El nombre de Hammurabi evoca la imagen de un monarca que forjó un imperio en la antigua Mesopotamia y sentó las bases de la justicia con el célebre principio del “ojo por ojo, diente por diente”. Su legado, plasmado en el primer código legal exhaustivo de la historia, continúa influyendo en la concepción moderna del derecho, según destaca World History Encyclopedia. Gobernante, legislador y estratega, Hammurabi transformó el destino de Babilonia y dejó una huella indeleble en la tradición jurídica mundial.
Conocido también como Ammurapi o Khammurabi, ascendió al trono de Babilonia en 1792 a.C., tras la abdicación de su padre Sin-Muballit. En ese momento, Babilonia era un pequeño reino amorreo que abarcaba unas pocas ciudades, como Kish, Sippar y Borsippa, y no podía rivalizar con potencias regionales como Larsa. Los amorreos, pueblo nómada originario de la región de Eber Nari (actual Siria), habían establecido su dominio en Babilonia a finales del tercer milenio a.C. Sin-Muballit, quien reinó entre 1812 y 1793 a.C., impulsó obras públicas y fortaleció la administración, pero no logró expandir el territorio ni resistir la presión de Larsa, gobernada por Rim Sin I. Tras una derrota militar, Sin-Muballit cedió el trono a su hijo, quien pronto sería considerado un rival temido, según World History Encyclopedia.
El ascenso de Hammurabi marcó el inicio de una etapa de consolidación y expansión territorial sin precedentes. De acuerdo con el historiador Will Durant, citado por World History Encyclopedia, Hammurabi fue “un joven lleno de pasión y genio, un torbellino en la batalla que aplasta a los rebeldes, descuartiza a sus enemigos, recorre las montañas inaccesibles y nunca pierde una batalla”.
En los primeros años de su reinado, el monarca se concentró en fortalecer la administración interna y continuar los proyectos de construcción iniciados por su padre, como la ampliación de murallas y la mejora de infraestructuras urbanas. Entre sus primeras medidas, promulgó una amnistía de deudas y renovó templos, especialmente el de Marduk, lo que le granjeó el apoyo popular.
La estrategia de Hammurabi combinó diplomacia y fuerza militar. El estudioso Stephen Bertman lo describe como “un buen administrador, un diplomático hábil y sagaz imperialista, paciente a la hora de lograr sus objetivos”. Tras consolidar su poder interno, Hammurabi emprendió campañas militares que, en apenas cinco años, le permitieron expandir su territorio hacia el sur y el este. Cuando los elamitas invadieron desde el este, se alió temporalmente con Larsa para expulsarlos. Una vez eliminada la amenaza, rompió la alianza y conquistó ciudades clave como Uruk e Isin, con el respaldo de otras ciudades-estado, entre ellas Nippur y Lagash. Su táctica preferida consistía en controlar el suministro de agua de las ciudades enemigas para forzar su rendición o, en ocasiones, inundarlas antes del asalto.
La caída de Larsa supuso el fin de la resistencia en el sur de Mesopotamia. Posteriormente, Hammurabi dirigió su atención hacia el norte y el oeste. Mari, gobernada por Zimri-Lim, era tradicionalmente aliada y un importante centro comercial. Sin embargo, en 1761 a.C., rompió la alianza y destruyó Mari, una decisión que los expertos aún debaten, aunque la competencia comercial y el control de recursos aparecen como motivos principales. Tras la desaparición de Zimri-Lim, el monarca extendió su dominio sobre Ashur y Eshnunna, y hacia 1755 a.C. controlaba la totalidad de Mesopotamia.
A pesar de su reputación como guerrero implacable, Hammurabi se distinguió por su preocupación por el bienestar de sus súbditos. Recibió el título de bani matim, “constructor de la tierra”, en reconocimiento a la cantidad de proyectos arquitectónicos y de irrigación que impulsó.
