Como varios lectores me pidieron, en las redes sociales y por mail o por WhatsApp, que publicara estos manuscritos en formato libro, se me ocurrió ver cuánto texto era en realidad. Así que los volqué en un documento de texto, apliqué las características de un volumen impreso (tamaño de página, tipografía, márgenes), y el resultado me impresionó. Tanto, que repetí toda la maniobra una vez más, para verificar si no me había equivocado. Pero estaba bien. Si estos manuscritos se publicaran como un libro, obtendría un volumen de más de 600 páginas.
Hice lo mismo con mi serie de Pioneros inesperados, que sale los domingos para suscriptores de LA NACION, y que también me han sugerido publicar como libro. Ochocientas páginas, sin contabilizar ilustraciones y fotos.
Como mi rol no es publicar libros –en todo caso, es escribirlos–, el ejercicio tenía que ver más bien con una serie de conversaciones que tuve últimamente sobre la inspiración. Lo que sigue es muy opinable y, dada la naturaleza del asunto, puede haber un número de verdades simultáneas; pasa mucho más de lo que solemos suponer, en este mundo crispado de verdades únicas y definitivas, e incluso pasa en la realidad concreta, como demostró Einstein, sin mácula, hace más de un siglo.
No creo en la inspiración. Del todo. Esperen, guarden las antorchas, denme un minuto más. El que no crea en la inspiración no quiere decir que no exista o que, para muchos otros creadores, no sea una experiencia concreta. Por mi parte, creo en la constancia. De allí estos cálculos trasnochados de recuperar los manuscritos de estos nueve años (sí, ya van nueve años) y simular un volumen impreso. Hoy se puede hacer en tres minutos. Cuando empecé a escribir y me la pasaba esperando el tren de la inspiración, era imposible. Podías hacer un cálculo a ojo de buen cubero, como se dice, pero ahora, al ver toda esa enormidad de texto junta, me terminé de convencer no tanto de que la inspiración no existe como de la importancia capital de la disciplina.
¿En qué se diferencian estos textos del diario de mis otros escritos? La respuesta es tan simple como poderosa. El diario tiene que salir. Esa regla inquebrantable te da solo unas pocas horas para fabricar un artículo, con o sin inspiración. Debe además salir todas las semanas. A veces, todos los días. La naturaleza noticiosa, política, polémica o poética del texto –esto dependerá de la pieza– es tu responsabilidad. Si no hay tiempo, saldrá en media hora. Y saldrá más que bien. Si tenés tiempo, pulirás durante varias horas. Pero hay un límite inapelable: el cierre de la edición. Todos en este oficio lo aprendemos muy pronto. Podés discutir con tu jefe, pero no con el cierre de la edición.
En el prólogo de Con distinta piel, de Dylan Thomas (uno de mis autores favoritos), el poeta Vernon Watkins señala que el escritor componía sus versos “con la lentitud de un glaciar” (Bruguera, 1992). Pero Leslie Norris, en la nota introductoria de los relatos completos de Thomas (Sudamericana, 2006), apunta que “Era, por supuesto, un artista mucho más disciplinado de lo que señala la leyenda”. Caeré, para rematar, en la tentación de citar una frase genial de Picasso: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”.
Crear algo de la nada puede parecer hasta cierto punto mágico y misterioso. Los latinos llamaban vates a sus poetas; la palabra significaba “profeta” (de allí “vaticinio”, en español), pero también “inspirado por los dioses”. Así que no, el aura preternatural del arte no es nueva. Pero ese aura ofuscó el valor de la constancia y de la disciplina. Quizá porque tendemos a creer que los artistas han elegido hacer lo que aman, imaginamos que están a salvo de las largas y extenuantes jornadas del resto de nosotros.
Pero es otro mito. El artista –lo dice bien Rainer Maria Rilke en Cartas a un Joven Poeta– no elige. Es elegido. Y el que escribe o compone o canta o baila no puede abandonar eso que hace. Porque no sería vida.