La fastuosa boda de María Antonieta y Luis XIV: 6000 invitados, un mal presagio y la consumación del matrimonio 7 años más tarde

admin

Retrato de María Antonieta

A 255 años de la boda de María Antonieta con el delfín de Francia, el recuerdo de aquella fastuosa ceremonia quedó marcada para los más supersticiosos por los malos designios. En el momento de la firma del contrato matrimonial se le corre tinta de la fuente a María Antonieta y deja un borrón sobre el papel. Algunos cortesanos lo atribuyeron al temblor de la mano. Otros, hablaron de un mal augurio, un símbolo de lo que vendría después: los silencios, la humillación, los rumores y por último, la guillotina.

Aquel 16 de mayo de 1770, la boda aseguraba la unión de dos dinastías que habían estado enfrentadas. Todo prometía prosperidad.

Una adolescente enviada a cambiar la historia

Tenía catorce años. Viajaba en medio centenar de carruajes acompañada por 130 miembros de su séquito. María Antonieta, hija menor de la emperatriz María Teresa de Austria, cruzaba el Rin rumbo a Francia para convertirse en delfina. En la isla de Épis, frente a Estrasburgo, se alzó un pabellón de madera. Allí la obligaron a despojarse de todo: su ropa, sus libros, sus damas, hasta su idioma.

—Desde ahora no entiendo otro idioma que no sea la lengua francesa —le respondió con cortesía al alcalde de Estrasburgo que había osado saludarla en alemán.

Atrás quedaban Viena y su infancia entre los lujos de la corte imperial. Ahora comenzaba su profunda transformación. Al salir del pabellón, ya no era archiduquesa. Era delfina de Francia.

Él, rústico y ella, una princesa de pies a cabeza

Luis, el delfín, tenía dos años más que ella. La educación católica, conservadora y solitaria que le dieron sus tías lo había vuelto introspectivo, algo torpe y absolutamente ajeno al libertinaje cortesano.

—Tan rústico como si hubiera crecido en el bosque —escribió en 1767 un embajador veneciano.

Retrato de Luis XIV de Francia, con armadura, obra de Hyacinthe Rigaud, exhibido en el Museo del Prado de Madrid

En cambio ella, alegre y encantadora, aprendía rápido lo que la corte francesa exigía. Sabía tocar el arpa, dominaba el italiano y había recibido un año de clases exprés en Viena para refinar su postura, pronunciación y modales.

El embajador de Francia escribió a Luis XV: “Es una princesa de los pies a la cabeza”.

Maria Antonieta se unió en matrimonio con Luis XIV a los 14 años

La gran boda en Versalles

Era 16 de mayo de 1770. La capilla real de Versalles, elevada sobre un escenario de mármol y luz dorada, se había transformado en el centro simbólico del nuevo siglo. Entre terciopelos, encajes, sedas bordadas con oro y un aroma embriagador a flores frescas, María Antonieta y el delfín de Francia sellaban la unión que pondría fin a tres siglos de enemistad entre los Habsburgo y los Borbones. La tensión diplomática se convertía en alianza. El escenario era perfecto.

La ceremonia fue magnífica. Se ofició en la capilla del palacio de Versalles ante seis mil invitados: nobles, diplomáticos, clérigos y cortesanos, todos vestidos con sus galas más ostentosas, agolpados en la Galería de los Espejos, desde donde pudieron observar el desfile regio de los novios rumbo al altar. En el centro de esa escena se erguía la joven austríaca, vestida como se esperaba de una futura reina de Francia.

María Antonieta con sombrero con plumas, telas lujosas, puntillas y moños

El traje de novia de María Antonieta desafiaba el equilibrio. Se trataba de un vestido al estilo francés: voluminoso, barroco, tejido con hilos de oro, bordado con diamantes y piedras preciosas, cubierto con un manto de armiño, símbolo de virginidad. Tuvo que ser ayudada por sus damas para llegar al altar. No podía dar un paso sola. En sus manos brillaban las joyas de su nueva estirpe: un collar de perlas de Ana de Austria, una parure de diamantes de María Josefa de Sajonia, un abanico con incrustaciones de diamantes y broches esmaltados con una “M” y una “A” entrelazadas.

El delfín, de dieciséis años, la esperaba vestido con el hábito de la Orden del Espíritu Santo, cubierto también de oro y diamantes. La misa fue oficiada por el arzobispo de Reims. Se intercambiaron las arras de oro —trece monedas como promesa de prosperidad— y finalmente se firmó el acta. Fue entonces que ocurrió el gesto que muchos recordaron como funesto: al escribir su nombre completo, “Marie Antoinette Josepha Jeanne”, la tinta se corrió. Un borrón manchó el papel. No faltaron quienes creyeron ver ahí su trágico destino.

