La cruzada de Trump contra el liberalismo

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El presidente Donald Trump se propone transformar radicalmente Estados Unidos y el mundo para que su país vuelva a ser la potencia que fue y que –según él– dejó de ser (Make America Great Again).

Trump considera que Estados Unidos ha sido una víctima del liberalismo económico y político. Este es el diagnóstico que hay que entender para comprender el sentido de las medidas económicas y políticas de la presente administración.

El liberalismo norteamericano que tuvo como figuras destacadas a Kennedy, Clinton y Obama es inculpado por haber promovido el levantamiento de las barreras al comercio internacional, lo cual habría resultado en una invasión de productos fabricados en China, Japón y el sureste asiático, que dejó sin empleo a millones de americanos o los obligó a optar por empleos de menor calidad. Es lo que ahora Trump busca revertir con un brutal aumento de aranceles.

El objetivo es asegurar el equilibrio en la balanza comercial frente a cada uno de los países con los que Estados Unidos comercia, de modo de eliminar los déficits existentes.

Su fuente de inspiración es Alexander Hamilton, el secretario del Tesoro de George Washington, considerado el padre del proteccionismo americano. Contra las ideas en favor del libre comercio de Adam Smith y David Ricardo, Hamilton sostenía que la industria estadounidense necesitaba protegerse de la competencia de los países europeos, de Gran Bretaña en primer lugar. Donde Hamilton decía Gran Bretaña, hoy Trump lee China.

Trump ha puesto fin a un periodo de 80 años donde el orden económico internacional se construyó sobre la premisa de que el libre cambio y la globalización eran los objetivos a perseguir, al menos según los Estados Unidos. Hoy son mala palabra para el gobierno de aquel país. Las ideas antiglobalización que eran patrimonio de líderes del llamado Tercer Mundo hoy son pregonadas por el líder del Primer Mundo.

Hay quienes han comparado este punto de ruptura con lo que significó para el orden político internacional la caída del Muro de Berlín: el fin de una era.

La guerra arancelaria retrotrae a los años 1930, cuando, tras la sanción de la ley Hawley-Smoot en Estados Unidos, que aumentó los aranceles de importación, las principales economías tomaron represalias y se embarcaron en una espiral proteccionista que culminaría en la Segunda Guerra Mundial.

De acuerdo a esta visión, el liberalismo sería también culpable de adherir a la agenda climática que obligaría a una reconversión de la industria americana para bajar las emisiones de gas de efecto invernadero y a un mayor uso de energías limpias, incrementando sus costos.

El dedo acusador apunta también al liberalismo norteamericano por haber promovido la agenda de género. Una de las primeras órdenes ejecutivas de Trump estableció que el gobierno solo reconoce la existencia de dos géneros y a renglón seguido se anunció que se prohibía el alistamiento de personas transgénero en las fuerzas armadas.

El liberalismo sería responsable de una política migratoria blanda que posibilitó un masivo ingreso de inmigrantes que “han envenenado la sangre” estadounidense. De aquí la necesidad de concluir el muro con México, cuya construcción Trump iniciara en su primer período. A ello se suma la expulsión masiva de inmigrantes indocumentados.

La preocupación liberal por lo “políticamente correcto” habría llevado a que los derechos de las minorías (raciales, sexuales) interfieran con la justicia y la igualdad. Por ello, el Departamento de Educación ha intimado a las escuelas americanas a suprimir los programas basados en la Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI), so pena de retirarles la ayuda federal.

Como era de prever, el presidente Trump se ha sumado a la tendencia que habíamos comentado en nuestra nota publicada en este suplemento el 17 de agosto pasado sobre el auge de lo que el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, definió como democracia no liberal. Trump, al igual que Orban y Putin, se presenta a sí mismo como la respuesta a las elites infectadas de liberalismo y desconectadas de la nación “real”. Expresa el descontento del “país profundo” que ha visto perder sus casas o sus autos por no poder pagar sus deudas, por haber tenido que aceptar trabajos de menor calidad para poder seguir llevando un sustento a sus familias, que piensa que sus empleos han sido absorbidos por trabajadores chinos que aceptan trabajar por salarios miserables o por inmigrantes mexicanos que cruzan la frontera para usufructuar la seguridad social estadounidense.

Como ocurre con todos los nacionalismos, los problemas domésticos son atribuidos a un chivo expiatorio externo. Finalmente, creen a pie juntillas que la solución es barrer con la “casta” de Washington, tal como Trump ha prometido.

Exdirector de Estadísticas Económicas del INDEC. Profesor de la Universidad de Belgrano y de la Universidad de Buenos Aires

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