Hace tiempo que el agravio a propios y adversarios, las componendas en aras de intereses circunstanciales y la costumbre de caminar al borde de las normas consagradas por la Constitución Nacional envenenan la existencia democrática argentina.
Es como si el país, desmemoriado de su propia historia, olvidado del largo y sinuoso camino que debió atravesar en pos de superar los regímenes totalitarios y la anarquía, se empeñase en echar por tierra los frutos obtenidos por el espíritu de fraternidad y convivencia que costó más de dos siglos instaurar y afianzar.
Estamos despidiendo el mes de Mayo, en el que rememoramos no solo el movimiento precursor de nuestra emancipación plasmado en el valiente gesto de alzarse contra la monarquía hispana, sino los esfuerzos para alcanzar la organización institucional mediante la sanción de una Constitución abierta y generosa, que afirmó los derechos y garantías de los ciudadanos pero también permitió la inserción de todos los que quisieran habitar el suelo argentino, sin distinción de orígenes ni clases sociales.
Tras largos años de guerras intestinas, de un pesado régimen autocrático y otras calamidades, se acrecentó la necesidad de afianzar la convivencia entre hermanos, y fue el entonces gobernador de Entre Ríos, general Justo José de Urquiza, quien decidió abrir esa provincia a los que habían emigrado al extranjero por razones políticas. Varios años antes del pronunciamiento formal contra la dictadura de Rosas, comenzó por cobijar a los que decidían volver a la patria: “Siendo argentino y desgraciado, no pregunto de qué pelo es”, expresó al recibir en su morada de San José a aquellos letrados, militares y paisanos que habían vestido los colores opuestos al férreo gobernante porteño.
Su Pronunciamiento del 1º de mayo de 1851 abrió el camino a una nueva etapa, nada fácil, que llevó a la sanción de la ley fundamental. La oportuna y fecunda participación de Juan Bautista Alberdi, desde su exilio en Chile, lo animó a impulsar un proyecto de paz, orden y desarrollo futuro mediante las “Bases” que aquel escribió para contribuir a la organización del país.
Luego de la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852), Urquiza convocó a los gobernadores de las provincias argentinas a una reunión en la ciudad de San Nicolás, fruto de la cual se firmó el 31 de mayo el acuerdo que viabilizó el llamado a un Congreso General Constituyente que comenzó a sesionar en Santa Fe. Solo faltaba “la hermana mayor”, Buenos Aires, segregada del resto del país por oponerse a la designación de Urquiza en calidad de director provisorio de la Confederación Argentina.
Como en los congresos anteriores, los constituyentes de toda la república, con la excepción señalada, se trasladaron a la ciudad litoraleña con precarios recursos y en Santa Fe se alojaron en casas de familias y conventos. Algunos, sin medio alguno de subsistencia, consumieron el precario “rancho” del cuartel local.
La labor fue ardua, los discursos profundos y basados en el texto de Alberdi y en las obras de los grandes tratadistas de los Estados Unidos, y la Constitución fue sancionada el 1º de mayo de 1853 para regir a toda la nación Argentina.
Buenos Aires, que se convertiría en el estado rebelde, recién aceptó la ley fundamental tras las reformas de 1860.
Urquiza, al dar cuentas al Congreso de su actuación como director provisorio, expresó el 21 de julio de 1853: “La Constitución […] contiene todas las garantías del derecho público y privado que hasta el día ha conquistado la humanidad, que en la estructura de los poderes contrapesados se abre un campo legal para que todos los partidos, todas las ambiciones puedan ejercer su acción legítima”.
El 5 de marzo de 1854 asumió la primera magistratura ante los constituyentes y dos días más tarde culminaron los trabajos de la histórica asamblea. Su vicepresidente, el salteño Facundo Zuviría, pronunció un llamado que aun resuena: “El Congreso tiene que hacer una solemne recomendación a sus compatriotas; una sola recompensa que pedirles en premio de sus desvelos por el bien común.
“En nombre de lo pasado y de las desgracias sufridas, les pide y aconseja obediencia absoluta a la Constitución. Los hombres se dignifican postrándose ante la ley, porque así se libran de arrodillarse ante los tiranos”.
Las palabras de Zuviría tienen plena vigencia en los tiempos en que vivimos.
Ex presidente de la Academia Nacional de la Historia