La ciudad, destratada por la basura y la suciedad

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Desde hace más de veinte años la ciudad ha sido afeada por la diseminación de basura en calles y avenidas.

Ha sido beneficiada con mejoras de otro orden: apertura de arterias por debajo de vías ferroviarias, protección de jardines públicos, creación, en fin, de carriles específicos para vehículos de pasajeros a fin de acelerar el tránsito vehicular. Estamos, sin embargo, igual o peor que a comienzos del siglo, cuando en una de las crisis económicas más devastadoras que se recuerden comenzó el cirujeo de residuos en gran escala.

Algunas fotografías de ese fenómeno registraron estampas apropiadas a los tiempos en que la ciudad era una aldea. Hasta reaparecieron los carros con tracción a sangre y carga sin otro destino que un basural después de que se hubieran apartado objetos o residuos con algún valor. Con sus más y sus menos, nada cambió en un cuarto de siglo y la suciedad por doquier se adueñó de Buenos Aires, sobre todo hacia el atardecer, cuando se acerca la hora habilitada por el gobierno local para sacar, entre las 19 y las 21 a la calle –con excepción de los sábados– la basura de viviendas, oficinas, comercios e industrias.

La instalación de contenedores a la usanza de las capitales que inauguraron esta modalidad después de haberse clausurado el ciclo de quema de la basura en incineradores instalados en edificios de todo tipo pareció que aliviaría a nuestra urbe de la contaminación sanitaria y visual que padecía. Fue un adelanto llamado, por cierto, a quedarse, pero parcial.

En unos casos por insuficiencia de esos recipientes y, en otros, por la negligencia de quienes hurgan en su interior, la basura, en su diversa composición, suele quedar dispersa en calles y veredas. Estudios específicos indican que la estructura de los desechos está integrada por sobras de alimentos (40%), papeles y cartones (14%), vidrios (4%), plásticos (18%), textiles (4%), entre otros.

Quienes caminan por la ciudad observan con harta frecuencia que más que negligencia hay sujetos que actúan con el propósito deliberado de dispersar a diestra y siniestra contenidos muchas veces inmundos a ojos de sorprendidos vecinos. Rara vez estos reaccionan contra tales tropelías: no atinan, por razones fáciles de imaginar, más que a morderse los labios en una murmuración de repudio.

Si entre la desaprensión casi violenta por la limpieza y aliño de la ciudad y el despojo que han sufrido en los últimos años los picaportes, tableros eléctricos, placas o cualquier abalorio bronceado aplicados al frente de antiguas o nuevas construcciones ha existido relación alguna, es asunto que el gobierno porteño ha reservado a su exclusivo conocimiento. Los vecinos tienen sus propias conclusiones y sería del caso que las difundan más abiertamente en concordancia con el ámbito democrático en que supuestamente viven.

Ahora, el jefe del gobierno de la ciudad, Jorge Macri, parecería haber descubierto que Buenos Aires cuenta con una legislación que ya sancionaba hasta con quince días de trabajos de utilidad pública, o con multa, a quienes manchen o ensucien bienes de propiedad pública o privada. Ha hecho saber a la población de su instrucción al Ministerio de Seguridad y a la Policía –ambos con jurisdicción en el ámbito local, desde luego– para que cuando se identifique a una persona o grupo de personas removiendo basura de los contenedores y ensuciando el espacio público deberán exigirles que limpien y ordenen lo que han dejado desastrado.

Es lo que había correspondido que se hiciera antes de que se tomara como una curiosa cultura vernácula, tan llamativa para no pocos extranjeros, la de apalear como fuere a una ciudad de reconocida belleza en el mundo. A quienes se dicen escandalizados porque se evite con la intervención de la fuerza pública la depredación de cualquier índole de los bienes de la ciudad hay que contestarles de frente. “Nadie hurga por placer en los contenedores”, como dicen, es una verdad de Perogrullo que esconde su espíritu demagógico. Olvida, con ese criterio ladino de cinismo, que también podría hurgarse en el propio domicilio del dicente por la excusa que fuere.

Si se quiere instalar una controversia sobre el caso, es más lógico hacerlo a través de la indagación de si el gobierno porteño se halla tan seguro de que lograrán sus anuncios punitivos la efectividad que termine por justificarlos, en lugar de colocar a la autoridad en el eventual papel absurdo de la desautorización a vista y conocimiento de todos. Si así ocurriere, ¿ha pensado el señor Macri cuál ha de ser el próximo paso?

Normas de la naturaleza invocada por el jefe del gobierno porteño deben estar acompañadas por una política consistente de docencia sobre lo que significa el cuidado de los bienes públicos y de la consideración que se deben dispensar unos a otros entre quienes habitan la ciudad en la que se mueven a diario más de 8000 toneladas de residuos. Ni qué decir que eso vale también para el país, en cuyo territorio se “gestionan”, por decirlo en la nomenclatura de los especialistas, unas 50.000 o 60.000 toneladas de basura cada veinticuatro horas.

Han hecho bien las autoridades de la ciudad de advertir que las sanciones por aplicar a quienes desoigan los llamados policiales a rectificar actitudes contra la sanidad y la pulcritud públicas se potenciarán si los hechos descalificados ocurren frente a monumentos, templos religiosos o estaciones de transporte. Se espera, además, que las autoridades trabajen con ahínco en la multiplicación de los contenedores llamados antivandálicos, instalados desde enero: actúan como buzones, de los que no se puede extraer lo que se ha puesto allí. Hasta el momento son pocas esas piezas, seguramente porque se las ha llevado a las calles en carácter experimental.

En tiempos propicios para el populismo de derecha surgen políticos que descreen del principio de igualdad de oportunidades a pesar de que se halla establecido en la Constitución que nos rige desde 1953/60. Acepten o no ese principio habrá que bregar, al menos de nuestra parte, en defensa de los ideales irrenunciables involucrados. De tal modo se llevarán a todos los rincones del país los beneficios de la educación popular, cuya carencia está en los orígenes de la cuestión que hemos tratado con absoluta franqueza, pero con la sensibilidad suficiente como para comprender, y exigir, políticas productivas y de empleo que aseguren el grado de desarrollo humano que otros desvaríos, los del populismo de izquierda en este caso, han frustrado a la Argentina desde hace largo tiempo.

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