*Por Greg McKevitt
Los científicos llevaban trabajando en la invención de la televisión desde la década de 1850, pero fue un inconformista solitario, que trabajaba con materiales rudimentarios, el que la hizo realidad.
Antes de su gran descubrimiento, John Logie Baird fue un inventor en serie con un éxito desigual. Aquejado por problemas de salud durante la mayor parte de su vida, este hijo de un clérigo fue declarado incapacitado para servir en la Primera Guerra Mundial.
Baird empezó a trabajar para una compañía eléctrica, manteniendo su espíritu emprendedor. Inspirado por un relato corto de su ídolo, el escritor de ciencia ficción HG Wells, intentó fabricar diamantes artificiales a partir de carbono utilizando enormes cantidades de electricidad. Lo único que logró fue cortar una parte del suministro eléctrico de Glasgow.
En cuanto a una desastrosa cura casera para las hemorroides, fue un ejemplo clásico del tipo de actividad que haría que los futuros presentadores de televisión le advirtieran: “No intenten hacer esto en casa”.
A pesar de estos reveses, Baird logró alcanzar un cierto éxito comercial. Con el capital sobrante de la venta de sus negocios de calcetines y jabones, alquiló un modesto local en Hastings, en la costa sur de Inglaterra, en 1923.
El aire marino resultó beneficioso para sus pulmones, pero su entorno laboral era una pesadilla en términos de salud y seguridad. Instaló un laboratorio para comenzar sus experimentos televisivos, improvisando su aparato con materiales de desecho, como una vieja caja de té equipada con un motor.
En el centro del sistema de Baird se encontraba un gran disco que giraba a alta velocidad para escanear imágenes línea por línea utilizando fotodetectores y luz intensa. Estas señales se transmitían y reconstruían para producir imágenes en movimiento. Cuando logró transmitir una silueta, el sueño de décadas de crear la televisión cobró forma.
Tras sufrir una quemadura en su laboratorio de Hastings, Baird decidió mudarse a Londres. Alquiló un piso encima de un negocio en el número 22 de Frith Street, en Soho, en el centro de la ciudad y montó un nuevo laboratorio.
Su dispositivo mecánico emitía un calor tan intenso que era difícil para los humanos soportar su intensidad. En sus experimentos, tuvo que usar un muñeco de ventrílocuo al que apodó Stooky Bill. Pero el 2 de octubre de 1925, a los 37 años, reclutó a un conejillo de indias humano y logró un avance asombroso.
“Conejillo”
Aquí es donde entra en escena Wiliam Taynton, un oficinista de 20 años que trabajaba en la planta baja del laboratorio improvisado de Baird.
Cuarenta años después, le contó a la BBC: “Baird bajó corriendo, lleno de emoción, y casi me sacó a rastras de mi oficina para ir a su pequeño laboratorio. Creo que estaba tan emocionado en ese momento que no le salieron las palabras. Casi me agarró y me pidió que subiera las escaleras lo antes posible”.
Cuando Taynton entró en el destartalado laboratorio de Baird, dijo que sintió ganas de bajar corriendo las escaleras. Primero, tuvo que abrirse paso entre cables que colgaban del techo y estaban esparcidos por el suelo. “El aparato que usaba en aquella época era un desastre”, recordó Taynton. “Tenía discos de cartón con lentes de bicicleta y cosas así, lámparas de todo tipo, baterías viejas y algunos motores muy antiguos que usaba para hacer girar el disco”.
Baird lo sentó frente a su transmisor: era el sujeto humano que podía proporcionar el movimiento necesario. Taynton dijo que empezó a sentir el calor y se asustó, pero Baird le aseguró que no tenía de qué preocuparse. “Desapareció para ir al receptor a ver si veía alguna imagen”, recordó Taynton.
“Conseguí estar en el foco, pero no pude quedarme allí más de un minuto por el calor tremendo de las lámparas, así que me aparté”. Por las molestias, Baird puso media corona (dos chelines y seis peniques) en la mano de Taynton – “el primer pago por televisión” – y lo persuadió de regresar a su puesto.
En los hogares de todo el mundo
Para capturar algún movimiento, Baird le pidió que sacara la lengua e hiciera muecas. Cada vez más asustado, Taynton le espetó que lo estaban “asando vivo”. “Él me gritó: ‘Espera unos segundos más, William, unos segundos si puedes’. Así que lo hice, y me detuve todo lo que pude hasta que ya no pude más y me salí del foco en medio del calor insoportable; era muy incómodo”.
Y con eso, Baird vino corriendo desde el otro lado con los brazos en alto y dijo: ‘Te he visto, William, te he visto. Por fin tengo televisión, la primera imagen de televisión real’“.
Taynton no tenía ni idea de qué significaba “televisión”, así que Baird sugirió que intercambiaran lugares. Taynton se alegró de irse porque le parecía que Baird estaba muy emocionado y un poco enfadado en ese momento.
Miró por un pequeño túnel y vio “una imagen diminuta de unos 5 x 8 cm”. Dijo: “De repente, la cara de Baird apareció en la pantalla. Se le veían los ojos cerrándose, la boca y los movimientos que hacía. No era nada bueno, claro. No había definición; solo se veía la sombra y las líneas que se extendían. Pero era una imagen, y además se movía, y eso fue lo principal que logró Baird. Había obtenido una verdadera imagen televisiva”.
Entusiasmado por lo que acababa de ocurrir, Baird le preguntó a Taynton qué opinaba de su creación. “Le dije sin rodeos: ‘No me parece gran cosa, Baird. Es muy rudimentaria. Podía ver tu rostro, pero no había definición ni nada’. Y él señaló que no, que ese era el principio. Dijo: ‘Ese es el primer televisor y verás que estará en todos los hogares del país, y de hecho, en todo el mundo’”.
El 26 de enero del año siguiente, Baird realizó la primera demostración pública de televisión del mundo. Si bien su máquina pionera fue finalmente superada por la tecnología desarrollada por empresas con más recursos, él había allanado el camino para todo lo que vino después.
En 1951, cinco años después de la muerte de Baird a los 57 años, Taynton regresó al número 22 de Frith Street en Soho para la inauguración de una placa azul conmemorativa. Robert Renwick, presidente de la Sociedad de Televisión, dijo a los asistentes: “Aunque esta placa conmemorativa se encuentra en el corazón de Londres, su verdadero monumento se encuentra en el bosque de antenas que proliferan por todo el país”.
Y tan solo unos años después de que Taynton recordara en 1965 su breve participación en la historia de la radiodifusión, la gente de todo el mundo estaba pegada a sus televisores para ver los alunizajes. La ciencia ficción se había convertido en ciencia real.