mote de ‘mala onda’ que, definitivamente, nunca le importó. “Pero uno va cambiando, porque todo cambia. Y todo va resolviéndose se otra manera. Todo pesa menos, inclusive el trayecto laboral. Porque, para mí, la carrera pasó de ser un ‘vivir trabajando’ a un ‘trabajar mientras vivo’. Además, en aquella época la televisión era ‘la televisión’ y hoy, es ‘un medio más de tantos’. Eso jugó con fuerza a favor de que mi actitud también cambiase”. “En un principio, cuando te das cuenta de que los programas que hacías hoy los conducen otros, tenés dos opciones: acomodar el hecho pese a la angustia o clavarte un cuchillo. ‘¿¡Cómo no me los dieron a mí?!’, pensás. Pero es parte de la lógica de la evolución mediática”, infiere respecto a la teoría de una supuesta ‘suelta de mano’ por parte de la industria. “Y cuando lo analizás, lo aceptás, lo asimilás, decís: ‘Si no me llaman no es porque soy malo. Sino porque hay otras necesidades que tienen que ver con lo generacional’. O sea, y para poner un ejemplo, ¿viste que hoy, para conducir, contratan a chicos a los que le va bien en las redes especulando que toda esa cantidad de seguidores se traducirá en rating? Bueno, no pasa… Pero les gusta así. Y yo no tengo un millón de seguidores”, bromea. “Cuando tuve que estar, estuve. Y cuando no, esperé ‘el’ momento… A mí el ‘bache’ no me desespera y tampoco tolero estar en la tele porque sí, para que no me olviden”, asegura. “Tengo una premisa muy personal: el ‘para qué conduzco’. Y no sólo sigue intacto sino definitorio”.

Julián Weich (58) al frente de “Qué mañana!” (Canal 9)

Después de todo, “el sentido de vacío fue llenándose con otras cosas”, desliza. “Primero, con un pasado divino del que estoy agradecido. Segundo, con un presente a nivel social que fue creciendo en compromiso por ayudar y ayudar a los que ayudan”, cuenta el conductor de Qué mañana! (Canal 9), quien mantiene vínculos activos con veinte ONGs. “Me hace feliz. El ‘más exitoso’, si querés hablar en términos televisivos. Porque el trabajo social no se termina nunca. Y no debes correrte por la llegada de las nuevas generaciones, ahí cada vez te quieren más”. Recordemos: Weich sigue al frente de Conciencia, firma que produce agua mineral y otros productos básicos que promueven el consumo responsable y donan la mitad de sus dividendos, es embajador de UNICEF (desde hace treinta y tres años), asiste a Espartanos, a la Fundación Madre Teresa y Haciendo Caminos entre otras tantas entidades. “Este ‘llenado’ de alma no es mentiroso como el del rating”.

Julián Weich (58), creador de “Conciencia”, firma que produce agua y otros productos básicos que promueven el consumo responsable y dona la mitad de sus dividendos a diversas ONGsJulián Weich (58) en La Unión (Salta), frente al proyecto de nutrición con mirada integradora, parte de sus tareas como embajador de UNICEF

Dice vivir con “proyectos a corto plazo”. Que en su agenda solo figura “lo de hoy, lo de mañana y no mucho más allá”. Y eso tiene que ver con otra “grosa” lección. “Yo pude haber trabajado en los Estados Unidos con la propuesta de Dante Gebel (57, conferencista, orador y actualmente es el Pastor hispano de la Catedral de Cristal de California), quien ya conducía La Divina Noche de Dante, un late night show desde Los Angeles. Él me ofreció un ciclo para la audiencia de habla hispana. Y ponerme a prueba a mí mismo como conductor frente a un público que no sabía quién soy, era el sueño de mi vida”, cuenta Julián. “Ya con todo arreglado y hasta los pasajes en mano, se declaró la pandemia. Entonces recibí su llamado: ‘No vengas. Se cierra el mundo’. Sí, fue una gran desilusión, pero no tuve tiempo de deprimirme. Porque a los días me convocaron para conducir Vivo para vos (Canal 9) con Carolina Papapelo (56) y dije ‘dale, vamos’. La paz de la que te hablaba, ¿no? Es que, al final, la felicidad está en uno. Se trata de lo que uno hace con lo que tiene, con lo que pasa, con lo que viene. No hay que depender tanto de lo que sucede fuera, porque el mundo en el que vivimos es terriblemente caótico. Nada dura más de diez minutos. Las respuestas que uno necesita siempre están muy adentro”.

