La incertidumbre, el costo oculto de los temblores financieros

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Las consecuencias de los cimbronazos financieros como el que se vivió la semana pasada pueden medirse en datos duros, desde la evolución del riesgo país hasta la valuación de las empresas que cotizan en bolsa, el nivel de las reservas o la cotización de los bonos. Sin embargo, hay una secuela, quizá la fundamental, que es imposible cuantificar y resumir en un indicador. Tal vez sea, también, la más difícil de revertir. Tiene que ver con el impacto que producen esas crisis en el ánimo social y en el espíritu ciudadano. Lo que nos dejan esos temblores es la sensación, acaso renovada, de que todo es incierto en la Argentina, que nadie sabe bien dónde está parado ni qué puede pasar mañana. Parece algo intangible, pero condiciona de manera muy concreta las decisiones de los inversores, de los ahorristas, de los comerciantes y los empresarios. Y moldea, al mismo tiempo, una cultura que se aleja del riesgo y de la innovación para buscar formas de protegerse, de aferrarse a lo que se tiene y de vivir el día a día, sin estímulos para planificar y mucho menos para embarcarse en proyectos de largo plazo.

El “índice de incertidumbre” parece una referencia brumosa, un poco abstracta, pero basta poner un oído atento en las conversaciones cotidianas para comprobar que en la Argentina se mantiene por las nubes. El interrogante se repite en estos días en todas las sobremesas: “¿qué va a pasar?”. No es una mera pregunta retórica; es la expresión de una percepción de fragilidad que se ha enquistado en la cultura nacional. Los vaivenes abruptos en los mercados también reflejan esa incertidumbre. Todo alimenta una sensación de desconfianza y de urgencia permanente que no solo condiciona el desarrollo económico, sino también el ánimo y la energía colectiva.

Pocos países viven, como la Argentina, con el corazón en la boca. Aun aquellos en los que existe una fuerte inestabilidad política sienten que la economía y las instituciones, así como su propia esfera de planificación y trabajo, están preservadas de los cimbronazos que puedan afectar a los gobiernos de turno. Los extranjeros que llegan a Buenos Aires se sorprenden, incluso, de lo pendientes que estamos los argentinos de lo que dicen el presidente o el ministro de Economía. No están acostumbrados a que la política, el Estado y el poder muevan tanto el amperímetro de sus vidas cotidianas.

Tal vez por su experiencia histórica, tal vez por su diseño institucional, pero sobre todo por una cultura de antagonismos y bandazos exacerbados, la Argentina siente que cada temblor político y financiero le mueve el piso al ciudadano común. En las últimas décadas, llegamos a naturalizar que desde el gobierno se impulsaran súbitos cambios de reglas, manotazos de uno u otro tipo, cepos, restricciones, corralitos, controles, topes, bandas, retenciones, sobretasas y un infinito diccionario de eufemismos que han regulado desde los movimientos bancarios hasta la disponibilidad del capital y los ahorros. Todo eso ha generado una sociedad a la defensiva, más atenta a mecanismos para “salvarse como se pueda” que a la innovación y la planificación a largo plazo. Ha generado una cultura del inmovilismo; el reflejo de quedarnos quietos y de buscar refugios que, aunque sea en apariencia, den una sensación de seguridad. Los dólares bajo el colchón son un símbolo de esa actitud.

Las oscilaciones políticas se viven como verdaderos traumas. A diferencia de lo que ocurre en las democracias modernas, donde la alternancia en el poder no mueve la aguja del riesgo país ni altera el núcleo de la estabilidad económica, en la Argentina la sola perspectiva de un cambio de ciclo suele generar cataclismos y prevenciones de todo tipo. ¿Por qué? La respuesta hay que rastrearla en una cultura política que desprecia los acuerdos fundamentales y que se ha alejado cada vez más del diálogo y la búsqueda de consensos. ¿No debería haber un acuerdo inamovible sobre la regla del equilibrio fiscal? ¿No habría que desterrar para siempre la discusión sobre los peligros y la trampa de la emisión artificial? Podrá decirse que esa fue la ambición del llamado “Pacto de Mayo”. Pero ¿solo se trata de voluntarismo o de una genuina actitud para la búsqueda de consensos? ¿Cuál es el sentido de proponer un pacto si al mismo tiempo se boicotea cualquier posibilidad de diálogo? También hay que rastrear la respuesta en un deterioro del tejido institucional y, sobre todo, en la pérdida de independencia y profesionalismo en muchos estamentos del Estado. ¿En qué países serios se admite que el Banco Central sea un apéndice del Ministerio de Economía?