El banquete fue descomunal. Más de cuarenta platos desfilaron por las mesas, desde platos de caza hasta postres elaborados en azúcar tallada. Los jardines se encendieron con antorchas. Se abrieron los salones de juego y la Galería de los Espejos se transformó en un casino, donde María Antonieta descubrió su pasatiempo favorito: el lansquenet, un juego de naipes. En sus ojos brillaba la curiosidad de una niña. Tenía apenas catorce años, pero la corte ya hablaba de ella como una mujer con poder. Incluso el propio Luis XV quedó cautivado por su elegancia y simpatía.

Escena de María Antonieta, de la película de Sofía Coppola dedicado a la última reina de Francia

El día debía culminar con un espectáculo de fuegos artificiales en los jardines del palacio. Pero la tormenta llegó sin anunciarse. Una tormenta violenta y repentina arrasó con las estructuras, apagó antorchas, suspendió el espectáculo. París esperaba con ansias ese broche de oro, pero solo recibió oscuridad y lluvia.

Una noche sin noticias

La noche nupcial fue una ceremonia en sí misma. La corte entera acompañó a la pareja hasta el dormitorio. El arzobispo bendijo el lecho. El rey Luis XV le entregó la camisa de dormir a su nieto. La duquesa de Chartres hizo lo mismo con la delfina. Se cerraron las cortinas del baldaquino. Silencio.

A la mañana siguiente, el delfín escribió en su diario una sola palabra: “Nada”.

La noticia corrió como pólvora por Versalles, cruzó París, llegó a Viena.

“Tené paciencia”, le escribió su madre.

Durante largos siete años no hubo consumación. Se sospechaba de la timidez, de la falta de deseo, de la inexperiencia. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero toda Europa lo comentaba.

El 30 de mayo, dos semanas después de la boda, se celebró en París una fiesta pública de cierre, con fuegos artificiales organizados en la plaza de la Concordia, entonces llamada plaza Luis XV. Miles acudieron al lugar. Familias, trabajadores, vendedores, mujeres con niños en brazos. La multitud esperaba un espectáculo majestuoso, pero algo falló. Un estallido extemporáneo provocó una estampida. Las maderas ardieron. Murieron al menos 130 personas, aunque algunas fuentes contabilizaron más. Cuerpos quemados, pisoteados, desaparecidos entre el humo.

La celebración de la nueva reina terminó ensombrecida por las vidas que se cobró la tragedia.

Aquel incidente, minimizado por la corte, fue el primer síntoma del abismo que crecía entre la opulencia de Versalles y el pueblo llano. Y aunque María Antonieta no tuvo ninguna responsabilidad directa, su nombre ya estaba ligado a un festejo manchado de sangre.

Frivolidad y juegos en el jardín

Durante años, lo que no ocurrió en la alcoba nupcial se compensó con una vida cortesana poblada de distracciones. María Antonieta, sin hijos ni funciones políticas, encontró en la rutina palaciega de Versalles una válvula de escape. A falta de intimidad con su esposo, cultivó un círculo de amistades cercanas y convirtió los espacios de la corte en escenarios de diversión.

La joven delfina se entregó a los juegos, a la música y a las excentricidades de la moda. Pasaba horas construyendo su tocado, un entramado complejo y voluminoso. Tan exagerado, que su propio hermano José, emperador de Austria, lo criticó sin diplomacia:

“Demasiado ligero para sostener una corona”, sentenció.

La directora de cine Sofia Coppola recreó a María Antonieta y sus extravagancias

Los días transcurrían entre la práctica del arpa, su instrumento predilecto, y largas sesiones de juegos con sus damas, sus cuñados y sus amigos íntimos. El conde de Artois, hermano del delfín, se volvió un compañero inseparable. Cada día le organizaba nuevas actividades: mascaradas, conciertos, bailes o cualquier forma de entretenimiento que hiciera olvidar la tensión que crecía en torno a su imagen.

La Galería de los Espejos, donde había dado el “sí” ceremonial, fue reconvertida en casino. Fue allí donde María Antonieta descubrió el lansquenet, un juego de cartas que se volvería su predilecto. Lo aprendió durante el banquete nupcial y desde entonces fue parte habitual de sus tardes. No era la única que participaba. Se formó a su alrededor una pequeña camarilla que, aprovechando su gusto por la diversión, supo ganarse su favor y posición, aun a costa de socavar su figura pública.

Un trabajador instala una silla en el Salón de los Espejos (Galerie des Glaces) en el Château de Versailles (Palacio de Versalles), en 2020 (REUTERS/Gonzalo Fuentes)

Sin haber consumado aún su matrimonio, pero con la corte girando a su alrededor, la futura reina era vista como un símbolo de renovación. Sin embargo, el tiempo empezó a jugar en su contra. No llegaban los hijos, el trono aún no era suyo, y mientras tanto, su imagen comenzaba a precipitarse por su frivolidad, derroche y vida demasiado festiva.

El fin de Luis XV y el miedo al poder

Aunque en vida lo llamaron le Bien-Aimé, “el Amado”, el rey Luis XV llegó a su fin en soledad.