Julián Weich (58) y Dante Gebel (57), antes de que la pandemia y sus efectos diluyesen la posibilidad de probarse como conductor en Los Angeles

Tejiendo máximas y alguna que otra cavilación, Julián da cuenta de por qué jamás aceptó una invitación a participar del clásico evento de revista GENTE en el que se celebra a Los Personajes del Año.Yo no soy un personaje. Soy una persona”, comienza. “Además, y puede que sea un defecto: No puedo estar con gente con la que no quiero estar. Porque suelo tener mucho rechazo de quienes tengo rechazo. No es que lo rechazo y nada más. No, me cruzo de calle. No tengo la más mínima diplomacia del ‘hola, encantado’… ¡No resisto ni ‘el compromiso de’! No aguanto, no logro disimularlo”, dice tajante pero gracioso. “Lo peor es que cuando abro la revista y veo esa foto, lo confirmo: ‘No puedo estar entre todos estos’… Aparte, ‘¿Qué hizo éste, ésta y éstos otros para estar ahí?’ ‘¿Cuántos logros tuvieron?’ ‘¿Cuáles fueron sus méritos?’ No… No me gusta. No soy ni mejor ni peor que ellos, pero no me gusta. No me hace falta. Para mí está bien así”, remata con suspicacia.

Alguna vez declaró que sentía “pena” por las personas que “quieren ganar todo el tiempo” y ejemplificó con Marcelo Tinelli (65), por entonces en la cresta de las mediciones. Algo que le resulta “sumamente frustrante, por lo imposible. Y en la gente de la tele se nota mucho más”, señala. “Es como con la maldad. Hay figuras malas. Uno las ve en la pantalla y piensa: ‘Esta persona es mala’. Pero lamentablemente no pueden dejar de serlo”, completa. “En una entrevista le preguntaron a Jerry Lewis (1926-2017), una máquina divina de hacer chistes, si en algún punto le pesaba ser tan gracioso. Y él respondió: ‘No se dan una idea de lo terrible que es llevar esa necesidad en los huesos’. Quería explicar la imposibilidad de controlar ese problema, que para el resto del mundo era una virtud. Y creo que a la gente mala de este medio le pasa lo mismo. Quieren ser buenos. Tienen la intención de mostrarse así, pero no les sale y me dan pena…”.

Julián Weich (58) en acción por la Fundación Agua Segura, Posadas (Misiones)Julián Weich (58) en su primer viaje a Bolivia como embajador de UNICEF, en proyectos a favor de la infancia

Sobre el hilo de las virtudes volvemos a la solidaridad, “que no se aprende ni se enseña”, advierte. “La solidaridad se practica. Cuando un valor se hace hábito, no cuesta nada. Brota naturalmente”, infiere. “Ni bien ponés un pie en alguna ONG, te aseguro que en tres días aprendés lo que no aprendiste en toda tu vida. No tenés miedo a equivocarte y juzgas mucho menos”, promete. “Una vez, mi hijo me dijo: ‘Si ves una tarea, es tuya’ Y fue una gran enseñanza. Porque pensá: Si ves sucio, no digas ‘aquí habría que limpiar…’ ¡Limpiá! Y eso del ‘deberían’ es muy del argentino. Creo que todos podríamos hacernos cargo de nuestro metro cuadrado, de nuestro trabajo, de nuestra casa, de nuestra familia, de nuestro modo de comportarnos. Conscientemente y sin echar culpas”, señala antes de subrayar como propósito de su vida: “Ser cada día más útil y menos importante”.

Julián Weich (58) y sus hijos, Iara (34), Jerónimo (31), Tadeo (26) y Tomás (21)

Se refirió a Jerónimo Momo Weich (31), abriéndome la puerta del ‘reflexionario’ de su paternidad. “Si fui un buen padre… No lo sé”, dirá Julián. “Pero hago terapia desde mis catorce, y ese ejercicio te permite, al menos, meter menos la pata. En definitiva, eso que siempre busqué fue que mis hijos se divirtieran. Mostrarles cosas nuevas. Proponerles experiencias”, apunta antes de graficarlo con ejemplo. “Una vez, como hace diez años, los reuní a todos para pedirles perdón. Era justamente el día de mi cumpleaños, recuerdo. ‘¿Pasó algo, papá? ¿Tenés algún problema de salud?’, me preguntaban asustados. Y no, solo me dio un ataque de culpa o de conciencia, según quieras llamarlo”, relata. “De repente se me dio por pensar: ‘Uy, ¿yo lastimé a estos chicos? Me equivoqué con esto, la pifié con tal cosa… Entonces les dije: ‘Les pido perdón por todo el dolor que puede haberles hecho sentir. Discúlpenme hijos, nada ha sido mi intención’. Ellos no respondieron ni refutaron ni corrigieron nada. Solo escucharon, y eso fue suficiente”, cuenta. “Se trataba de una necesidad muy propia. Fue muy sanador para mí. Y creo que para un hijo, que un padre te cite para disculparse por todo lo que haya podido haber hecho mal, es algo que no se olvida jamás. Al menos, siempre tendrán una anécdota que contar”.

