La consolidación de una nueva grieta

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Es indudable que conocer la historia de nuestro país sirve para entender por qué, en la Argentina, repetimos una y otra vez los mismos errores. También lo es que, entre las características que poseen los pueblos cívicamente educados, está la de entender su propio pasado.

En efecto, la primera grieta de la que da cuenta nuestra historia, se generó en el primer gobierno patrio, la Primera Junta: las profundas diferencias entre Moreno y Saavedra aparecieron de inmediato, a partir de mayo de 1810, y el secretario de ese novel gobierno, menos de un año después, terminó en el fondo del océano Atlántico.

Enseguida surgió la acentuada grieta entre unitarios y federales, que desembocó en la dictadura de Juan Manuel de Rosas (1835-1852), en la que, oponérsele, significaba el destierro, el encierro o el entierro.

Organizado políticamente el país, al amparo de una Constitución, en 1853, las profundas diferencias en torno a Urquiza (primer presidente constitucional de la Argentina), provocaron el reconocido conflicto entre dos grandes hombres de nuestro país: Sarmiento y Alberdi.

Avanzando en el tiempo, surgió la grieta entre conservadores y radicales, y dentro de éste último partido político, entre personalistas (que seguían a Yrigoyen) y antipersonalistas (que tenían devoción por Alvear). Veinte años después, el peronismo dividió al país en dos bandos irreconciliables. Lo mismo ocurrió con la aparición de menemismo en la década de los noventa; y finalmente el kirchnerismo hizo lo propio a partir de 2003. Pues como si gozáramos con estos desencuentros, el gobierno actual viene a proponernos, con su estilo agresivo y su impronta autoritaria, la recreación de una nueva grieta.

Es cierto que el kirchnerismo, que asoló al país en las últimas dos décadas, sembrando corrupción y trastocando todos los valores que nuestros padres y abuelos nos habían inculcado (tales como la ética, el esfuerzo, el trabajo, el mérito y el respeto por el principio de autoridad), continúa agazapado en el Congreso de la Nación, así como también en varias provincias y municipios, prologando la decadencia y la ignominia (no hay más que advertir la nefasta vigencia de regímenes como los de Mario Ishii en José C Paz, o de Insfrán en Formosa). Pero también es cierto que la conducción del actual presidente no es, precisamente, la que pueda sacarnos de ese escenario bélico en el que se ha convertido la política local.

La tremenda degradación moral, institucional y política en la que quedó sumida la Argentina desde el fin del gobierno de Alberto Fernández, hizo que surgiera la figura de un primer mandatario intemperante, que jamás podría ser presidente en condiciones normales. Pero la sociedad creyó que él sería quien nos sacaría de ese tenebroso estado de crispación. Claramente no fue así.

No hay dudas de que el cambio de rumbo que se le imprimió al país desde la llegada de Milei, es mucho más tolerable que el marcado por el régimen anterior; pero no es posible que nos quieran conducir al paraíso a los tiros y con el rebenque en la mano. Los países no se desarrollan en el marco de la contienda y el enfrentamiento permanente, ni despreciando las bondades del sistema republicano, y mucho menos cuando comienzan a tomar estado público, en apenas un año y medio de gestión, sospechas de corruptela en el seno del gobierno.

No habrá, jamás, seguridad jurídica ni inversiones, en un país que parece vivir permanentemente caminando por el borde de la cornisa, con el riesgo constante de caer nuevamente en las garras de la autocracia y la intolerancia.

El imperio de la libertad no es pleno en un país en el que la crítica al gobierno de turno, constituye un escenario propicio para la recepción de insultos, agravios y descalificaciones de su máximo líder, y consecuentemente del séquito de prosélitos que lo adoran fanatizadamente.

El fanatismo, la pobreza y la ignorancia son el caldo de cultivo de los regímenes populistas, y cuando la línea argumental que baja como cascada desde la cima del poder, es que no existe otra cosa que amigos y enemigos, la alegoría de la caverna que describía Platón en su obra República aparece en toda su dimensión; porque no es bueno hacerle creer falsamente al electorado que lo único que existe es el kirchnerismo y su antítesis, el libertarismo. Máxime cuando ello constituye una tenebrosa mentira, a la luz de las inesperadas coincidencias que parecen existir entre aquel régimen y el actual: intolerancia, división, desprecio por la república como sistema político, y, por el momento, presuntamente, falta de transparencia.

La ciudadanía debe estar atenta a esta falsa dicotomía, y al concepto de “libertad” que nos propone el Gobierno, porque comienza a ser ensordecedor aquel apotegma de Thomas Mann, cuando señalaba un peligroso riesgo: el fascismo volverá haciendo flamear las banderas de la libertad.

Gracias a Dios la democracia es un maravilloso escenario que permite a los pueblos tomar el timón y ratificar, modificar o corregir rumbos. Las próximas elecciones constituyen una gran oportunidad para expresarse. Como dijo Roque Sáenz Peña después de sancionarse la ley que instauró el voto universal, secreto y obligatorio: “Que sepa el pueblo votar”.

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