Desde que en aquella entrega de los Martín Fierro de 2013 Jorge Lanata hablara de “la grieta”, el término para describir las diferencias y desencuentros políticos en una Argentina ruidosa se ha vuelto una herramienta bastante cómoda, que en general suele ocultar dos situaciones necesitamos analizar. La primera, que probablemente no haya “dos lados” equivalentes (lo que genera una falta de ecuanimidad importante a la hora del análisis). La segunda, que es probable que haya muchas menos discusiones que ruido. Por otro lado, acusar de nuestros males a “La Grieta”, una entidad abstracta que tiene tanta materia como Bugs Bunny o el monstruo del Lago Ness (es probable, de todos modos, que estos últimos tengan más) es más fácil que establecer responsabilidades que puedan derivar en corrección de errores. Sin embargo, un par de acontecimientos de las últimas semanas sirve para preguntarnos si de verdad hay una verdadera “grieta”, por lo menos en el campo audiovisual argentino. O si, en realidad, hay unos pocos nombres a los que se les pregunta de ciertas cosas no relacionadas con su métier y cuyas respuestas se amplifican como la única noticia posible.
Dos hechos de los últimos meses permiten ver esto con mucha mayor claridad. El primero, la detención de Cristina Fernández de Kirchner tras quedar firme su condena en la causa Vialidad. El segundo, el estreno de Homo Argentum. En el primer caso, la Asociación Argentina de Actores y Actrices convocó a una movilización el 18 de junio pasado; un día antes, el mismo día en que se oficializó la condena, había habido un acto en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA convocado por la ex decana de la Universidad de La Plata, Florencia Saintout, donde se mostraron algunos actores, entre ellos Pablo Echarri, Dady Brieva, Rita Cortese y otros, que luego se trasladaron espontáneamente hasta Humberto Primo y San José, donde la ex mandataria cumple su condena. Por supuesto que no son todos los actores de la Argentina, ni todos los conocidos de manera masiva. Aunque este caso tiene su cuota de absurdo toda vez que un proceso largo y minucioso, con todas las garantías, demostró la culpabilidad de la dirigente. Incluso así es un derecho opinar y manifestarse. Puede criticarse que un sindicato, que representa a personas no necesariamente encuadradas en el partido al que apoya su dirigencia, puede utilizar todo su aparato de esta manera. Es otra discusión (aunque tomemos partido: no, no debería).
En el segundo, el protagonista del film, Guillermo Francella, días antes, dijo en una entrevista en el canal de streaming Olga, que “hay un cine que es muy premiado pero le da la espalda al público, ese cine no me gusta”. Aclaró además que era su criterio propio, una posición con la que se puede o no estar de acuerdo pero, en última instancia, sólo representa su gusto. El ataque fue feroz y, por transitividad, también lo fue a la película, especialmente por quienes aún no la habían visto, y fue extensivo a los realizadores Mariano Cohn y Gastón Duprat, que siempre fueron críticos del kirchnerismo. La virulencia fue absurda, y tuvo algunas respuestas a Francella del propio gremio de actores (especialmente de Pablo Echarri) pero, pasado el tiempo, resultó no más un estallido que, dicho sea de paso, contribuyó al éxito comercial del film. Lo que derivó en una absurda discusión sobre si el INCAA debe o no apoyar la actividad cinematográfica cuando lo puede hacer un privado. Nada que ver con la película en sí o con Francella.
Aquí es donde es necesario desarmar las noticias. Es cierto que una parte importante y visible de quienes se dedican en la Argentina a las actividades artísticas -en especial el espectáculo- apoyaron el kirchnerismo o, si no lo hicieron, coincidieron y así lo hicieron saber con muchos de sus postulados ideológicos. No poco tiene que ver el hecho de que gran parte de esa actividad es despreciada -por el riesgo, por la falta de visión a largo plazo- por el capital privado, que en última instancia sólo apuesta por lo seguro, y requiere apoyo estatal. Pero si se ve el mapa, se comprenderá que este tipo de reacciones y discursos por parte de la comunidad artística es global, que estos discursos, aquí utilizados por el kirchnerismo, son los mismos en Francia, España o los Estados Unidos. Es decir, responden a un clima de época que es evidentemente transnacional.
Por otro lado, no todo el mundo piensa igual o está “encuadrado” detrás de un partido político. Cohn y Duprat no son los únicos realizadores (ni mucho menos) que han criticado abiertamente al kirchnerismo: Juan José Campanella, por ejemplo -y es uno de los de mayor éxito en nuestro medio, además de ganador de un Oscar- es uno de los más importantes. Otros no hablan del asunto y se dedican exclusivamente a su cine, como el caso de Damián Szifrón. O matizan sus opiniones hablando exclusivamente de la industria como Adrián Suar, que conoce el paño desde la actuación, la producción y la dirección. En cuanto a los actores, Francella ha sido crítico sin hacer nombres, Ricardo Darín ha tenido una polémica pública con Cristina Fernández, y Oscar Martínez y Luis Brandoni -el último, además, gran luchador por los derechos humanos a cara descubierta en los momentos más peligrosos de la última dictadura- tienen una postura pública y frontal de oposición al kirchnerismo.
