En el café o en el bar, las discusiones sobre los impactos de la inteligencia artificial (IA) en los empleos dan rienda suelta a un amplio espectro de fantasías, desde aquellas que proyectan futuros distópicos donde la raza humana pasa a ser esclava de las máquinas hasta las que nos hablan de un futuro donde todos los problemas están resueltos. Mientras divagamos entre esas visiones de mundos de fantasía, alternando fascinación con horror, repasando libros y películas, un fenómeno está sucediendo: la IA penetra en los procesos productivos y modifica la división de tareas entre las personas y las máquinas.
La frase “esta nueva IA es un verdadero punto de inflexión, hay un antes y un después” seguirá escuchándose año a año
¿Qué está pasando ahí, en la vida real, con la IA y los empleos? ¿Qué nuevos espacios de complementariedad y de competencia entre personas y máquinas se están creando con el uso de estas tecnologías? ¿Qué podemos hacer en forma colectiva para maximizar las oportunidades que generan y limitar sus amenazas? No vamos a encontrar respuestas definitivas aún, dado que estamos inmersos en un ciclo de innovación de largo aliento. En cambio, sí podemos ordenar lo que se sabe, entender qué está en juego y pensar en lo que viene. Pero suspendamos por un rato utopías y distopías y dediquémonos a imaginar futuros posibles.
Una revolución hecha a mano
El hackeo al lenguaje que representa la IA Generativa –la familia de apps que genera contenido en forma de texto, imágenes o audio– es el gran tema del momento. Y tiene sentido: hemos creado herramientas que reproducen con bastante éxito una de las tecnologías analógicas de cooperación más antiguas de la humanidad: la conversación. Roy Amara, tecnólogo y por muchos años presidente del Institute for the Future, decía que tendemos a sobreestimar los impactos de corto plazo de una tecnología y a subestimar sus impactos de largo plazo. Si aceptamos el consejo de Amara y tomamos una perspectiva de más largo plazo, nos damos cuenta de que el futuro nunca llega, siempre está en construcción.
La frase “esta nueva IA es un verdadero punto de inflexión, hay un antes y un después” seguirá escuchándose año a año. Pero si pensamos a la IA como una familia de innovaciones centradas en la datificación de todo y la algoritmización de las decisiones, entonces sí es bastante evidente que estamos en el medio de una gran transformación en el mundo laboral. Ya hay consenso de que la IA es una Tecnología de Propósito General: de esas que tienen el potencial para cambiar todo. Miren un segundo a su alrededor, piensen en su día a día: ¿quién trabaja con las mismas herramientas que hace una o dos décadas? Esta mudanza recuerda a la Gran Transformación de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX que estudió el polímata Karl Polanyi: el traslado desde el ámbito rural al urbano, y desde la agricultura campesina al trabajo en las grandes fábricas manufactureras. Ahora nos movemos de nuevo, esta vez desde un mundo hecho de átomos a otro con hecho de bits, un mundo de unos y ceros. Si en aquel momento las tensiones y oportunidades del mundo laboral se concentraban alrededor de la cadena de montaje (nadie lo mostró mejor que Chaplin en Tiempos Modernos), hoy ocurre algo parecido en torno a los algoritmos. La historia no se repite, pero a veces rima.
Entender a la IA y su impacto en los mercados laborales como un producto de la agencia humana, y suponer que es para beneficio de todos y todas, son cosas bien distintas
Estos procesos de cambio no son inevitables. Tampoco son ajenos a nuestras acciones. Hasta hace un par de meses podía verse en el MoMA de Nueva York una instalación de la experta en IA Kate Crawford llamada Anatomía de un Sistema de IA; allí se listaba la larga lista de trabajos que está detrás de una implementación específica de IA (el altoparlante Echo de Amazon). Desde la creación del producto hasta su distribución y servicio de posventa, las personas dejan su rastro en todo el proceso. Algunos rastros son más visibles que otros (quedan en total oscuridad los trabajos mal pagos y de baja calificación que enseñan y corrigen a los algoritmos, lo que se conoce como “industria de la anotación”, muy dinámica en el Sur de Asia). Lo que nos dice Crawford es que el cambio que estamos observando con la IA no es algo que “llega”, que viene del afuera, sino algo que se está construyendo con manos, ideas y motivaciones humanas. No hay nada exógeno ni determinístico en el cambio tecnológico; la agencia –entendida como capacidad para generar el cambio– le corresponde a las personas.
