La inteligencia artificial y el olvido de la ética

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Quizás ha llegado el momento de detenernos a pensar, con la seriedad que exige el presente, en los dilemas que plantea el avance indetenible de la inteligencia artificial. No se trata de resistir la tecnología ni de adoptar una postura catastrofista, sino de asumir que estamos ante una herramienta extremadamente poderosa, pero también esencialmente ciega en el terreno moral. La IA no tiene conciencia, no conoce la compasión ni puede ponderar el bien o el mal por sí misma. Esa tarea sigue recayendo en nosotros. Por eso, el gran desafío de nuestra época es desarrollar un pensamiento crítico que, orientado por la dignidad humana y el bien común, pueda mantenerse a la altura –y al ritmo– de esta aceleración tecnológica.

El filósofo francés Paul Virilio advertía que todo avance técnico conlleva, inseparablemente, su propio accidente. Según él, cuando se inventa el barco, se inventa también el naufragio; cuando se crea el avión, aparece el accidente aéreo; cuando nace la electricidad, nace también la electrocución. La innovación técnica y su potencial destructivo son dos caras de la misma moneda. En el caso de la inteligencia artificial, quizás el “accidente” no sea físico ni inmediato, sino más complejo y profundo: el olvido de la ética. Un olvido que puede repercutir desde el ámbito político hasta los cimientos de lo que entendemos por humanidad.

En la esfera política, ya hemos sido testigos de algunos efectos concretos. Durante las elecciones en la ciudad de Buenos Aires, circularon audios y videos falsos generados por inteligencia artificial que atribuían declaraciones apócrifas a figuras como Mauricio Macri. No se trató solo de una broma digital, sino de un atentado contra el derecho a la identidad y contra la confianza pública. Cuando se distorsiona la verdad en el espacio público se manipula la opinión ciudadana y se afecta directamente la legitimidad del proceso democrático. El impacto va más allá de una elección puntual: erosiona el tejido mismo del contrato social.

El núcleo del problema es que la inteligencia artificial tiene una enorme capacidad para difuminar –e incluso borrar– las fronteras entre lo real y la simulación. Los llamados deepfake son un ejemplo extremo: se trata de videos indistinguibles en su veracidad, que pueden poner en boca de una persona palabras que jamás pronunció. Si esta tecnología se vuelve accesible y masiva, el campo de la información puede llenarse de ruido y confusión. La pregunta entonces no es solo técnica, sino existencial: ¿cómo distinguiremos lo verdadero de lo falso cuando la apariencia de verdad sea indistinguible? ¿Cómo sostendremos un debate democrático si ya no podemos compartir hechos básicos como punto de partida?

Pero la cuestión no se limita al terreno político. En el otro extremo del espectro, la inteligencia artificial ya se aplica en biotecnología, donde los dilemas son igual de urgentes. Hay sistemas que diseñan embriones, optimizan procesos de fertilización in vitro y proponen intervenciones genéticas basadas en parámetros de eficiencia biológica. Así, el cuerpo humano comienza a tratarse como un objeto técnico perfeccionable, un sistema que puede ser optimizado como cualquier otro recurso. ¿Qué pasa con lo que somos como personas cuando el lenguaje empieza a tratarnos solo como funciones —como herramientas útiles— y no como seres humanos completos?

En este contexto, el riesgo es empezar a ver a las personas como simples medios. Si usamos los datos de alguien para manipular sus decisiones de consumo, de voto o incluso su afectividad, estamos instrumentalizando su subjetividad. Ya no se trata solo de controlar mercados, sino de moldear emociones, creencias y conductas. Cuando un algoritmo afina sus recomendaciones para inducir una compra o influenciar una reacción política, o cuando un chatbot simula afecto para orientar nuestras decisiones, estamos ante una forma sofisticada de manipulación. Se trata a la persona como objeto de cálculo, no como alguien cuya autonomía es respetada.

Este tipo de manipulación no es nuevo, pero la escala, velocidad e invisibilidad con que opera hoy es inédita. La persona se convierte en blanco de operaciones algorítmicas que conocen sus miedos, hábitos y vulnerabilidades mejor que ella misma. La línea entre lo voluntario y lo inducido se vuelve cada vez más borrosa. Frente a este panorama, es urgente rescatar las advertencias del pensamiento moral.

En este sentido, la filosofía ha elaborado principios que, aunque formulados siglos atrás, resultan notablemente actuales. Uno de los más potentes, uno que podemos considerar un faro para la humanidad, es el imperativo categórico de Immanuel Kant: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio”. Este principio es una consigna atemporal para el ser humano y, al mismo tiempo, una guía concreta: implica que nadie debe ser utilizado para fines ajenos sin su consentimiento y que toda acción debe reconocer la dignidad intrínseca del otro.

Hoy más que nunca, esta máxima puede servir como brújula ética y como filtro para pensar el desarrollo de la humanidad. La inteligencia artificial carece de valores, pero lo que nos distingue en tanto seres humanos es que los tenemos. La técnica avanza sin pensar, pero nuestra responsabilidad es precisamente pensar hacia dónde queremos que avance. Si no colocamos la dignidad humana en el centro de nuestras decisiones, corremos el riesgo de generar un mundo tercerizado en sus decisiones, y por lo tanto, esencialmente deshumanizado. No se trata de temerle a la IA, sino de mantener un criterio a la luz del cual enfrentar sus desafíos. La pregunta no es si la inteligencia artificial será buena o mala, sino si seremos capaces de usarla preservando lo que nos hace humanos.

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