Dicho todo esto, el campo es en realidad mucho más relativo. Relatos salvajes, la película argentina más vista históricamente, tiene en su elenco a Darío Grandinetti -que ha militado por los Kirchner- y a Oscar Martínez. Martínez, de paso, comparte protagónico con Dady Brieva en El ciudadano ilustre de Cohn y Duprat. Diego Peretti, “de un lado de la grieta”, es el coprotagonista del último film argentino en superar los dos millones de espectadores, El robo del siglo, junto con Francella. Y Francella ha trabajado años y hecho dupla brillante con Florencia Peña, como Peretti con Martín Seefeld en Los Simuladores, actor que tiene una notoria amistad con Mauricio Macri. Dicho de otro modo: cuando se trata de encontrar profesionales para generar un espectáculo de calidad, nadie pide carnet de afiliado ni revisa con lupa las declaraciones de los demás.
Lo que no termina de diferenciarse, y esto tiene mucho más que ver con los medios de comunicación que con las personas que, además, son actrices, actores, realizadores o creadores en general, es que sus opiniones -salvo en lo que refiere a su propia actividad- son igualmente relevantes que las de cualquier ciudadano. Y que sus acciones públicas sólo en algunos casos provocan el fracaso de un producto. Es quizás más visible en los Estados Unidos, donde una estrella que cae en desgracia es cancelada, pero esa caída casi siempre está relacionada con delitos, abusos o mal comportamiento público y notorio. Los números del cine argentino y de los ratings televisivos de la última década y media demuestran de modo fehaciente que las posiciones políticas de estos ciudadanos no han modificado -ni para bien, ni para mal- el éxito de ningún producto.
Por otra parte, el lector verá que se cita solo un puñado de nombres, la punta de un iceberg integrado por miles de otros intérpretes y creadores cuyas posturas políticas son desconocidas. O se vuelven conocidas sólo cuando la prensa se dedica a preguntar. Aquí existe un malentendido que se basa en que una persona “famosa” tiene un poder de convencimiento o una autoridad mayor que otra que no lo es. Es un caso especial de la falacia del diploma: alguien con título de médico puede opinar con autoridad sobre Medicina, pero nada garantiza que tenga la misma autoridad para opinar sobre fútbol, política o el tránsito de Mercurio por casa 12. La falacia de autoridad hace mucho daño y genera un cúmulo de información cuya veracidad resulta a veces incomprobable. Lo que deriva en otra falacia, aquella que reza que no hay hechos sino interpretaciones.
El núcleo principal respecto de la “grieta del espectáculo” (que puede trasladarse a cualquier ámbito, como es claro) surge de considerar que cuanto más conocida sea la persona que habla, más “ruido” habrá de generar. Y en un momento en el rating cae, la manera de sostener una parte del negocio es atraer al ciudadano al ruido en lugar de informarlo. De allí que “la grieta” se haya transformado en una especie de espectáculo, de lucha libre de discursos cruzados muchas veces basado en la falta de información y de reflexión sobre hechos comprobables. Lo importante es “mirá lo que dijo Echarri o lo que dijo Francella”, en lugar de los datos precisos que pueden confirmar o desmentir lo que Echarri o Francella han dicho. Se genera un suspenso o una idea de que ambos, de encontrarse en un evento, se agarrarían a trompadas (lo más probable es que se saluden amablemente, o en última instancia se ignoren). Y el ruido es el combustible para la indignación, y genera interacciones.
En todo caso, las diferencias políticas o partidarias entre los famosos son proporcionalmente las mismas que en la cola de la verdulería (donde también puede haber famosos). E igualmente relevantes. Hay, además, discusiones que sí tiene el campo del espectáculo y sí son relevantes que no pasan por los medios, como el grado de ayuda o intervención estatal en el desarrollo de las industrias culturales. Era común escuchar desde hace mucho más de una década que el INCAA -hablemos de lo que conocemos- requería cambios, que funcionaba mal, que el esquema existente no servía, que había (utilicemos un elegante eufemismo) gastos operativos absurdos, que las exigencias sindicales en los rodajes a veces eran máquinas de impedir. No suele recordarse que los últimos subsidios del ciclo Fernández-Massa-Fernández no llegaban a cubrir el 10% de una producción media nacional. O que, desde hace mucho tiempo, el subsidio del Instituto para un producto masivo de alta calidad técnica no alcanzaba más que para algunos salarios, hechos que todo el ambiente conoce pero sobre lo que no se suele hablar. Porque hacerlo implicaría -otra desventaja de utilizar “la grieta”- la necesidad de bajar el ruido y dejar de lado las posiciones personales que se utilizan muchas veces como escudo (o, en ciertos campos, verse relegado al ostracismo).
Lo que sucede realmente es que, en términos operativos, bajo la capa de ruido discursivo, la grieta no existe. La calidad de un director, una actriz, un técnico de sonido, una productora ejecutiva, un producto no tiene nada que ver con lo que esas personas voten o lo que decidan apoyar, equivocados o no. Y en realidad, salvo a las minorías intensas de Internet (otra vez, subrayamos tanto “minorías” como “intensas”) al público le importa poco. Sólo quiere recibir, por lo que paga de entrada o de abono, aquellas emociones que fue a buscar plasmadas con honestidad y profesionalismo. Lo demás carece de importancia.