Julián Weich (58) entre sus hijos, Iara (34), Jerónimo (31), Tadeo (26) –de su matrimonio con Valeria Wainer– y el pequeño Tomás (21) –hijo de Bárbara Esses–, a poco de haber nacidoTomás Weich (21), Jerónimo Weich (31), Iara Weich (34) y Tadeo Weich (26), hijos de Julián Weich (58)Julián Weich (58) de vacaciones con sus hijos: Iara (34), Jerónimo (31), Tadeo (26) y Tomás (21)

Pidió perdón, pero hay algo que siempre se ha negado a pronunciar ni ante un hijo ni a ninguna de sus parejas. “Nunca dije ‘Te amo’. No me parece una frase real”, sostiene. Y decide justificar su afirmación comenzando por otro concepto un tanto “mentiroso”, según define. “Ya de grande descubrí que la felicidad no existe, sino los ‘momentos felices’.” Si te digo: ‘a ver, contáme qué es la felicidad’ o ‘traeme un pedazo de felicidad’. No podrías… O por ahí te engañás a vos mismo diciendo que la felicidad es llegar a tu casa, donde esperan tu esposa y tus hijos. Pero ese solo es un momento feliz. Solo un momento. Porque luego tu mujer te reclama que se rompió el calefón, un nene vomita, el perro no deja de ladrar… ¡Entonces no era la felicidad! Así fue como, al crecer, fui quitándole valor a ‘la felicidad’ y también al ‘te amo’. Una frase que elegí reemplazar por ‘te quiero’”, explica. “El ‘te quiero’ es más corporal. Es más tangible, más de la voluntad. Cuando querés algo, te movilizás. ‘Querer’ es querer abrazar, querer besar, querer ver, querer tener. Habla de acción. En cambio, el ‘te amo’… ¿Qué es? ¿Qué representa? Si te pido: ‘A ver, amá’. ¿Por dónde empezás?”, desafía. “Respeto a todo aquel que pueda sentirlo, definirlo y ejercerlo. Pero, en lo personal, el ‘te amo’ es solo para Hollywood”.

Los hijos de Julián Weich (58): Iara (34), Jerónimo (31), Tadeo (26) y Tomás (21)

En síntesis: Iara Weich (34) es emprendedora, dueña de Búnker, local de ropa circular; Jerónimo Weich (31), hoy radicado en Los Hornillos (Córdoba), “lleva una vida sustentable” y se dedica a la bioconstrucción, “haciendo casas de barro”; Tadeo Weich (26), “ciudadano del mundo”, es profesor de esquí, buceo, escalada y “cuando pinta”, camarero de algún bar o chofer de aplicación; Tomás Weich (21), está apenas regresando de España, donde estudió Marketing Digital. Los tres primeros, de su matrimonio con Valeria Wainer (divorciados en 2000) y el menor, de su relación con Bárbara Esses, ex productora con quien –tras seis años juntos– se casó en 2009. Pero la lista se completó en 2014, cuando decidió asumir la tutoría de dos jóvenes mozambiqueños: Larcio Langane (36) y Jossias (31), pertenecientes a la obra africana del padre Juan Gabriel Arias, a quien Julián y Bárbara habían conocido tiempo atrás en el Vaticano.

Julián Weich (58) y sus “hijos” mozambiqueños Larcio (36) y Jossias (31), de quienes asumió la tutoría a finales de 2014Julián Weich (58) entre Larcio (36) y Jossias (31), los mozambiqueños que adoptó y llegaron al país becados por la UCA para cambiar su realidad y soñando cambiar la de su pueblo

El avión que los trajo aterrizó en Buenos Aires en 2014, “cuando ellos tenían 20 y 25 años” y “gran necesidad de cambiar el rumbo de sus vidas para luego cambiar la realidad de su propia gente”, describe Julián respecto de un poblado sin agua potable ni electricidad, en un país africano con 45% de desnutrición crónica y un promedio de vida de cincuenta años. Arias gestionó sus becas de estudio en la UCA (Universidad Católica Argentina) y en su deber de regresar a Mozambique, dejó a los muchachos en manos de los Weich. “Ocho años después, el más chico volvió a su tierra con dos carreras. Y el mayor, que no quiso terminar sus estudios, se volvió con una novia paraguaya y otro tipo de vivencia”, cuenta Weich. “Con ambos mantengo un vínculo de mucho afecto, de compañía, de seguimiento, de comunicación muy fluida”.