Después del descalabro que provocaron décadas de despilfarro y arbitrariedades, la Argentina está obligada a encarar un proceso de saneamiento y normalización. Será arduo y doloroso, por supuesto, pero es el único camino. ¿Estamos bien orientados? Además de la orientación, ¿vamos con el método, la velocidad y los instrumentos correctos? Tal vez esas preguntas resuman los ejes de un debate crucial en las vísperas electorales.

Ordenar las cuentas del Estado, desregular y racionalizar la burocracia son objetivos elementales. Recuperar una noción de orden público y consolidar un alineamiento internacional con las democracias occidentales es otra línea de acción indispensable. Sin embargo, la Argentina necesita a la vez reconstruir un capital de confianza social que es absolutamente necesario para el desarrollo económico. Y ese desafío exige firmeza, pero también responsabilidad, diálogo, mesura y equilibrio. Necesita consensos, para que lo que se haga hoy no se diluya mañana. Y necesita, por encima de todo, reglas estables, previsibilidad y un horizonte claro.

Hoy hay varias generaciones que no conocen el crédito. Una sociedad que vive sin crédito no concibe tampoco el largo plazo, la planificación, el sentido del ahorro. La inflación crónica de las últimas décadas ha dejado, además, profundas secuelas psicológicas: preferimos consumir antes que ahorrar; gastar antes que invertir. Estamos moldeados en una cultura de “aprovechar el momento”, porque nadie sabe qué va a pasar la semana que viene. Asumir riesgos parece casi temerario. Estamos habituados a que los presupuestos –en el Estado, en una empresa o en la órbita familiar– sean apenas “un dibujo”, cuando no una mera ficción.

La sensación de vértigo y de montaña rusa domina el ánimo colectivo. Tal vez sea una de las explicaciones del auge de la especulación financiera que se verifica hoy entre los jóvenes. A través de la tecnología, que ha hecho proliferar las apps de trading, muchos han ingresado en ese mundo volátil de las criptomonedas como una estrategia de supervivencia y una oportunidad de “ganancias rápidas”. En general, son apuestas cortoplacistas, impulsadas por influencers que promueven esquemas piramidales o “cursos” con promesas falsas de “enriquecimiento exprés”. Así es como la Bolsa de Comercio de Buenos Aires registró un crecimiento del 140% en cuentas comitentes juveniles entre 2021 y 2023. Todo ocurre en un marco de regulaciones difusas y de educación financiera informal, en general a través de las redes. Parece un micromundo, pero es un síntoma de esa cultura a la que han empujado la inestabilidad, la precariedad laboral y, sobre todo, la falta de horizonte.

Los tableros financieros de la semana pasada nos recordaron la fragilidad estructural de la economía argentina. La euforia de estas horas nos recuerda otra cosa: la velocidad con la que pasamos del fervor al espanto, del apocalipsis al triunfalismo. La Argentina necesita recuperar las certezas, el equilibrio, la estabilidad. Y eso se construye con paciencia, pero también con seriedad.

Un gobierno que no cante victoria antes de tiempo, que reconozca con humildad la magnitud y la complejidad del desafío, y que ejerza el arte de la negociación y el acuerdo, es esencial para consolidar el rumbo hacia una economía más sana. También se necesita otra comprensión fundamental: no se salva la economía a expensas de la convivencia. No hay equilibrio que se sostenga sobre la base de gritoneos, desmesuras y bravuconadas. La estabilidad también se construye con formas civilizadas, con respeto por las diferencias, con moderación y consensos. Solo así podremos aspirar a ser, sencillamente, un país normal, donde las cosas puedan cambiar y oscilar, sin que se venga abajo la estantería. Construir esa certeza y esa previsibilidad es, al fin y al cabo, el desafío central de una Argentina que necesita recuperar el largo plazo.

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