En la casa de los Gut en Kozienice, Polonia, las noches de invierno olían a sopa de remolacha y a cera de las velas con la que iluminaban sus reuniones alrededor de la mesa. Eran tiempos de fe, de rosarios al pie de la cama y de una convicción férrea: Dios observa siempre. Irene Gut, la mayor de cinco hermanas, creció en una familia católica, donde la bondad era un deber. Su madre, una mujer de voz suave y manos callosas, le enseñó a mirar a los ojos a los mendigos y ofrecerles pan sin preguntar nombres.
—Si alguna vez alguien llama a tu puerta, lo abrís —le dijo una vez—. No importa quién sea. Aquella frase, tan sencilla, se convertiría años más tarde en su mandamiento más radical.
La guerra aún no había comenzado, pero ya se sentía en Polonia en 1935. En Lwów, donde Irene se inscribió para estudiar enfermería, las tensiones se respiraban con cada cruce de calle. Judíos, ucranianos y polacos convivían como piezas forzadas de un rompecabezas que nadie quería armar.
Enfermera por vocación
Irene tenía 17 años, el cabello rubio recogido con cuidado y una energía casi eléctrica en los gestos. En el hospital donde hacía prácticas, preguntaba más que las demás. Quería saberlo todo: cómo se cosía una herida, cómo se calmaba a un niño moribundo, cómo se hablaba con un soldado al borde del colapso. La enfermería, creía, no era solo técnica. Era consuelo.
El 1 de septiembre de 1939, cuando los tanques alemanes cruzaron la frontera y comenzaron a bombardear Varsovia, Irene estaba en Lwów. Tenía 17 años y una esperanza terca: que todo terminaría pronto.
La vida se volvió una sucesión de huidas, silencios y órdenes gritadas en alemán. Los hospitales cerraron. Las calles se llenaron de escombros. Las iglesias, de cuerpos. En un día cualquiera de aquel otoño, un grupo de soldados soviéticos la interceptó en el bosque.
El horror de la guerra
Unos soldados soviéticos la detuvieron en los márgenes de un camino, bajo los árboles grises de un bosque cercano a Lwów. La arrastraron y la violaron. Durante años, Irene no le puso palabras a ese momento. Lo contaría décadas más tarde, con la voz baja y los ojos fijos en algún punto fuera del plano de cámara.
—Fue… algo que me rompió en dos. Pero también algo que, sin quererlo, me preparó para no tenerle miedo a nada.
La ocupación alemana llegó poco después, como una nueva tormenta sobre un campo ya arrasado. Las ciudades polacas se volvieron engranajes de una maquinaria de muerte. En Radom, donde Irene fue trasladada a la fuerza, la vida no era más que obediencia: a los alemanes, al hambre, al miedo.
Trabajaba como empleada doméstica en una villa requisada por los nazis. El nuevo amo de casa era el comandante Eduard Rügemer, oficial de alto rango. No era cruel en apariencia, pero su autoridad flotaba como gas venenoso en cada habitación. Irene debía servir los platos calientes a la hora exacta, mantener las copas brillando como espejos, y no mirar a los ojos.
Desde la cocina, escuchaba los diálogos entre oficiales. En un almuerzo, uno de ellos comentó, con una risa seca:
—Mañana vaciamos el gueto. Todos al tren. Lo llaman “traslado”, pero ya sabés qué significa.
Irene lo supo.
Irene, la solidaria
La ciudad tenía un gueto judío, cercado y vigilado, del cual ya no salía nadie. A veces veía camiones pasar cargados de muebles y ropas. Nunca de personas. Las personas simplemente desaparecían.
Volvió a su habitación esa noche sin cenar.
Se miró al espejo. Se vio delgada y pálida. El uniforme de mucama colgaba de sus hombros como una tela extranjera. No rezó. No lloró. Solo pensó en la frase que flotaba desde la infancia:
—Si alguien llama, abrís.
Comenzó a pasar comida. Escondía trozos de pan en el dobladillo de su vestido, papas entre los pliegues de su delantal. Se las daba a un trabajador judío de la lavandería, que las hacía llegar al gueto como quien pasa vida por entre barrotes. El gesto era pequeño. Pero, en un régimen donde todo era vigilancia, esa migaja era subversión.