Julián Weich (58) y su hijo Jerónimo (31), conviviendo en San José de David, en el departamento panameño de Chiriquí

Momo entra a cuadro una vez más. Esta vez como el inspirador de “una vida más espiritual”, define Julián. Todo comenzó a sus diecinueve, con un trip de “búsqueda”, de esos que urgen para encontrarse y probar suerte distinta. “Un viaje que no creí que duraría más de dos meses”, recuerda de esa partida con primer stop en Bolivia y ruta futura librada a los cuatro vientos. Pero el chico no volvía, “y nada de eso encajaba en mis planes”, cuenta Weich. Jerónimo había desistido de sus estudios de cine, de su afición al rugby y hasta de las extensiones de las tarjetas de crédito de papá, pretendiendo vivir de lo que el camino ofrendara. “Llegué a sentir que me había equivocado: ‘¿Y si es un drogadicto? ¿Se lo habré fomentado yo dejándolo partir?’, pensaba. Ya nos imaginaba a todos nosotros en terapia familiar para sacarlo de las drogas… ‘¿Cómo hago para traerlo? ¿Qué invento para rescatarlo?’, me preguntaba. Entonces lo llamé: ‘Mirá, mi amor, la verdad es que te extraño mucho. Me gustaría que nos visitases. Venite una semanita, yo te pago el pasaje de ida y el de vuelta al lugar que vos decidas’, le dije. A lo que respondió: ‘Yo también los extraño, pá’. Y eso me tranquilizó: ‘Si me habla así, tan perdido no está’. De repente, se abrió un mundo”, desliza.

Jerónimo “Momo” Weich (31), en pleno show callejero de malabares con los que se ganaba la vida frente a los semáforos de las calles panameñas, bolivianas o mexicanas, según su suerte

¡Bajó del avión con un olor a hippie…! De persona que vive en la calle, porque él vivía en la calle”, señala Weich refiriéndose a la llegada de Momo. “Quise matarme. Pero escuchándolo, desde Ezeiza hasta Belgrano, me pasé… No sabía ni dónde estaba. Me desorienté sobre la Richieri porque no podía creer todo lo que me contaba sobre su vida espiritual!”, recuerda. “Yo esperaba a un drogadicto para internar y recibí a Gandhi. Me instruía sobre Yoga, métodos de respiración, el Universo, la energía, sus habilidades con el Reiki y hasta citaba bibliografía. Él hizo que masticase mis propios prejuicios y te juro que estuve a punto de poner reversa y para volverme con él a ese lugar de México del que venía”, bromea. Aunque ya veremos que más tarde sí lo haría. “En su mes de estadía le hicimos plantillas, peluquería y barbería, repusimos su bolsa de dormir, le quitaron las cuatro muelas de juicio, … Lo restauramos por completo. Y entonces se fue, pero con la promesa de reencontrarnos en Panamá”.

Jerónimo “Momo” Weich (31) en uno de sus números de malabares callejeros en un pueblo panameño

2016. La cita fue en San José de David, capital de la provincia de Chiriquí. “Al llegar, lo vi de lejos. Y no era mi nene. Dije: ‘¿Ese señor de metro noventa es mi hijo?’ Pero, claro, al abrazarlo volvió a achicarse”, cuenta Julián de esos días siguientes al haber cumplido sus cincuenta. “Me puse a disposición de lo que había que hacer. A vivir semana y media a su manera. Literalmente hice su vida, porque no quise ni ofrecerle ir a un hotel. Yo quería dormir donde él lo hacía: Y eso significaba entrar al hostel y elegir hacerlo bajo un alero, porque salía cinco dólares menos que en una habitación. Y en el mismo en que una rata se comió mi mochila”, desliza. “Claro, había que cuidar el presupuesto que hacía con sus malabares frente a un semáforo… De lo que también participé, porque mientras él desplegaba su arte, yo pasaba la gorra entre los autos. Solo teníamos una muda y la certeza del momento”, relata Weich. Claro que también durmieron en playas desiertas, a veces dentro de una carpa precaria y minúscula, otras, “bajo las estrellas” y sin nada que comer. Entretanto jura por su existencia que “una tarde, así como si nada, flotaron hasta la orilla un coco y una cerveza. Esa noche nos fuimos a dormir más felices que nunca”.

“Momo me enseñó el valor del desapego, algo que cuando se trata de una legítima elección, y no de un cachetazo del destino como le pasa a tanta gente, se entiende mejor la vida. Del desapego de lo material y también del de la popularidad, porque yo pude sacarme por completo el traje de la fama. Entonces te das cuenta de que no se necesita demasiado para ser feliz o para alcanzar esos ‘momentos de felicidad’”, infiere sobre la génesis de su estilo de vida y coronación de nuestra charla tejida en torno a su sensibilidad, a la necesidad de reencontrarse. “Mi hijo y nuestra experiencia reactivaron esa búsqueda espiritual que ya había comenzado tiempo atrás. La reconfirmé. La sellé. Se hizo más profunda, más sustancial. Así comencé a alimentarme de todo eso que me hacía tanta falta, tanto bien”.

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