Todo comenzó el 26 de abril de 1774, cuando el monarca visitó el Petit Trianon acompañado por madame Du Barry, su última amante. Al día siguiente, despertó con dolores, pero, obstinado, insistió en salir a cazar. Esa noche, sintiéndose mal, se acostó sin cenar. A la mañana siguiente su estado empeoró.

Aquel hombre de 64 años, tras 59 de reinado, fue trasladado a Versalles con un pretexto:—Versalles es el lugar para estar enfermo —ordenó.

Lo instalaron en su dormitorio, pero no en la cama real, sino en una cama de campaña, rodeado de una multitud de médicos y especialistas que debatían sobre diagnósticos y tratamientos mientras el tiempo se deslizaba por las baldosas del palacio.

El rey tenía viruela, la enfermedad infecciosa que había diezmado generaciones. No la había contraído antes, y por eso no tenía defensas. La familia real fue mantenida a distancia. Algunos cortesanos, paradójicamente, se tranquilizaron al oír el diagnóstico: al fin y al cabo, la viruela era conocida. Muchos confiaban en que sobreviviría. Pero no todos.

El 1 de mayo su estado parecía estable. Le extraían pus del cuerpo y de la cara, y hubo cierta mejora. Pero no duró. El 8 de mayo, la enfermedad entró en fase decisiva. La fiebre volvió con más fuerza. El pulso se aceleró. El rey deliraba. Las pústulas, primero blandas, comenzaron a secarse. Su rostro ennegreció. Los granos secos y las costras se expandieron por la garganta, le impidieron tragar. Ya no se podía hablar de recuperación.

El 9 de mayo, al comprobar el agravamiento, se llamó al confesor y al limosnero real. Le administraron la extremaunción. Se le ofreció un remedio definitivo, pero sin esperanza.

El 10 de mayo por la mañana, Luis XV estaba inmóvil. Aún estaba consciente. A las 11 entró en agonía, y a las 3:15 de la tarde, murió. En su habitación, solo quedaba el hedor de la viruela y el silencio de los que no se atrevieron a acercarse.

Al confirmarse su muerte, los cortesanos irrumpieron en la Galería de los Espejos gritando “¡Viva el Rey!”. El protocolo dictaba la rapidez. Sin duelo. Sin espera. El poder debía continuar.

Luis XVI, ahora rey, estaba en sus aposentos de la planta baja junto a María Antonieta. Al recibir la noticia, se abrazaron, se arrodillaron, y dijeron en voz baja:

Dios mío, guíanos y protégenos; somos demasiado jóvenes para ascender al trono.

Tenían 20 y 19 años.

Ese momento marcó el inicio del último reinado de Versalles.

La llegada de los herederos

La correspondencia con su madre es reveladora. La emperatriz María Teresa, que seguía cada paso desde Viena, percibía el vacío de poder en que su hija flotaba. Le advertía con insistencia, aunque sin escándalo. En esas cartas se intuía que, pese a todo, entre María Antonieta y su esposo existía una simpatía, una afinidad, pero sin consumación.

—Será necesario azotarle como se hace con los asnos —escribiría sobre el rey, al enterarse de los problemas sexuales de la pareja.

José viajó a París en 1777. Habló con su cuñado. Médicos intervinieron. En julio, María Antonieta escribió:

—Desde hace ocho días mi matrimonio ha sido perfectamente consumado.

En diciembre de 1778 nació María Teresa, su primera hija. Luego vendrían Luis José, Luis Carlos y Sofía. La alianza franco-austríaca se había asegurado su continuidad.

María Antonieta y sus hijos en 1787

Pero ya era tarde. La corte había formado su opinión. Y el pueblo también.

Los rumores sobre los excesos de María Antonieta, su falta de decoro, su despilfarro mientras el pueblo pasaba hambre, comenzaron a crecer como una marea que, pocos años más tarde, no tendría retorno. Se había ganado la antipatía del pueblo y varios motes como Madame Déficit y la “perra austríaca”.

Algunos creen que su actitud ayudó a agitar la Revolución Francesa. Otros historiadores tienen una mirada más benévola sobre su figura. Lo cierto es que tras la ejecución del rey, su final, a los 37 años, fue desgarrador. No le permitieron despedirse de sus pequeños hijos encarcelados antes de colocar su cuello en la guillotina. Su hijo mayor había muerto de tuberculosis a los 7 años y la menor no había superado el año de vida. Luis Carlos murió encarcelado a los 10 años y la única que sobrevivió y llegó a la edad adulta fue María Teresa.

Deja un comentario

Next Post

Doce sospechosos detenidos por el asesinato de un diputado del Parlamento de Kenia

Nairobi, 14 may (EFE).- La Policía keniana informó este miércoles de la detención de un nuevo sospechoso del asesinato a tiros de diputado de la Asamblea Nacional de Kenia (Cámara Baja del Parlamento) Charles Ong’ondo Were el pasado 30 de abril en Nairobi, lo que eleva doce el número de […]

NOTICIAS RELACIONADAS

error: Content is protected !!