—Tenía miedo cada minuto —diría años después—. Pero no tenía opción.
La joven polaca había visto niños caminando detrás de sus padres con mochilas vacías, mujeres con estrellas amarillas en el pecho, ojos que ya no pedían ayuda porque habían perdido la esperanza. Era testigo. Pero no podía ser solo eso. La historia está por girar. En el sótano de aquella casa de oficiales hay un hueco. Doce personas están por ocuparlo.
Estaba en la cocina, removiendo sopa de col en una olla de aluminio, cuando escuchó la voz del comandante desde el comedor:
—Van a vaciar el edificio de al lado. Una redada limpia. Los judíos que trabajan allí serán “reubicados”.
La palabra “reubicados” se clavó como una espina en el oído de Irene. Ya sabía lo que significaba: tren, vagón y Treblinka.
Aquella noche no pudo dormir. El colchón olía a humedad y a desesperanza. Escuchaba el viento golpear los postigos. Su respiración se mezclaba con otra —imaginaria, quizás, o profética— que parecía venir desde el subsuelo. Fue entonces cuando se acordó del sótano.
Era un espacio pequeño, húmedo, donde los alemanes guardaban vinos y cajas de papeles. Ninguno de ellos bajaba nunca.
El gesto heroico de Irene
A la mañana siguiente, fue al lavadero, donde trabajaban prisioneros judíos. Se acercó a uno de ellos —Rubin, un hombre con los ojos gastados— y le susurró, sin mirarlo:
—Esta noche, después del turno. Vengan conmigo. Todos.
—¿Todos?
—Todos los que quepan. No hay tiempo. Ni explicación.
Y así, cuando el sol se ocultó detrás de los árboles y el sonido de las radios alemanas inundaba la casa, doce personas atravesaron la cocina de mármol blanco, sin hacer ruido, y descendieron por una puerta en e piso camuflada con una alfombra. Cada paso era una traición a los ojos nazis. Cada crujido, una posible ejecución.
Durante los meses siguientes, Irene vivió entre dos mundos. Uno de luz, de vajillas limpias, de desfiles militares y sonrisas fingidas para el comandante Rügemer. Y otro de sombra, donde se oía toser a una mujer embarazada bajo el piso y se cocinaban papas para catorce con porciones para dos.
—Los oficiales comían como reyes. Yo comía lo que podía esconder. Y ellos… —decía Irene— ellos no comían. Sobrevivían.
A veces, mientras trapeaba el piso, sentía las vibraciones de los cuerpos respirando debajo. Y se preguntaba qué ocurriría si alguien estornudaba, si un vaso se caía, si el comandante decidía bajar por vino.
Y sin embargo, un día, el mundo se vino abajo: Rügemer descubrió el secreto. Bajó al sótano sin avisar. Vio los colchones, las mantas, los rostros. No gritó. No disparó. Subió, miró a Irene con una mezcla de furia y fascinación.
El pacto del horror
—Tu silencio por el mío. Tu cuerpo por sus vidas.
Irene aceptó. Lo dijo años después, con la cabeza alta.
—Lo hice. Porque el valor no siempre se ve como pensamos. Porque doce personas valían más que mi dignidad.
Y cada noche, después de cumplir con ese pacto monstruoso, bajaba al sótano, repartía sopa caliente, y sonreía. Porque estaban vivos.
Esa casa en Radom se convirtió en el refugio más improbable del Holocausto: la guarida de un oficial nazi que ocultaba, sin denunciar, a doce judíos. Porque una mucama rubia y católica convirtió su rol secundario de amante en un acto de resistencia heroica.
Lo que siguió no fue una violación brutal. Fue algo más corrosivo: la coacción. El chantaje. La imposición disfrazada de elección. Para que ellos vivieran, ella debía compartir la cama del verdugo.
