La importancia de enseñar a esperar: cómo la pausa favorece el desarrollo emocional infantil

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Donde la urgencia manda, la infancia resiste, donde las respuestas llegan antes de terminar la pregunta, la infancia nos recuerda que el crecimiento no se apura. Requiere tiempo, pausa, mirada atenta. En ese sentido, la espera no es un obstáculo, sino un espacio cargado de sentido. Los niños y niñas no solo necesitan alimento, abrigo o estimulación. Necesitan también adultos que los esperen. Que comprendan que no todo se resuelve de inmediato, que las emociones llevan tiempo, que el deseo necesita espacio para organizarse.

Françoise Dolto (1985) hablaba de ese intervalo entre el deseo y su cumplimiento como un lugar simbólico donde se construye la subjetividad. Allí, en ese entre, el niño aprende a imaginar, anticipar, confiar y ser creativo.

Cuando la espera está sintonizada con las posibilidades emocionales del niño —ni demasiado corta que impida la elaboración, ni tan extensa que se transforme en angustia—, se vuelve una herramienta de crecimiento y confianza. La espera cuidada, no es abandono, muy por el contrario, es sostén. Es estar sin resolver todo, es acompañar sin invadir.

Estamos en una época donde se valoran las soluciones rápidas, las respuestas rápidas, en este mismo tiempo, esperar puede ser un acto profundamente amoroso. Lo decía también Silvia Bleichmar (2005): “todo niño necesita un adulto que le traduzca el mundo”. Esa traducción se hace con paciencia, con presencia, con tiempo compartido.

Desde los primeros días, el bebé que llora y es atendido no solo recibe lo que necesita, sino que también aprende que hay alguien allí para él. Esa experiencia repetida con ternura le permite construir confianza, tolerancia a la frustración, capacidad de esperar. Con el tiempo, ese niño no solo tolerará la espera, sino que podrá habitarla con imaginación, con palabras, con juego. Por otra parte el sueño es uno de esos momentos donde la espera se vuelve visible. Dormirse requiere entregarse, soltar el control. Y muchos niños, para lograrlo, necesitan un adulto disponible: no para acelerar el proceso, sino para sostener la transición. Un cuento, una canción, una mano que acompaña: gestos simples que dicen “estoy acá, podés descansar”.

Tener éste adecuado compás de espera que los niños requieren, nos desafía tambiéna los adultos que necesitamos aprender a esperar en un tiempo que nos exige y a veces impone cierta inmediatez y velocidad. Esperar con el ñiño a que el niño comprenda, se calme, logre, resuelva. Esperar sin exigir respuestas inmediatas. Estar ahí sin dispositivos que nos distraigan, sin multitareas, con atención plena y disponible. Mirar de verdad, escuchar de verdad, recibir lo que el niño trae sin apurarlo. La presencia plena no siempre es fácil, pero es profundamente reparadora.

Un niño jugando.

Los tiempos de espera pueden volverse momentos fértiles si sabemos habitarlos. Cuando el almuerzo aún no está listo, cuando el recreo no termina, en este momento, cuando la respuesta todavía no llega… el niño puede crear, jugar, pensar. Esos tiempos que a los adultos nos incomodan pueden ser oportunidades para la imaginación, para la palabra, para el vínculo.

Tal vez por eso a veces nos cuesta tanto acompañar la espera: porque también nos enfrenta a nuestra ansiedad, a nuestra urgencia. Pero si logramos mirar la espera como una oportunidad —no solo para el niño, sino para nosotros—, algo cambia. Dejamos de querer que el niño se apure y empezamos a descubrir el valor de su ritmo propio.

Esperar es una forma de respetar, de reconocer al otro en sus propios ritmos, la espero no exige, no apura, no interrumpe. Está. Y al estar, permite que el otro crezca, a su tiempo. Como adultos, tenemos la oportunidad de sostener ese tiempo con presencia y afecto, recordando que lo que enseñamos con el cuerpo y con la mirada muchas veces tiene más peso que cualquier palabra.

Estas vacaciones de invierno que están comenzando nos regalan algo valioso: tiempo libre, compartido en familia. La expectativa de días más lentos, momentos que no están marcados por la urgencia, ni la agenda apretada de los niños. Tal vez ahí habite una oportunidad de poner en práctica algunas preguntas: ¿Y si en lugar de correr, simplemente estamos? ¿Y si cuando el pequeño duda, tarda, hace una pausa… lo acompañamos sin apurarlo? ¿Si nos damos tiempo a ver qué pasa, a conocerlo y mirarlo de otra forma, con otro tiempo? A veces, eso es todo lo que necesita para animarse a probar algo nuevo, para sentirse sostenido, para crecer con confianza. Esperar no es detener el mundo, es hacer lugar al encuentro. Ese encuentro necesita, tiempo, necesita lugar y espera. Quizás el encuentro, en familia, puede ser el más cálido abrigo de este invierno.

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