La afrenta narcisista: elaboración o derrumbe

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La vida nos expone a frustraciones inevitables: un amor que se va, un cuerpo que no responde como antes, un trabajo que no sale, un reconocimiento que no llega. A cualquiera le duelen estas cosas, pero hay quienes viven esas frustraciones como auténticas ofensas personales, casi como un ataque a su propia existencia. A eso lo llamamos afrenta narcisista.

El término suena fuerte, pero describe algo bastante común: ese momento en el que alguien se siente humillado, puesto en evidencia o cuestionado en su imagen de sí mismo. No se trata sólo de tristeza o enojo: es como si una parte interna, que exige ser admirada y confirmada permanentemente, se desmorona.

Todos necesitamos miradas que nos reconozcan, gestos de aprobación, un “qué bien lo hiciste” para sostener la autoestima. Pero cuando esa necesidad se convierte en dependencia absoluta, aparece el problema.

El narcisismo problemático se mueve en extremos: de la grandiosidad arrogante, que puede llegar a la soberbia o la megalomanía, a la caída libre en la vergüenza y la depresión. En esos momentos se pierden la empatía, el humor, el sentido de la proporción. Surgen reacciones de furia, exageraciones, mentiras para inflar la propia imagen y una sensibilidad excesiva frente a cualquier desaire, por mínimo que sea.

Después de ese “ataque” la persona puede llegar a sentirse vacía, sin entusiasmo, casi anestesiada emocionalmente. Y como, un globo que se pincha, busca desesperadamente fuentes externas que lo inflen otra vez: elogios, aplausos, likes, halagos. Si esos insumos llegan, se calma; si faltan, reaparece la sensación de derrumbe.

La frustración es parte de la vida. Lo sabemos todos. Pero en el narcisista, esa experiencia se resignifica como afrenta. No es simplemente que algo salió mal: es que el mundo osó cuestionar su omnipotencia. Es el golpe a la autoimagen de alguien que se creía intocable.

Aquí no importa tanto el hecho en sí mismo, sino lo que significa para esa persona. El mismo episodio puede vivirse como una catástrofe o como una dificultad manejable, dependiendo de los recursos internos y del entorno de sostén que se tenga en ese momento.

Cuando llega la ofensa, se activa una alarma interna y el déficit narcisista original vuelve a hacerse sentir. Para sobrevivir al dolor de sentirse herido en lo más íntimo, se ponen en marcha distintas defensas.

Algunas son inmediatas y de corto alcance: exhibicionismo, actitudes grandilocuentes, negar la realidad, mostrarse poderoso. Es una manera de frenar la hemorragia de autoestima. Pero son parches frágiles, que se desgastan rápido.

En otro caso, si la persona tiene más recursos, se activan defensas de largo plazo: reelaborar lo sucedido, apoyarse en otras áreas de la vida, encontrar nuevas actividades o vínculos que ayuden a recuperar un equilibrio más estable. Esa transición -de la defensa urgente a la reconstrucción duradera- es esencial para salir fortalecido.

En la infancia, la autoestima depende casi toda de la mirada de los otros. En la adultez, debería sostenerse en funciones más sólidas como capacidades, logros, proyectos. Pero si esas bases no se desarrollan, se vuelve a depender casi por completo de apoyos externos.

Por eso el rol del entorno ayuda. Frente a una crisis, una red de vínculos que escuchen, acompañen y contengan puede facilitar la elaboración creativa de las pérdidas y cambios. Cuando esto ocurre, incluso una afrenta puede convertirse en oportunidad de crecimiento, y el narcisismo herido puede transformarse en creatividad, empatía, humor y sabiduría.

El problema aparece cuando la reacción no es elaborativa sino defensiva. Entonces se arma un círculo vicioso: búsqueda compulsiva de aprobación, hipersensibilidad a las ofensas, explosiones de ira, incapacidad de aceptar límites o normas.

A veces se reacciona con negación: se finge que no pasó nada, se exageran logros, se miente, se omite. Pero por dentro crece el temor a ser desenmascarado. El narcisista queda atrapado en una mezcla de paranoia, angustia y necesidad de reafirmarse.

En otras ocasiones, se aferra a alguien idealizado: una pareja, un líder, una figura que encarne todo lo que él cree necesitar. Pero si ese otro falla o decepciona, llega la famosa “furia narcisista”: reacciones desproporcionadas que van desde ataques de agresión hasta el deseo de destruir -simbólica o literalmente- a quien lo defraudó.

Para peor el narcisista puede volverse un esclavo de sus propias exigencias: perfección, éxito, desafíos constantes. Así se expone una y otra vez a la posibilidad de ser herido, porque su compulsión a mostrarse lo empuja a correr riesgos cada vez mayores.

En esta lógica aparecen conductas compulsivas: adicciones, consumismo desmedido, acumulación de objetos, promiscuidad sexual. Todas como intentos de reparar la herida narcisista, de bombear energía hacia un yo exhausto que sangra autoestima.

El problema es que esos recursos se agotan rápido. La sobredosis narcisista -ese exceso de parches y compensaciones- termina debilitando al yo, que abandona otras áreas de desarrollo. El ciclo se vuelve autodestructivo: cuanto más se intenta reparar la herida con estímulos externos, más se profundiza el vacío.

Las defensas narcisistas parecen rígidas, pero tarde o temprano se quiebran. A veces de manera estrepitosa: derrumbes emocionales, depresiones severas, crisis de identidad. Otras veces, con señales más sutiles: un exceso de arrogancia, un gesto omnipotente, una ironía hiriente que en el fondo delata fragilidad.

Trabajar sobre el propio narcisismo no es un lujo, es una necesidad. Porque esas estructuras, que parecen tan sólidas, no lo son: bajo la presión del tiempo, de los vínculos y de la realidad, tienden a desmoronarse. Y si no se transforman, arrastran consigo gran parte de la personalidad.

Lo positivo es que el narcisismo no tiene por qué ser una condena. Bien trabajado, puede transformarse. La creatividad, la empatía, el sentido del humor y la aceptación de nuestra vulnerabilidad son recursos de alto valor que surgen cuando la afrenta deja de vivirse como humillación y empieza a entenderse como parte del camino humano.

Todos, en algún momento, hemos sentido el pinchazo del narcisismo herido. Lo importante es qué hacemos después: si nos quedamos atrapados en la furia, la negación o la compulsión; o si aprovechamos la crisis para crecer, humanizarnos y reconciliarnos con la fragilidad que nos hace, paradójicamente, más fuertes.

Médica, psicoanalista, creadora de modelo de Pensamiento en Red

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