El presidente Milei acababa de prometer que no volvería a “usar” insultos. Pero, en su discurso a la nación por cadena nacional, llamó “genocidas” a los diputados culpables de rechazar sus leyes. Vaya piropo. Como enemigo de la inflación, sorprende que inflacione un término hoy demasiado inflacionado. Le hace perder el valor que debería tener. Ahora también sus enemigos lo tildan de “genocida”. Con lo cual, el debate sobre los “contenidos” se va al traste. O el Presidente no sabe lo que es un insulto. O insultar es su forma mentis, el reflejo espontáneo de una “cultura” intolerante. ¿Qué “cultura”?
Vamos paso a paso. Con su estilo irritante y su grotesca arrogancia, Milei ha dicho varias cosas certeras: el Congreso debería asumir la responsabilidad de indicar la forma de financiar los mayores gastos que aprueba: si aumentando los impuestos y cómo, si recortando gastos y dónde. De lo contrario, la descarga per via de la inflación o la deuda sobre las generaciones futuras. Siempre fue así. En Italia somos campeones. Claro, si Milei usara más el bisturí y menos la motosierra, si fuera cirujano en vez de carnicero, ayudaría.
Pero así se entra en el ámbito de la política, y con la política Milei y su gobierno tienen un problema. Un problema “cultural”, precisamente. Si todos tuviéramos las mismas ideas sobre todo, no habría necesidad de política: disfrutaríamos de la armonía soñada por los profetas, podríamos sustituir el gobierno de las personas por la administración de las cosas, como quería Engels, entregaríamos al líder de turno las llaves de nuestra “voluntad general” para que aplicara los dogmas en los que todos creemos. Así ha sido la política durante siglos, y me temo que lo está volviendo a ser: confesional, monista, absolutista. Si uno es el pueblo y unívoca su fe, cultura o ideología, uno será el rey, el caudillo, el partido, la clase, etcétera. La política se convierte así en cuestión sencilla: fieles e infieles, revolucionarios y contrarrevolucionarios, gente honrada y mandriles.
Pero resulta que en realidad cada uno piensa a su manera, que todos creemos tener las mejores ideas y que las de los demás son erróneas, horribles, nefastas. ¿Qué le vamos a hacer? Así nació la política moderna, la democracia: no por “buenismo”, sino porque era la forma menos incivilizada de convivir sin destruirse, la que más reducía los “costos de transacción” de la política confesional, donde era un juego de suma cero, de ganar todo o de todo perderlo. El ingrediente mágico de la nueva política era la legitimación mutua: aunque te deteste o incluso te odie, al reconocer tu legitimidad me aseguro de que reconozcas la mía. Por lo tanto, las reglas formales e informales de ese pacto, incluido el lenguaje, no son “formas”, sino la sustancia que distingue a la democracia de los órdenes confesionales.
A todo esto Milei parece ajeno. Recuerda las sabias palabras de un viejo sociólogo: la cultura de un católico holandés, decía, es mucho más parecida a la de un protestante holandés que a la de un católico latino. Es evidente que la cultura de un libertario argentino es mucho más parecida a la de un peronista argentino que a la de un libertario de otros lares. La concepción política de Milei, de hecho, es confesional, como siempre lo ha sido la peronista. Al escucharlo, se lo puede imaginar reformando el preámbulo de la Constitución, invocando sobre los argentinos la protección del “pensamiento del presidente Milei, fuente de toda razón y justicia”. Al igual que, en la época del kirchnerismo, se habría esperado que la “fuente de toda razón y justicia” se llamara Perón, Eva o quien fuera.
Al fin y al cabo, solo han pasado quince años desde que Cristina Kirchner arrasó en la primera vuelta, apenas seis desde que fue elegido Alberto Fernández. ¡Cómo ha cambiado todo en tan poco tiempo, se oye decir!¿Estamos seguros? ¿Los argentinos han tenido una revelación en el camino de Damasco? ¿O el giro económico, impuesto por los hechos, viene con continuidad cultural? Investido de poder, el caudillo latino se viste con los ropajes del legado confesional, lo ha mamado desde pequeño: “quien lucha por un orden injusto no tiene derechos, decía un antiguo jurista español, quien lucha por un orden justo los tiene todos”. Lo que es justo e injusto lo establece alguna fuerza del cielo. Así se cree eterno, funda “movimientos históricos”, utiliza como suyo lo que es de todos; en definitiva, sueña con fundar una nueva religión, un nuevo orden confesional. Milei va por ese viejo camino.
No está solo: se suma a la ola confesional que arrasa el mundo, desde la India hasta Rusia, desde Hungría hasta Estados Unidos. Una ola que en América Latina nunca ha remitido: quienes hoy celebran la reelección vitalicia de Boukele combatían la antidemocrática de Morales o Chávez, quienes alababan las monarquías boliviana o venezolana hoy se escandalizan por la salvadoreña. Se creen polos opuestos, son dos caras de la misma moneda. Cuando pretenden “defender la democracia”, hay que abrir el paraguas. Mejor insulten.
Por eso fue sorprendente escuchar a un historiador de la talla de Niall Ferguson lanzarse con vehemencia a una temeraria profecía: ¡Milei está acabando con el peronismo! Me temo que hay un malentendido. Si por peronismo se refiere al kirchnerismo y a la economía intervencionista, puede ser, aunque es pronto para decirlo. Sin embargo, es una lectura muy reduccionista del fenómeno peronista. Este ha demostrado en repetidas ocasiones una gran flexibilidad en materia económica. Su cultura confesional, en cambio, su verdadero ADN, colonizó hace tiempo la política argentina. Y por lo visto hasta ahora, Milei le está dando un nuevo nombre y nuevas oportunidades.
Son caprichos intelectuales, se dirá, todo político quiere ganar las elecciones e imponer sus ideas. Claro. Pero una cosa es ganar y otra aspirar a destruir a la competencia, deslegitimarla como tal: esto es la cultura confesional. ¿Conviene? “Tu pretensión de destruir a todos los enemigos”, escribió Jruschov a Castro, “te obligará a una guerra permanente”. Y la guerra no trae prosperidad. ¡Si él lo entendía!
Es claro, y se ha repetido, que la Argentina necesita un cambio cultural, que su decadencia económica se debe en buena medida a la pesada herencia de una cultura hostil a la economía de mercado, a la innovación, a la competencia. Sin embargo, eso por sí solo no basta. La riqueza de las naciones, la “cultura del crecimiento”, no nacieron del dominio de una idea sobre las demás, sino de la ruptura de la unanimidad, de la libre interacción entre ideas diferentes. En definitiva, del fin de la cultura confesional.