
Durante años, los breves libros de Byung-Chul Han -fríos al tacto, deliberadamente delgados y muy alejados del consuelo de las charlas de autoayuda o motivacionales- han trazado un mapa del tejido inestable y fluido de la vida contemporánea: la forma en que un día se nos escapa de las manos entre likes, notificaciones y reels que impone la paradoja de una extraña soledad en la sociedad de la conexión permanente. La precariedad de una sociedad que tiene rituales innecesarios para todo menos para detenerse.
Si Michel Foucault nos dio los planos de las prisiones de ayer, y los panópticos que todo lo vigilan desde afuera, Han parecía decidido a esbozar los pasillos invisibles de la libertad de hoy, lugares donde nadie da órdenes porque hemos aprendido a hacerlo nosotros mismos, el panóptico es desde adentro, desde nuestra intimidad hacia el afuera que la mayor parte del tiempo no nos pide ni le interesa ver lo que elegimos impúdicamente mostrar.
Los lectores acudíamos a él en busca de un sabor particular de lucidez, una melancolía destilada, una justificación filosófica mediada por la difusión para poder poner en un discurso apropiado la sensación de estar perdidos. Describía el agotamiento sin quejarse, resignado, y esa moderación hacía que sus diagnósticos parecieran casi medicinales. No estamos solos, mal de muchos consuelo de tontos. Las figuras familiares estaban todas ahí: el yo emprendedor que trata la experiencia como un inventario y descarta el proyecto en pos de la nueva start up; el encandilamiento de la positividad impuesta lo suficientemente brillante como para desviar la atención y enceguecernos; la pantalla como santuario y máquina tragamonedas. El cuadro no era alegre, pero era exacto.
Luego vino un ajuste tonal que, al principio, parecía una paradoja. En El espíritu de la esperanza, Han no cambia la crítica por la alegría, sino que afloja la intensidad de la desesperación y desplaza el centro de gravedad. El libro insiste en que el miedo se ha convertido en el aire que respira nuestra política: un clima de fondo que justifica la emergencia permanente, mantiene la mano cerca del botón del pánico y hace que la vigilancia se sienta como un cuidado. Tremendo, cierto y atinado, otra vez.
La ansiedad, no la culpa, se ha convertido en la emoción organizadora. Está en todas partes y en ninguna, se respira en un aire pesado y que se pegotea. Contra esa atmósfera, Han propone la esperanza, no como iluminación ambiental, ni como banda sonora optimista para seguir como si nada (eso sería admitir la positividad tóxica de sus libros de antaño como recurso), sino como una forma de rechazar el cierre. Para él, la esperanza es el hábito obstinado de mantener el futuro entreabierto cuando el miedo quiere sellarlo.
Si eso suena sospechosamente a autoayuda, él se adelanta a la confusión. El optimismo quiere control y resultados rápidos; la esperanza tolera el no saber. Acá viene el primer cuadro sinóptico en tu cabeza. El optimismo, la positividad tóxica, no admite frustración, ni espera, ni aceptación. El optimismo busca pruebas inmediatas y palpables; la esperanza cuida las condiciones en las que algún día podrían aparecer las pruebas. La distinción es tanto moral como metafísica: la esperanza pide participación, y comunidad. La esperanza es también para los otros.
Damos el presente, seguimos participando, lo intentamos sabiendo que muchas veces puede no tener sentido ni resultado. Nos preocupamos y ocupamos de las cosas no porque vayamos a recibir una recompensa, sino porque merecen nuestra atención. Porque vale la pena (qué frase que decimos sin pensar).

Una de las formas en que Han hace posible esa atención es volviendo al tiempo. Nuestra era, sugiere, ha confundido la velocidad con la vitalidad. Es fácil reconocer los síntomas: el calendario que se llena solo; las mil pestañas que permanecen abiertas y nos impiden encontrar la que buscamos; la compulsión de actualizar nuestra sensación del presente cada pocos segundos. Lo que se pierde en el apuro es la duración de los eventos en el tiempo, el lento desarrollo que da forma al significado. La esperanza depende de la duración. Necesita gestación, un tiempo que la pantalla no puede imitar.
Y así, el filósofo que una vez diseccionó nuestras compulsiones ahora aboga por los actos aparentemente simples que se resisten a ellas: la comida que se prolonga; la fiesta que se disfruta en el trabajo; la siesta cuya pequeña rendición confía en que el mundo seguirá girando sin nosotros. El descanso no es un lujo en este relato. Es una modesta rebelión contra una cultura que confunde la utilidad con el valor.
Nada de esto equivale a un programa, ni a un manual de procedimiento. Han tiene poco interés en los manifiestos o en las recetas. Lo que ofrece en su lugar es una ética de la atención, prácticas que evitan que la experiencia se diluya. Su trabajo sobre el ritual cobra una nueva importancia: la repetición, argumenta, no es enemiga del significado, sino su sustento. Cuando los rituales desaparecen, la pertenencia se debilita; el tiempo pierde su ritmo y se convierte en un presente único e ininterrumpido en el que todo es intercambiable. La esperanza, entonces, es en parte una coreografía, una forma de avanzar por los días para que tengan coherencia.
No perdimos a Han, nuestro filósofo apocalíptico preferido porque hable de la esperanza. Logra hablar de esperanza sin negar la catástrofe que tenemos frente a nuestros ojos. No hay en este libro casi nada de confianza y el futuro sigue siendo ese que en la mejor de las líneas de Los Redondos ya se nos había planteado: “El futuro llegó hace rato, Todo un palo, ¡ya lo ves!”. El futuro no es brillante, ni siquiera está prometido. Simplemente no ha terminado. Esa reserva resulta liberadora. La desesperación quiere certeza; la esperanza se contenta con evitar pensar que el futuro ya llegó y no hay nada que hacer al respecto.
Ese hilo se hace explícito en su último libro Sobre Dios, pensar con Simone Weil. El título sugiere una conversación a través del tiempo, y lo que sigue parece una profundización deliberada de las preocupaciones que animaban su anterior libro sobre la esperanza. Se para en el pensamiento de Weil y toma de ella la idea de atención, de vacío, de belleza, de sufrimiento y les da una vuelta de tuerca en la que por ejemplo el vacío no es un vacío que hay que llenar con estímulos, sino una forma de hospitalidad. Incluso el sufrimiento se reevalúa: no se idealiza, no se persigue, sino que se reconoce como uno de los pocos maestros lo suficientemente obstinados como para apartarnos de nuestras propias reflexiones.
En esto los que leemos a Eckhart Tolle como mantra encontramos similitudes en la aceptación del cuerpo del dolor. No es resignarse, es reconocerlo como único medio para sanar. El gesto no es sectario. Lo divino aquí es menos un objeto de creencia que un nombre para la trascendencia como tal, la realidad que excede nuestro alcance y, sin embargo, invita a nuestra atención. Es la misma apuesta que la esperanza, expresada en un tono más alto.

