Con su muerte, José Mujica asciende a la categoría de mito popular, pero deja a la izquierda latinoamericana huérfana de liderazgo.
Dos de los principales referentes de los gobiernos izquierdistas de la región estuvieron presentes en las exequias del expresidente uruguayo, fallecido el 13 de mayo a los 89 años a consecuencia de un cáncer de esófago. Luiz Inacio “Lula” da Silva y Gabriel Boric, cada cual a su estilo, despidieron al viejo guerrillero.
“Un ser superior”, dijo “Lula”. Boric, que en enero visitó a Mujica en su chacra en las afueras de Montevideo y plantó un olivo con él, guardó un emocionado silencio.
Mujica deja tras de sí una larga historia de militancia política de más de setenta años que lo llevó de las armas a la paz, y lo encumbró como una suerte de voz de la razón para miles en el mundo. En andas de un discurso contra el consumismo exacerbado, conquistó los corazones y la conciencia de muchas personas que entienden lo insostenible de nuestra forma de vivir.
Su mensaje en favor de toda vida en la tierra, que encontró su apogeo en su discurso durante el LVXX Período de Sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas en 2013, lo convirtió en el líder positivo que contrastaba con los dirigentes polarizadores que pululan en nuestra era.
“Me angustia, y de qué manera, el porvenir que no veré, y por el que me comprometo. Sí, es posible un mundo con una humanidad mejor, pero tal vez hoy la primera tarea sea cuidar la vida”.
Fue, quizá, la más famosa de muchas ideas profundas que tienen más que ver con la cotidianidad de los seres humanos que con la actividad política. Aunque fue, sobre todo, un llamado a los dirigentes mundiales para cambiar algunos rumbos, los posibles. Tuvo eco. Y hasta allí.
De ahí en más, este político de original oratoria y excepcional forma de vida en el lujoso mundo de los gobernantes del globo, avanzó en la construcción de su propia leyenda. La de un hombre cuya vida austera legitimó su prédica; la de un dirigente conciliador, sin enemigos.
Las entrevistas que dio a medios internacionales fueron incontables, siempre dispuesto a hacer proselitismo con sus ideas. La fascinación que despertó entre los periodistas y el sinfín de libros que se originaron en su figura lo convirtieron probablemente en el uruguayo más famoso (si exceptuamos la vieja discusión sobre Carlos Gardel).
Mujica fascinó al mundo.
En su país, sin embargo, fue blanco de críticas. Porque en sus pagos, como ocurre con todos los presidentes, debía responder a otras exigencias más allá de lo filosófico. Los uruguayos le pidieron acciones a su gobierno, decisiones.
Tomó muchas. La de apoyar la idea de regular el mercado de la marihuana como forma de combatir el narcotráfico fue una originalidad en la región y le generó un combate frontal con la JIFE, el organismo de Naciones Unidas especialista en la materia. Unos “remachados retrógrados”, llegó a decir sobre los opositores a esta iniciativa.
Reinstaló el derecho al aborto por la sola voluntad de la mujer, que ya había existido en el cuerpo normativo uruguayo en los años 30 del siglo pasado. Bajo su mandato, Uruguay fue casi pionero en esta parte del mundo –la Argentina le quitó ese puesto– en habilitar el matrimonio independientemente del sexo o identidad de género de los cónyuges.
Como cualquier gobernante, tuvo fracasos, el más estrepitoso en educación. Al asumir el 1º de marzo de 2015, prometió: “Educación, Educación, Educación y más Educación”. Pero a pesar de tener los respaldos políticos necesarios, no se animó a ponerles el cuerpo a esas balas y lanzar una reforma educativa ampliamente ansiada por los uruguayos.
Ahora, su historia política, cuya etapa inicial suele ubicarse en su ingreso en la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional MLN-Tupamaros, aunque en realidad comenzó cuando era secretario de un connotado político del tradicional Partido Nacional, será motivo de inspiración.
Su estela guiará a los suyos en Uruguay, donde el Movimiento de Participación Popular (MPP), que peleó por fundar, a contrapelo incluso de algunos de sus camaradas de armas, difícilmente podrá tener un líder de inmediato y deberá conformarse con algún “coordinador” por bastante tiempo. Ni siquiera el presidente Yamandú Orsi, ahijado político de Mujica, pretende cumplir esa función.
Pero será la izquierda latinoamericana la que lo tendrá realmente difícil. ¿Quién ocupará los zapatos de Pepe?
“Lula” está abocado a reposicionar a Brasil y sus sueños de potencia en un mapa global perturbado por la vuelta de Donald Trump. Su popularidad está en caída libre de la mano de una economía que no despega. Boric está en retirada y nunca apuntó a tener un alto perfil. Salvo, tal vez, cuando se la jugó diciendo que en Venezuela gobierna una dictadura, algo que puede parecerle obvio a cualquier demócrata, pero que resulta difícil de asimilar para una parte de la izquierda latinoamericana, demasiado anclada en un pasado de romanticismo revolucionario, o demasiado hipócrita.
Mujica murió con la convicción de que el problema venezolano se resolvería con “alguna evolución de adentro”, con lo cual exoneró a los suyos de tomar verdadero partido.
¿Qué pasará ahora que Mujica no está para zanjar cuestiones espinosas, difíciles, identitarias como estas?
Mientras su figura crece tras su desaparición física, y con las películas que vendrán sobre su vida alimentando su recuerdo, este subcontinente fragmentado donde se instalan y consolidan nuevamente regímenes autoritarios, y los intentos de golpe de Estado o de perpetuarse en el poder son moneda corriente, la izquierda latinoamericana no tendrá quien aporte las palabras justas para posicionarse sin desprestigiarse cuando esos gobiernos sean de su “palo” político.
Para la mayoría, para los de a pie, Mujica, Pepe Mujica, pasará a ser un personaje de la Historia. Su chacra, donde descansarán sus cenizas junto a los restos de su perrita de tres patas, Manuela, se convertirá en un lugar de peregrinación y culto.
Los uruguayos siempre recordarán a un caudillo popular estoico, de lenguaje llano y cultor de la cercanía, que deliberadamente buscó desacralizar la política.
La última vez que hablé con él, el 20 de abril, cuando las cámaras se apagaron y nos quedamos solos charlando sobre algunos cultivos que todavía conservaba, me contó que tenía “1000 estacas de higuera para trasplantar en primavera”. Y tal vez en ese instante, por un rato, en cuerpo y alma se olvidó de que la muerte le acechaba y volvió a pensar en el futuro y en sus proyectos de chacarero.
Ese fue Mujica. O “el Pepe”. Como a cada uno más le guste. Viejo sabio de la tribu para algunos, guerrillero imperdonable para otros. Un hombre que al salir de la cárcel decidió vivir sin sed de venganza y que logró plantar semillas mucho más allá de sus tierras.
Periodista y autor del ensayo José Mujica. La revolución tranquila