Entender a la IA y su impacto en los mercados laborales como un producto de la agencia humana, y suponer que es para beneficio de todos y todas, son cosas bien distintas. Cuando en Inglaterra se difundió la máquina de vapor hace dos siglos, se inició un largo período de empeoramiento en las condiciones laborales y de vida de buena parte de la población en ciudades como Londres o Manchester (no es para nada casual la aparición de Karl Marx y Friedrich Engels en ese contexto). Hay un par de aprendizajes de aquella primera gran transformación que pueden ser útiles para pensar el presente. Primero: no hay que suponer que los billonarios van al salvar al mundo (como ironiza Michel Nieva en su último libro); segundo: tampoco sirve guiarse por si la suma de los impactos positivos es mayor o menor a la de los impactos negativos. Más bien se trata de tomar como supuesto de base que todo cambio que responde a fuerzas existentes va a reflejar el estado de cosas existente.
Patrones de desigualdad
Tomemos como ejemplo lo que está ocurriendo con la IA generativa. En el ranking de los países que más innovan en IA aparecen arriba de la lista los países ricos (más China que, como en todo, es una excepción) y abajo –muy rezagados– aquellos de ingresos bajos. También, si hacemos zoom en un país específico y miramos qué porción de las y los trabajadores se beneficia con la difusión de la IA Generativa, vemos que aparece la “crema” del mercado laboral en términos salariales y de niveles educativos: los managers, ejecutivos y profesionales de ciencia e ingeniería y de la salud. Nada tan revolucionario en esta modernidad que estamos creando: los ricos siguen siendo ricos; los pobres, pobres.
Las brechas que se profundizan con la difusión de la IA en los mercados laborales no se limitan al nivel de habilidades o niveles salariales; también se da entre los varones y las mujeres. En una entrevista a principios de los años 1970, la escritora Marta Lynch pronosticaba que con el cambio de siglo llegaría una mayor participación de la mujer en los mercados laborales, en particular en los trabajos que dan más ingresos y estatus. Si miramos lo que ocurre hoy con la IA, el mundo se está alejando del pronóstico de Lynch. En la esfera de la producción de las nuevas apps intensivas en IA, un relojeo al ecosistema de las startups que están liderando el cambio devuelve una imagen bastante homogénea: se trata mayoritariamente de varones jóvenes. Del lado del uso de la IA, las aplicaciones más recientes son muy buenas en tareas de oficina, atención al cliente, servicios de edición y traducción y todo un conjunto de ocupaciones de media calificación donde las mujeres son mayoría. Así, no estamos creando uno sino dos futuros: uno mejor, para los varones, y otro peor, para las mujeres.
Pesimismo vs. optimismo
¿Todo mal con la IA, entonces? Para nada. El potencial de la IA para mejorar los empleos en los países del Sur Global es inmenso: de los casi 3000 millones de hombres y mujeres que trabajan día a día en Asia, África o América Latina, más de la mitad tiene trabajos “viejos” en términos de conocimientos, habilidades y tecnologías utilizadas. Eso redunda en menores ingresos, rezago en la productividad y peores condiciones laborales. Pero entonces, en alguna parte de la periferia, al margen de la modernidad, una campesina se conecta con mercados distantes para vender sus productos, un docente actualiza sus conocimientos en línea, una PyME crea en forma gratuita su primera página web con funcionalidad de pago incluida, una científica de datos depura grandes bases de datos para negocios del Norte Global y la cosa cambia. Así ocurre el desarrollo: logrando que las personas pasen de trabajos viejos y mal pagos a trabajos modernos y bien pagos.
Es importante, en ese sentido, no caer en el pesimismo tecnológico. Desde esta perspectiva, los avances tecnológicos no tienen la capacidad de mejorar en forma permanente el bienestar de las personas; más bien lo contrario: son herramientas puramente extractivas, de dominación y control, y que conforman la base de un nuevo sistema feudal: el “tecnofeudalismo”. Incorporar estos elementos es clave para generar un futuro más igualitario, y no podemos caer en la parálisis. En la economía pasa algo similar a lo que el uruguayo Jorge Drexler detecta para las canciones, los pájaros y los alfabetos: “Si quieres que algo se muera, déjalo quieto”. Lo que queremos decir –con menos poesía– es que los países en desarrollo necesitan mayor presencia de tecnologías digitales avanzadas como la IA en los mercados laborales, no menos. La antropóloga digital Payal Arora suele decir, frente a estas narrativas que llevan a la inacción, que el pesimismo es un lujo que solo los países privilegiados pueden darse.
