KIEV.- ¿Qué se necesita para alcanzar una paz duradera después de una guerra a gran escala? No basta con silenciar las armas, es esencial comprender cómo se transforman las sociedades que crecen en tiempos de guerra. En el caso de la agresión a gran escala de Rusia contra Ucrania, muchas voces en el mundo suponen que, con la desaparición de Putin, Rusia cambiará rápidamente. Sin embargo, esta idea es una ilusión peligrosa. El rostro de la Rusia post-Putin dependerá no solo de sus élites, sino también de una generación que hoy se está formando bajo la influencia de la propaganda y la militarización.
Las generaciones jóvenes en Ucrania y Rusia están creciendo en contextos diametralmente opuestos. En Ucrania, la juventud se ve forzada a madurar en medio de una guerra total, marcada por pérdidas reales y una lucha constante por la supervivencia. En cambio, en Rusia, las nuevas generaciones se forman dentro de un Estado represivo, bajo un control absoluto de la información, un culto a la “victoria” y la normalización de la guerra como herramienta legítima del poder. Estos caminos divergentes están sembrando las bases de futuros paisajes políticos radicalmente distintos.
Cada 9 de mayo, Rusia celebra el Día de la Victoria con un enorme desfile militar, símbolo del mito triunfalista soviético que, con los años, se ha transformado en un instrumento clave para legitimar las políticas agresivas actuales. Ucrania, por su parte, conmemora el 8 de mayo como el Día del Recuerdo y la Reconciliación, reconociendo el carácter trágico del pasado. Este enfoque crítico hacia la historia ha sido un paso esencial para que Ucrania reafirme su identidad como nación europea, y no como un Estado post-soviético. Esta diferencia en la memoria histórica no es meramente simbólica: mientras un enfoque moviliza a la sociedad en torno al orgullo militarista, el otro invita a reflexionar sobre el valor de la paz. Esto revela una distinción más profunda en la formación política de las juventudes en ambos países.
Estas realidades actuales tienen raíces históricas profundas. Tras su independencia en 1991, y pese a numerosas dificultades, Ucrania inició un proceso de descentralización, democratización y apertura al pluralismo. Dos revoluciones marcaron hitos en este trayecto: la Revolución Naranja en 2004 y la Revolución de la Dignidad en 2013–2014. No solo transformaron el poder político, sino también la relación entre la ciudadanía y el Estado. La participación cívica activa y la disposición a defender valores como la libertad y la justicia se convirtieron en parte del ADN político ucraniano.
Para la juventud ucraniana, la guerra ha sido no solo un desafío, sino también un catalizador de madurez cívica y política. Las generaciones marcadas por la agresión rusa desde 2014, y especialmente desde 2022, han interiorizado que la libertad no es una abstracción, sino algo que se defiende día a día. Muchos conocieron palabras como “movilización”, “ocupación” o “evacuación” siendo aún adolescentes. Pero lejos de perder el rumbo, desarrollaron un fuerte sentido de responsabilidad. Esta generación crece con el dolor de la pérdida, pero también con la experiencia de la acción. Miles de estudiantes combinan sus estudios con labores humanitarias, trabajo mediático o desarrollos tecnológicos para el frente. Algunos incluso se han alistado en las Fuerzas Armadas o en la defensa territorial. No necesitan que les expliquen por qué importan la democracia o los derechos humanos: lo ven a diario al observar lo que ocurre donde estos principios no existen. Saben exactamente por qué luchan y lo que significa perder.
Rusia ha seguido un camino muy distinto. Tras la turbulenta apertura democrática de los años 90, el régimen de Putin ha construido progresivamente un modelo autoritario: centralización del poder, represión de la disidencia, monopolio mediático y exaltación del Estado como valor supremo. En lugar de una reflexión crítica sobre los crímenes del pasado soviético, hubo una rehabilitación simbólica del estalinismo y una aceptación tácita de la represión. Esto ha configurado una conciencia política profundamente diferente. Mientras que en Ucrania la resistencia y la autonomía ciudadana son parte de la memoria colectiva, en Rusia predomina la pasividad, el estatalismo y la fe en el “hombre fuerte”.
Desde la adolescencia, los estudiantes rusos participan en “clases de valentía” obligatorias, que glorifican la historia militar soviética sin espacio para el pensamiento crítico sobre el pasado totalitario o la guerra actual. Las universidades exigen la participación en actos patrióticos, y a veces incluso declaraciones públicas de apoyo a la guerra. La disidencia se castiga con expulsiones y represalias. En el ámbito digital, el control es total: redes sociales bloqueadas, persecución por publicaciones, procesos penales por “desacreditar al ejército”. Como resultado, la juventud rusa suele mostrar pasividad, indiferencia ante la política o lealtad acrítica al régimen, lo cual constituye una peligrosa base de estabilidad para el sistema.
Resultan especialmente reveladoras las acciones de Rusia contra la infancia y la juventud ucraniana en los territorios temporalmente ocupados. Las deportaciones masivas, las adopciones forzadas, la militarización del sistema educativo, la imposición de programas escolares rusos y la propaganda sistemática forman parte de una política deliberada cuyo objetivo es quebrar la cultura ucraniana, arrancar a las nuevas generaciones de sus raíces e imponerles una identidad subordinada. Rusia busca transformar a los niños ucranianos en una población dócil y manipulada, al igual que lo ha hecho con parte de su propio pueblo: privándolos del pensamiento crítico, de su identidad nacional y de la capacidad de resistir. Esto demuestra que la guerra contra Ucrania no es solo una invasión territorial, sino también una ofensiva contra el alma y el futuro de todo un pueblo.
En resumen, gran parte de la juventud rusa no ha experimentado la libertad de elección, ni la participación en una democracia, ni el ejercicio del pensamiento crítico. Y este es un reto que no se resolverá automáticamente con el cambio de liderazgo. Los regímenes autoritarios no se sostienen solo en sus líderes. Se arraigan en los sistemas educativos, en la socialización, en los canales de comunicación. Por eso, al pensar en el futuro de ambos países, debemos recordar que tras Putin no vendrá un vacío, sino una sociedad moldeada durante décadas en la obediencia, las ambiciones imperiales y los mitos de la “gran victoria”.
Analista del Programa de Cooperación con España y América Latina | Transatlantic Dialogue Center