Esta inflexión espiritual no borra la política de Han. Al contrario, aclara la garganta. Si el miedo se alimenta de la aceleración, entonces reordenar el tiempo ya es un acto político. Tiene una frase concisa para ello: “las revoluciones que merecen la pena no toman palacios, toman calendarios”. Lo que quiere decir es que las transformaciones más duraderas comienzan con la forma: con la forma de nuestros días, el ritmo de nuestros contactos, la arquitectura de nuestro ocio. Cambia el horario y cambiarás el tema. El consejo suena engañoso y de sobrecito de azúcar, pero cualquiera que haya intentado vivir una vida más tranquila dentro de una cultura adicta a la urgencia sabe lo rebelde que puede ser esa domesticidad.
Pero a no malinterpretar los títulos de sus últimos dos libros. El filósofo del agotamiento no se ha convertido en un orador motivacional; sigue desconfiando de los evangelios que confunden la energía con el significado. Sin embargo, hay una nueva paciencia en las frases, una voluntad de respirar. Mientras que los primeros libros eran aforísticos, casi frágiles en su claridad, los recientes se demoran. Hacen una pausa. Se arriesgan con verbos pasados de moda: cuidar, mantener, esperar.
Si seguimos toda su obra vemos la evolución hacia el presente de su pensamiento y es un ejercicio de lectura que vale la pena de principio a fin: primero el agotamiento, la transparencia de las vidas privadas, la psicopolítica de una época que como en 1984 de Orwell llama a las cosas por su opuesto: empoderamiento a la restricción, autodisciplina como sumisión. Luego la desaparición de los rituales, lo cada vez más intangible de “lo real” (como Morfeo le dice a Neo en Matrix: “Bienvenido al desierto de lo real”), la anemia de las cosas digitales, las no-cosas. Por último, un conjunto de instrucciones —lo suficientemente pequeñas como para no desencadenar nuestra alergia a las instrucciones— que equivalen a una rehabilitación. No es exactamente una cura, sino más bien un paliativo para una cultura que ha olvidado cómo quedarse quieta.
La siesta como virtud cívica, la fiesta comunitaria, el jardín como espacio de cuidado paciente. No se trata de idealizar la lentitud ni de fingir que pueden desinstalar el siglo. Se trata de argumentar, de forma persuasiva, que ciertas formas de atención están en peligro de extinción y que, sin ellas, incluso las cosas rápidas comienzan a perder su sabor.

Han se ha convertido en algo así como un maestro del tiempo. Nos sigue empujando hacia ritmos en los que la esperanza puede respirar: el ritmo de una conversación que no termina con una transacción; el ritmo de una comunidad que sabe hacer una pausa; el ritmo de un yo que se resiste a ser definido en métricas. Y ahora, en compañía de Simone Weil, señala el nombre más antiguo para el espacio más allá de las métricas, el silencio en el que madura la atención. No tienes que llamar a ese silencio Dios. Solo tienes que protegerlo.
La paradoja es que esta protección puede parecer como el difícil trabajo de mantener una promesa. Puede parecer como el lento alivio de aprender que el descanso, bien entendido, no es un retiro del mundo, sino un voto de confianza en él. La esperanza, sugiere Han, no es la creencia de que las cosas saldrán bien. Es la negativa a abandonar lo que merece nuestro cuidado mientras esperamos a descubrirlo.
Y por eso vale la pena leer a Han. Para pensar qué de todo esto nos puede ayudar a desacelerar el tiempo, volverlo humano y, al hacerlo, recuperar cierto modo de estar en el mundo, en presencia de la vida, en esperanza de un futuro, en el saber esperar para lograr y saber que no siempre se logra y que el tiempo, maldita daga, se impone al ritmo que nosotros le impregnamos.
[Fotos: Reuters; EFE/ Herder Editorial / Isabela Gresser y archivo]
