
Hoy se ha puesto de moda criticar a la escuela. Todo el mundo lo hace. Incluso aquellos que nada tienen que ver y nada conocen sobre educación. En ocasiones, se la compara con otras instituciones o prácticas, como los clubes deportivos o los videojuegos, para enfatizar su obsolescencia. La escuela —nos dicen— ha quedado tan desfasada que ya no resulta atractiva para niños y adolescentes. Los maestros debieran buscar la manera de entusiasmar a los educandos.
Ahora bien, ¿desde cuándo la escuela debe ser atractiva? ¿Cuándo lo fue? Puede haber alumnos que disfruten de algunos aspectos de la escuela más que de otros. O que, con el tiempo, hayan logrado generar hábito de lectura y curiosidad sobre algunas materias. Pero la escuela nunca fue ni será un lugar naturalmente atractivo para el niño y el adolescente.
Una crítica muy común nos indica que la escuela debe incorporar el movimiento, el juego, el aire libre y la naturaleza. Todas cosas que hacen bien, reducen el estrés y son naturalmente deseadas y disfrutadas. Y esto tiene una explicación científica: durante millones de años, nuestro cerebro se adaptó evolutivamente para esas cosas. El cerebro humano posee sectores especialmente diseñados y preparados para ello.
En cambio, nuestro cerebro no posee ningún sector dedicado a la lectoescritura. Esta es una actividad que recién empezó a masificarse hace aproximadamente unos 250 años. En términos de evolución, comparado con millones de años, no es nada. Por eso, aprender a leer y escribir cuesta. Es una auténtica guerra contra la naturaleza. Ningún niño tiende naturalmente a ello. Y el grueso de la actividad escolar se basa en la lectoescritura. Claro que se debe practicar la oratoria y dejar momentos para la actividad física, el ocio y el juego. Pero, inevitablemente, la mayor parte de la actividad escolar descansa y debe descansar en la lectoescritura. Y, si la lectoescritura es antinatural, la escuela también lo es.
Al ser una institución antinatural y compulsiva, la escuela genera rechazo, rebeldía, frustración e incomodidad. Se podrán tejer estrategias para atemperar esos efectos, pero no a costa de su eficacia, sin sustituir su función esencial. Por estos motivos, es crucial, para que la escuela sea eficaz, dotarla de muy fuertes recursos de autoridad.
Los maestros y profesores son verdaderos héroes que todos los días luchan contra millones de años de adaptación evolutiva; todos los días chocan contra esa resistencia. Por eso, deben tener un respaldo, una legitimidad y un apoyo de la sociedad muy fuertes y contundentes, con recursos de autoridad altamente eficaces y disuasorios. Desde luego, con un riguroso control posterior de no uso arbitrario ni abusivo.
Por ejemplo, deberían poder aplicar sanciones disuasorias y expeditivas y expulsar del aula al alumno que no les permitiera hacer su trabajo. Es preciso que impongan un sano respeto por su sola presencia. Después de todo, necesitamos muchos de esos héroes que se llaman «maestros», y los necesitamos fuertes, sanos, convencidos y animados para que puedan llevar adelante un proyecto tan asombroso como antinatural.
La mejor prueba de la condición antinatural de la escuela es el hecho de que el niño aprende a hablar espontáneamente. Su cerebro viene cableado para hablar y lo incorpora naturalmente del entorno. Sin embargo, la lectoescritura no nace espontáneamente y, si no se la fuerza, de hecho ni siquiera aparece. El cerebro no tiene un sector preparado para leer y escribir. Para este logro tan maravilloso, se precisa reconvertir una zona del cerebro, destinada a reconocer objetos y rostros, para que pueda reconocer letras y palabras. Y cuanto más se automatiza esta función, a fuerza de repetición, más se libera memoria de trabajo y capacidad atencional para que, mientras lee, el niño y el adolescente puedan realizar funciones más complejas, como analizar, relacionar, imaginar, crear, etc.
Y lo mismo ocurre con lo que podríamos denominar «hábitos asociados a la lectoescritura». Claro que es sano que haya en la escuela momentos para moverse. Pero también los alumnos deben desarrollar la disciplina y acostumbrarse a estar períodos prolongados sin moverse, sentados, concentrados y leyendo. Si estos hábitos se consolidan, el estudiante ya no se encuentra consumido por la lucha contra su instinto mientras se sienta en un escritorio. Entonces, se libera espacio y energía en la mente para abocarse de lleno a la actividad mental basada en la lectoescritura.
Este fenómeno antinatural que es la lectoescritura desencadenó la maravillosa revolución del mundo moderno, con los avances científicos y tecnológicos tan increíbles de los últimos 250 años. En apenas 250 años, que son un milisegundo para la historia evolutiva del género homo, pasamos de cultivar la tierra a la máquina a vapor, el motor a combustión, la química, la computadora, la ingeniería genética, los viajes espaciales, las redes sociales, los robots y la inteligencia artificial. Y este progreso tan rápido y asombrosos tuvo que ver, en gran medida, con la escuela; esa institución tan antinatural que es tan fácil de criticar porque, justamente, parece a simple vista contradictoria con nuestra propia naturaleza.
Si dejáramos a los niños que escogieran libremente y aprendieran solos desde su nacimiento, sin dudas todos aprenderían a hablar y elegirían el juego y la actividad física. Y muy pocos o ninguno elegiría espontáneamente ir a la escuela. Hay que obligarlos y acostumbrarlos para que empiecen a tomarle el gusto.
No es acertado ni lógico pedirle a la escuela que sea tan atractiva como un club deportivo, una charla de café o un videojuego. Nunca lo será ni debería serlo. Es y debe ser una institución jerárquica, que inculque hábitos y presione sanamente, dentro de límites humanamente soportables y no agresivos, para reconvertir el cerebro y permitir el pleno desarrollo del maravilloso fenómeno de la lectoescritura y el trabajo intelectual basado en ella. Esa es su esencia y razón de ser, más allá de los múltiples complementos, agregados o suavizadores que podamos adosarle.
No es cierto que la escuela esté obsoleta. Lo que ocurre es que fue vaciada de autoridad, deslegitimada y desviada de su razón de ser. En algún punto nos olvidamos des su verdadero rol y de su naturaleza antinatural. Hoy las neurociencias nos otorgan nuevos argumentos para reivindicar y recuperar la escuela en su formato tradicional. Desde luego, mejorada, enriquecida y adaptada a los nuevos tiempos en todo lo que se evidencie superador, pero sin alterar su esencia ni confundirla con otras instituciones.