Construir un futuro distinto
Ni la parálisis que devuelve trabajos viejos y mal pagos, ni la modernidad del statu quo que proyecta un futuro desigual; debemos buscar una vía alternativa. ¿Cómo construir otro tipo de futuro, uno con mercados de trabajo que sean a un tiempo dinámicos e inclusivos? Hay que trabajar en varios frentes, todos con su propia complejidad: desde el rediseño de la infraestructura hasta la modernización del sistema productivo. Una tarea crítica al respecto es la readaptación de los conocimientos de las y los trabajadores presentes y del futuro cercano. ¿Qué hay que aprender, qué desaprender? Si bien no tenemos la lista completa de las “habilidades del futuro”, sí sabemos que en la nueva división de roles entre máquinas y personas hay tareas que le tocan solo a las personas (asociadas a habilidades fundacionales, socioemocionales, técnicas avanzadas y los nuevos alfabetismos), otras que sólo le tocan a las máquinas (aquellas rutinarias, predictivas y de intermediación), y unas terceras donde las máquinas y las personas deben trabajar en conjunto (las llamadas “habilidades digitales”, desde las básicas –uso de una app– hasta las avanzadas, como la creación de productos digitales).
Quizás el principal desafío está en la impresionante capacidad de la IA para realizar tareas rutinarias, y la consecuente necesidad de “des-rutinizar” nuestro trabajo. En ese fin del trabajo rutinario se ve la raíz del problema: en la llamada “era de los robots”, el desafío para las personas en los mercados laborales es dejar de actuar en la forma mecánica y rutinaria que aprendimos –y era útil– en la primera gran transformación. Es sorprendente que la palabra “robot” surgiera de una obra de teatro ya centenaria –Rossum’s Universal Robots, de Karel Capek– donde se criticaba la des-humanización de los trabajos de la gran factoría y que serían la base de la creación de la clase media trabajadora tan típica del siglo XX. También es sorprendente que aún hoy alrededor del 75% de los trabajos mundiales realizan principalmente tareas de estos tipos (60% en el Norte Global, 80% en América Latina, 90% en Africa subsahariana).
Dejar de ser robots implica un masivo reajuste de habilidades. La reingeniería social requerida para ese reajuste de las habilidades es desafiante, en particular para ese gran barco que es el sistema educativo. Se trata de una tarea de largo aliento, porque involucra instancias de formación que van desde la primera infancia a la formación técnica y profesional. En ambas puntas, por ejemplo, es clave el rediseño de las curriculas, el foco en los grupos en desventaja y, más en general, la búsqueda de una complementariedad más virtuosa en el Estado y los privados (las familias en la primera infancia, el sector productivo en la formación técnica y profesional). En el medio, en tanto, la educación primaria y secundaria enfrenta múltiples desafíos –desde la baja terminalidad hasta el pobre desempeño en términos de adquisición de saberes–, que crecen a medida que nos acercamos a entornos más vulnerables. Es necesario jerarquizar el rol docente: para qué, como sociedad, invertimos más en formar a la inteligencia artificial que en formar a la inteligencia humana.
Este gran reajuste de habilidades requiere una inyección de fondos que parece ir a contramano del espíritu de la época en varios países del Sur Global, donde el Estado parece estar en retirada. Para que sea viable políticamente, debe atender a los grupos que se encuentran en desventaja, pero también ofrecer soluciones a los jóvenes que no encuentran oportunidades de progreso, a los trabajadores de más de 45 años que pasaron de un trabajo formal a obtener ingresos esporádicos a través de una aplicación de transporte, y las y los trabajadores de bajos ingresos que perciben que el sistema está “arreglado” para beneficiar a los de más arriba. Si no empezamos por la cohesión social, será difícil escapar del statu quo y construir un mercado laboral más dinámico y equitativo.
Economista e investigador senior especializado en desarrollo, desigualdad y mercado laboral. Docente de la UBA e investigador afiliado al CEQ y al CEDES; director de Sur Futuro, hub de investigación