Resulta llamativo que el presidente Javier Milei se haya entusiasmado tanto con la película Homo Argentum. ¿Qué le llamó la atención? ¿Con qué se sintió identificado? Una pista la brinda su propia interpretación de que el film sería una crítica al wokismo y un planteo dicotómico entre la “gente de bien” y los “kukas”. Otra señal, más profunda, va en dirección de que la obra sería representativa del “ser nacional”: la nota distintiva del argentino sería el cinismo.
La crítica a la cultura woke, que estremece a nuestro primer mandatario, aparece solo en dos episodios entre dieciséis. Las falsas denuncias de mujeres por violencia de género –a las que alude el capítulo “Piso 54” -existen, pero son ínfimas en las estadísticas criminales, lejos están de ser un trazo de nuestra cultura. Exageraciones caricaturescas-. En cuanto a los cineastas hipócritas que desprecian el indigenismo, el otro de los episodios antiwoke, no es un rasgo de argentinidad y tampoco una especie que cunda especialmente entre los gays. Otra exageración.
Hay muchos cuadros de la película que el Presidente se ve forzado a soslayar, porque van en contra de sus prédicas retrógradas. El vecino que propone gatillo fácil pero que luego no se anima a disparar a los ladrones muestra que ese “facho” barrial y locutorio, enfrentado a la disyuntiva concreta de matar, tiene un yacimiento reprimido de humanidad. Otro ejemplo en ese sentido es el custodio de una garita de seguridad, un personaje que podría considerarse conservador pero que, puesto por el destino en la circunstancia concreta, no solo se suma a un trío sexual sino que le resulta fantástica la experiencia. Otro: el que muestra la insensibilidad del millonario exótico que, con el solo fin de divertirse durante una tarde, le compra una cantidad de regalos a un mendigo.
La interpretación sesgada del Presidente queda anclada en un error típico de las nuevas derechas. Tradicionalmente el sujeto político era para las izquierdas el obrero y para las derechas el capitalista. De ahí que el bonapartismo primero y el fascismo después intentaron conciliar corporativamente a esas capas. De ahí que la socialdemocracia intentó un sistema tal que, sin ahogar los estímulos al empresariado, diera un piso de dignidad al obrero, por ejemplo con la educación pública. El populismo de izquierda de este nuevo milenio produjo una torsión: el sujeto político dejó de ser el obrero y su lugar lo ocuparon ciertas minorías históricamente oprimidas. Reivindicaciones identitarias: las feministas, los gays, las trans, los veganos, los protectores de los delincuentes, las abortistas o los defensores de la negritud. ¿Cuál es el error de las nuevas derechas? Reemplazar esas minorías por otras inversas. Las tribus en boga son los misóginos, los machistas, los xenófobos, los quisquillosos, los violentos, los que quieren la calle limpia de homeless, los que proponen gatillo fácil y los que alambran la sexualidad bajo pautas biológicas.
En esa órbita Milei se siente como pez en el agua y organiza su utopía regresiva. No es casual que su ataque no sea al peronismo (que tenía como sujeto histórico al obrero) sino a los llamados “kukas” (que reemplazaron al obrero por minorías identitarias), ni que la fecha de corte que fija como comienzo de la decadencia argentina no sea ni el 76 con la dictadura, ni el 66 con el golpe de Onganía, ni mucho menos el 43 con la asonada del GOU y Perón, sino 1912 con la Ley Sáenz Peña. La participación democrática que introdujo esa norma le resulta repulsiva. Para quien se considera investido de una verdad absoluta la deliberación pública es prescindible. La prueba está en los vetos: su plan es innegociable y no admite matices. Todo debate es estéril. Le resultaría más práctico gobernar sin las molestias que introducen los legisladores y los jueces.
Para Milei no hay una experiencia histórica en curso, no hay dialéctica; hay, por el contrario, un carácter nacional que debe ser barrido, esa identidad que se condensa en el cinismo de los personajes de Homo Argentum, en la distancia entre lo que se dice y lo que realmente se piensa. Así como Eduardo Mallea dividía en una Argentina visible y otra invisible, ahora la argentinidad se debate entre “gente de bien” y tramposos genéticos, dicotomía que Milei vendría a zanjar con su mensaje mesiánico. Bajo esta perspectiva, suplanta la idea jurídica de Estado por la noción de pueblo, por el “espíritu nacional”, y la idea de República por la de líder carismático. Es sintomático que se queje de la trampa de algunos individuos pero no le moleste el fraude electoral anterior a la Ley Sáenz Peña, que es justamente el período que fetichiza; ni la trampa de decir que la Argentina fue en el centenario la primera potencia del mundo; ni la trampa de postular que hay flotación cambiaria, cuando el cepo continúa para las empresas y el tipo de cambio es manipulado con una tasa de interés estrafalaria.
Esta idea del “ser nacional” fue acuñada por el romanticismo alemán y luego trasladada al ideario tercermundista (de Perón a Gadafi): según esta corriente, la naturaleza humana no es uniforme sino diversificada, razón por la cual dotan de valor a los particularismos y reducen el universalismo kantiano a un error. La concepción que hace del individuo un ser cosmopolita la sustituyen por una visión étnica y el racionalismo de los iluministas por el espíritu del pueblo, como si fuera posible hablar de una matemática europea y otra americana. Siguiendo a Herder, la trama del episodio “Troppo dolce” de la película, que tanto impactó a Milei, mostraría la historia no como la relación entre pueblos sino como la relación entre los descendientes de un mismo pueblo. Cada pueblo sería así una mónada blindada, una molécula separada, y por ende sus culturas resultarían incomunicables. Milei asimiló a los “kukas” con los parientes italianos pobres de un argentino exitoso, como si hubiera una discordia entre esforzados y aprovechadores en una misma sangre, una querella que la inmigración arrastró consigo desde sus aldeas originales hasta nuestras tierras.
Es paradójico y hasta contradictorio que quienes se autoperciben como liberales, es decir herederos de la tradición universalista de Grecia, el Renacimiento, el iluminismo y la Revolución Francesa, terminen apoyando la idea de volkgeist, que en la historia siempre estuvo vinculada a los peores nacionalismos. Tal vez por eso el mileísmo se asocia en el mundo no con liberales auténticos sino con los personajes más reaccionarios y xenófobos, como Viktor Orbán o Santiago Abascal. Tal vez por eso odian la globalización.
No es extraño entonces que, para ser consecuentes, los libertarios vean su estrategia como una suerte de ortopedia disciplinante e higiénica: el mandamás de la Fundación Faro ha llegado a decir que los “zurdos” (concepto que incluye un espectro más amplio que los meros kirchneristas) son enemigos y no pueden convivir con la “gente de bien”. ¿Dos naciones en un país? Los enemigos, ¿deben ser enviados al exilio o puestos en un gueto? Aún no han expresado cómo sería el dispositivo para la cumplir la amenaza de segregación.
Resulta paradójica esta postura segregacionista: además de abrevar en una tesis de Ernesto Laclau (la división tajante entre pueblo y antipueblo), basta mirar la realidad para advertir que muchos de los vicios que hemos criticado en los gobiernos kirchneristas son hoy las características más potentes del Gobierno: hiper-presidencialismo, cancelación del Congreso, periodismo amaestrado, intento de domesticar el Poder Judicial e, incluso, sospechas de corrupción. Un espejo invertido.