La existencia está en nuestras manos

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De suyo, trazamos un límite infranqueable y cargado de sesgos entre el trabajo manual y el intelectual. No es así en todas las culturas. Durante los años que practiqué el zazén, el maestro Yoshihiko Uchiumi nos esperaba a las 6 de la tarde, cada sábado, con un trapo de piso cortado en cuatro pedazos. Luego, los discípulos nos pasábamos veinte minutos limpiando el parqué del dojo sin otro instrumento que esos trapos. Era a la vez una lección de humildad y un puente entre dos mundos que parecen estancos, pero que el zen y sus artes supieron enlazar con la perfección de la lluvia o del silencio. Era también una forma de hacernos entender que para la práctica lo único que importaba era la postura correcta, la respiración y el tenue rozarse de los pulgares de esas mismas manos que cinco minutos antes estaban ejecutando una tarea tan poco prestigiosa. Limpiar pisos, vaya. La gente se me quedaba mirando, como si esa labor fuera un abuso, cuando les contaba. Era al revés. Las manos que limpiaban un piso después ejecutaban los graciosos y leves trazos del shodō, la caligrafía japonesa. La puerta de mi estudio recibe al visitante con una frase compuesta por mi maestro, hace casi 40 años. Frente a mis ojos, escribió, con su caligrafía esmerada y de una sola vez, dos sílabas: “za zén”. Y me obsequió la página, hoy enmarcada.

A lo mejor, como con muchas otras maravillas, hemos naturalizado este prodigio que son nuestras manos, y entonces ni les prestamos atención. Vamos, ¿qué tienen de especial?

Aparte de que podemos oponer el pulgar y los otros cuatro dedos, algo exclusivo de nuestra especie, somos nuestras manos. Aparte de que podemos oponer el pulgar y los otros cuatro dedos, algo exclusivo de nuestra especie, somos nuestras manos. Con ellas ejecutamos sinfonías, acariciamos a un hijo, cortamos el cordón umbilical de un gatito recién nacido (así se hace, para facilitar la cicatrización; me lo enseñó una veterinaria, hace mucho), aplaudimos un logro, escribimos unas líneas que podrían ser las últimas o que son las primeras, y nos tapamos la cara al llorar, turbados. El cirujano diestro salvará una vida con sus manos y el artesano hará que parezca sencillo domesticar esa pieza de metal a la vez diminuta y díscola. Buena parte de nuestra comunicación es gestual, y además podemos hablar con las manos. O rezar y persignarnos. Para el que cocina o para el director de la orquesta son la suma insuperable de la exactitud y la concisión. Nos mandan a callar o nos dicen que no, nos señalan dónde o dónde no, nos piden que vayamos más rápido o al revés; todo, con las manos.

Pero hay más. Como no solo hacen sino que también perciben, y perciben con una precisión abrumadora, trabajar con nuestras manos –no importa en qué ni con cuánto talento– sella nuestra condición humana. Salvo por algunas destrezas bien conocidas, pero al mismo tiempo inmutables y hereditarias, ningún otro ser vivo, salvo nosotros, hace de la labor manual una meta en sí. Tal vez por eso cuando las manos se violentan nos degradan al ademán bestial del zarpazo, de la garra crispada. E incluso en esto, mal que nos pese, podemos ser odiosamente creativos. Viceversa, son las mismas manos que estrechamos con afecto.

Mi padre me enseñó a soldar circuitos, cuando era chico. Es un arte delicado y preciso, y por completo innecesario para un chico de 9 años. Pero entendí de este modo que usar las manos era una forma de existir. En nuestro laberinto, a los humanos nos da un montón de trabajo existir, lo mismo que ser felices. Solo somos felices cuando no estamos pensando en ser felices. Existimos cuando nos ponemos a podar una vid, tocar el piano o tejer una bufanda. No sé tejer, pero una vez me enseñaron los rudimentos, y descubrí algo que me asombró. No había ninguna diferencia fundamental entre tejer con lana o con palabras, dejando de lado la dimensión semántica, que es más mental. Por eso, supongo, la palabra texto en español (y en varios otros idiomas) proviene del verbo latino texo, cuyo supino es textum, y que significaba tejer.

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