Durante meses, Irene cumplió ese pacto. Cada noche, mientras los oficiales jugaban a las cartas y brindaban por Hitler, ella servía tragos con manos temblorosas. Y cuando el reloj marcaba la medianoche, cruzaba el pasillo hacia la habitación del comandante, con la misma expresión que una vez usó para llevar pan escondido bajo el abrigo.
—Me llevó medio siglo poder nombrarlo —diría en una entrevista años después—. Pero nunca me arrepentí. Porque mientras yo estaba allí… ellos seguían vivos.
Cada visita del comandante era una ruina emocional. Se lavaba con fuerza las manos, los brazos, como si pudiera desprenderse de algo. No podía. Pero se repetía que eso —ese cuerpo tomado como moneda de cambio— no la definía. Lo que la definía era lo que ocurría bajo sus pies: la vida que aún latía allí abajo.
Con el tiempo, el comandante dejó de preguntar. El pacto se volvió rutina. Un infierno sin sobresaltos. Y aun así, cada día que pasaba sin que llegara la Gestapo era una victoria silenciosa.
Revivir la guerra
En los años siguientes al fin de la guerra, Irene vivió como una refugiada más, en campos de desplazados en Alemania. No era una prisionera, pero tampoco era libre. No era víctima ni heroína. Era una mujer rota con una historia que nadie quería oír.
—En Europa todos estaban demasiado ocupados reconstruyendo —diría años después—. Nadie preguntaba qué habías hecho para sobrevivir.
En 1949 emigró a los Estados Unidos con una identidad nueva, o al menos, adaptada: Irene Gut Opdyke. Se casó con un exsoldado americano, William Opdyke, que había trabajado como ingeniero militar. No fue una historia romántica de película. Fue un encuentro entre dos personas que buscaban empezar desde cero.
Se instalaron en California. Irene aprendió inglés escuchando la radio, trabajando como decoradora de interiores, cocinando pierogi polacos para vecinos que apenas sabían qué país quedaba entre Alemania y Rusia. Tuvo una hija. Su nombre no se difundió. Su vida fue, durante mucho tiempo, anónima y común.
Pero cada noche, antes de apagar la luz, Irene pensaba en ese sótano. En los ojos de Rubin, de Miriam, de la niña que casi muere de fiebre. Y en el comandante. En las decisiones que había tomado para que esas personas siguieran vivas. Nunca escribió un diario. Nunca buscó notoriedad.
Fue recién en los años 70, cuando el juicio de algunos criminales nazis reactivó el interés, que comenzó a hablar en público. La invitaron a dar una charla en una escuela. La sala era pequeña. Los alumnos escuchaban en silencio. Cuando terminó, nadie aplaudió al principio. Una niña, de pie en la primera fila, dijo:
—¿Usted era una niña también?
Irene asintió.
—¿Y no tuvo miedo?
—Tuve miedo todos los días —respondió ella—. Pero no me parecía suficiente razón para no hacer nada.
A partir de allí, Irene se convirtió en testigo itinerante. Recorrió Estados Unidos, participó en foros de derechos humanos, congresos sobre genocidio, actos conmemorativos. Su rostro, sereno pero tenso, apareció en documentales, en libros, en prensa escrita.
En 1982, el Museo del Holocausto de Estados Unidos la incluyó en su programa de testimonios. En 1986, el Estado de Israel la reconoció como Justa entre las Naciones, el máximo honor para quienes arriesgaron su vida para salvar judíos. Plantaron un árbol con su nombre en Yad Vashem, en la Avenida de los Justos, en Jerusalén.
En 1999 publicó su autobiografía, In My Hands: Memories of a Holocaust Rescuer, escrita junto a Jennifer Armstrong. El libro tuvo una fuerte recepción: fue traducido a varios idiomas, adaptado a teatro y usado como material pedagógico. En él, Irene narraba con detalles sobrios y sin artificios lo que había hecho, lo que había perdido y lo que no quería olvidar.
Uno de los sobrevivientes que había escondido —un hombre que vivía en Haifa— viajó a Estados Unidos para verla. Le llevó una foto de sus nietos. “Ellos existen porque usted dijo que sí”. Irene guardó esa imagen en su mesa de noche hasta el final de sus días.