Documentos de la época, como cartas y directivas administrativas, evidencian su interés en mejorar la vida de la población, desde la distribución de alimentos hasta la edificación de templos y canales. El prólogo de su célebre código legal recoge su visión de justicia: “Anu y Bel me llamaron, Hammurabi, el príncipe exaltado, el adorador de los dioses, para que hiciera que la justicia prevaleciera en el país, para destruir a los malvados, para evitar que los fuertes oprimieran a los débiles, para iluminar la tierra y para mejorar el bienestar del pueblo”.
La ley del Talión, el famoso “ojo por ojo, diente por diente”
El mayor legado de Hammurabi reside en su código legal, promulgado hacia 1772 a.C. Aunque no fue el primer código de la historia —el de Ur-Nammu lo precedió—, sí fue el más claro y exhaustivo, y sirvió de modelo para sistemas legales posteriores, incluida la ley mosaica. Según el historiador Kriwaczek, citado por World History Encyclopedia, las leyes de Hammurabi respondieron a la complejidad de una sociedad pluriétnica y multitribal, donde las disputas podían escalar en ausencia de normas claras. A diferencia de los códigos anteriores, que asumían un consenso sobre la voluntad de los dioses, Hammurabi buscó evitar venganzas y luchas de clanes mediante la codificación precisa de delitos y castigos.
El principio rector del código fue la ley del Talión, el famoso “ojo por ojo, diente por diente”, que establecía una correspondencia exacta entre el crimen y la pena. Entre los ejemplos más ilustrativos figuran: “Si un hombre le sacare el ojo a otro, entonces se le sacará el ojo a él”, o “Si un constructor construyere una casa, y no lo hiciere adecuadamente, y la casa que construyó se cayera y matara al dueño, entonces se sacrificará al constructor”. Frente a los castigos anteriores, el código de Hammurabi apostó por sanciones físicas y, en ocasiones, la ordalía, una prueba peligrosa a la que debía someterse el acusado para demostrar su inocencia.
La administración de Hammurabi se caracterizó por una gestión eficiente y una concepción avanzada de justicia social. Los documentos de la época muestran directivas para la construcción de canales, la distribución de alimentos y la resolución de disputas legales. El monarca se autoproclamó “rey de las Cuatro Regiones del Mundo”, comparándose con Sargón el Grande, y logró mantener la paz interna y mejorar la calidad de vida de sus súbditos, salvo en el caso de Mari.
En los últimos años de su vida, ya anciano y enfermo, delegó el poder en su hijo Samsu-Iluna, quien asumió el trono en 1749 a.C. La conquista de Eshnunna eliminó una barrera oriental, pero dejó al imperio expuesto a nuevas amenazas. Tras la muerte de Hammurabi en 1750 a.C., Samsu-Iluna enfrentó invasiones de hititas y casitas, así como el desafío de mantener la cohesión de los territorios. La magnitud del reto resultó insuperable: en poco tiempo, las ciudades sometidas buscaron su autonomía, el imperio babilónico se fragmentó y sufrió sucesivas invasiones y saqueos. Los hititas saquearon Babilonia en 1595 a.C.; los casitas ocuparon la ciudad posteriormente y los elamitas trasladaron la estela con el código legal a Susa.
El impacto de Hammurabi trasciende su época. World History Encyclopedia subraya que, aunque en vida fue recordado como unificador de Mesopotamia, su fama perdura como legislador y creador de un código que influyó en la tradición jurídica occidental. La experta Gwendolyn Leick lo define como “uno de los grandes reyes de Mesopotamia, un increíble negociador y diplomático con la suficiente paciencia como para esperar al momento oportuno, y después lo suficientemente despiadado como para lograr sus objetivos sin agotar sus recursos”. Su preocupación por la justicia social y el bienestar de sus súbditos se refleja en la solidez de su obra legal.
Pese a la grandeza alcanzada bajo su reinado, el imperio que Hammurabi construyó no resistió los embates del tiempo y las fuerzas externas, lo que evidenció la vulnerabilidad de los logros políticos frente a la inestabilidad regional.