Willy Wonka, el excéntrico empresario de Charlie y la Fábrica de Chocolate, está en su despacho, rodeado de frascos y extrañas máquinas. Le confiesa a Charlie su preocupación: no logra dar con la receta para un nuevo tipo de chocolate. Su frustración no proviene de la falta de ingredientes, sino de la ausencia de una idea original, de esa fórmula mágica que le permita seguir dominando el mercado. Busca la “receta perfecta” como si fuera una ecuación matemática para el éxito, pero la inspiración no llega.
Remy, el ratón protagonista de Ratatouille, es en cambio, un genio intuitivo. Su talento nace de la experimentación y de una sensibilidad especial para conectar sabores. En una de las escenas más recordadas, mientras sus hermanos roban comida sin pensar, Remy se detiene en la cocina de una anciana, cierra los ojos y el mundo se transforma: aparecen colores vibrantes, sonidos abstractos y formas geométricas que representan la sinfonía sensorial de los ingredientes. Al combinar un trozo de queso con un champiñón, crea un estallido de sabor incomprensible para los demás, demostrando que su arte trasciende lo previsible.
El contraste entre la pasión artesanal de Remy y la perfección mecánica de Wonka se ha visto sacudido por la llegada de la revolución digital. La cocina, un territorio de tradición, secretos familiares y rituales transmitidos de generación en generación, hoy es atravesada por la inteligencia artificial (IA) y la ciencia de datos. Y con ellas surge una pregunta inquietante: ¿qué significa realmente crear un plato en la era de los algoritmos?
Durante siglos, el conocimiento culinario se transmitió en cuadernos y notas de las abuelas, manchados de harina, con anotaciones al margen y fórmulas imperfectas perfeccionadas a fuerza de memoria y práctica. Cocinar era un ritual de deliberación: abrir el libro de recetas, debatir qué preparar, improvisar sobre la marcha. Se trata de un ejercicio profundamente humano, un equilibrio entre la técnica y la intuición, entre el hambre del cuerpo y el alimento del alma.
Hoy, la IA generativa promete atajos. Con un clic, podemos pedirle a un asistente virtual que sugiera un plato, complete la lista de compras y entregue la receta lista para ejecutar. El ritual se convierte en eficiencia. Este objetivo práctico, sin embargo, oculta una tensión más profunda: ¿cómo se transforma la creatividad cuando el algoritmo reemplaza a la duda, la espera y la inspiración?
Volviendo al terreno de la ficción, podríamos imaginar cómo cambiarían Remy y Wonka con las nuevas tecnologías. El primero la usaría como una aliada para validar sus intuiciones, encontrando conexiones químicas insospechadas entre sabores. El segundo la necesitaría como motor incansable, capaz de calcular millones de combinaciones en segundos, acelerando su búsqueda de la fórmula infalible. Pero la tecnología sería un instrumento de descubrimiento, nunca un sustituto del genio. Las máquinas proveen las herramientas; la pasión sigue siendo humana.
Mapeando el sabor: el secreto en tres partes
En la era de los datos, la cocina puede pensarse como un laboratorio de redes. Un modelo especialmente revelador es la llamada red multipartita, que permite visualizar las conexiones invisibles entre nuestros platos favoritos. Imaginemos un plato como una constelación de sabores. Para estudiarlo, los científicos construyen un mapa digital que lo descompone en tres niveles:
- Recetas, que son nodos (conexiones) que representan el plato completo, como un “Pollo a la Marsala”.
- Ingredientes, que conectan los elementos básicos de cada preparación: pollo, manteca, salvia.
- Compuestos de sabor, que revelan las moléculas químicas responsables del aroma y del gusto, como los cítricos o la vainillina.
En este mapa, una receta se conecta con sus ingredientes y cada ingrediente con sus compuestos químicos. La hipótesis central es la de la armonía de sabores: los ingredientes que comparten compuestos tienden a combinarse bien. Así, un maridaje extravagante, como el chocolate blanco con el caviar, cobra sentido: ambos contienen trimetilamina, una molécula volátil que actúa como un puente de sabor entre ambos. Lo que para el paladar parece azaroso, en el laboratorio se vuelve lógica.
Estas redes también permiten descubrir combinaciones inusuales que funcionan, como el chocolate con cordero, y explicar los contrastes culturales: mientras la cocina occidental explora la familiaridad molecular, muchas cocinas asiáticas buscan la complementariedad, creando experiencias más complejas y sorprendentes. Con esa información en la mano, un chef de alta cocina podría diseñar platos híbridos que crucen fronteras culturales y logren combinaciones que antes solo se alcanzaban tras muchos años de ensayo y error.
Entre la alquimia y la intuición
El interés por dar un fundamento científico a la alta cocina no es nuevo. Chefs como Ferran Adrià o Heston Blumenthal hicieron célebre la gastronomía molecular, y manuales como Fenaroli’s Handbook of Flavor Ingredients circulan desde 1971. Lo novedoso es que la ciencia de redes y la IA llevan ese esfuerzo un paso más allá: permiten analizar no solo moléculas aisladas, sino todo un universo de conexiones posibles, democratizando el saber del sabor.
Pero, ¿qué ocurre con la magia de nuestras sensaciones? El olfato y el gusto son experiencias íntimas, difíciles de traducir en números. Es posible que la tecnología jamás logre resolverlas o entenderlas, pero no es obvio que debamos confiar en ellas irremediablemente. Eso es lo que muestra el libro El perfume, la novela de Patrick Süskind. El protagonista Jean-Baptiste Grenouille, dotado de un olfato prodigioso, persigue con desesperación la esencia perfecta, un aroma capaz de doblegar la voluntad humana. En la película, el perfume aparece como un lenguaje secreto, una fórmula invisible que roza lo matemático.
Así como Grenouille busca el acorde olfativo absoluto, los chefs contemporáneos exploran combinaciones moleculares para dar con sabores inéditos. La diferencia está en el propósito: Grenouille aspira al control total, mientras que la gastronomía actual persigue la emoción, la sorpresa y el recuerdo. Tanto el perfume como la cocina comparten raíces alquímicas: ambos transforman lo efímero en memoria perdurable.
El futuro de la cocina no será dictado por algoritmos, sino potenciado por ellos. La IA y la ciencia de datos se convertirán en ingredientes más de la despensa, capaces de ampliar las fronteras de lo posible. Pero el salto creativo final —ese instante en que una buena combinación se convierte en obra maestra— seguirá dependiendo de la intuición y del “olfato” humano. La magia de la cocina no se pierde en la era digital. Al contrario: se eleva.
La autora es investigadora en el IIEP-UBA-Conicet y del CSNetlab (Complex Systems and Network Laboratory)