Madonna decía en la radio que la vida es un misterio, que hay que soportarla en soledad y yo tenía las manos empapadas de sudor. Las dos. Era lunes por la noche, regresaba a casa en el auto y las manos me patinaban y hacían que todo fuese todavía peor porque el volante podía volverse impreciso y mi cabeza duplicaba la alerta y ya tenía el guiño puesto para doblar aunque era pronto y me dio una puntada en el oído que me hizo cerrar los ojos y para qué, cómo voy a cerrar los ojos mientras manejo, y creo que dije una mala palabra pero no lo recuerdo porque estaba sola pero lo hubiera hecho. Me hubiera bajado del auto en medio de esa avenida, hubiera gritado, le hubiera tirado cascotes al parabrisas, hubiera salido corriendo y detenido el tránsito ahí, a las 9 de la noche, porque a veces cuando llega la rabia no es justa. Pero no hice nada. Sí doblé, como quien obedece, y fue entonces que pensé en esa frase que escuché tantas veces. “Ay la libertad que te da manejar”. Eso. La libertad. Las manos mojadas, el cuello duro, la respiración que late en el pecho, la espalda comprimida, la atención de psicópata. La libertad.
A mí manejar no me dio libertad. Me dio cosas peores. Hace tres años que saqué el registro. Tenía 39, no me pareció la mejor decisión, era un poco tarde pero sé que el concepto del tiempo no es justo porque cómo medirlo, así que lo saqué igual. No hay día en que no piense que lo debería haber hecho a los 20. Pero no lo digo. Defiendo mi propio pasado. Me había montado una vida sin autos y también un discurso para estandarizarla ante cualquier cualquiera que intentara convencerme de lo contrario. Primera etapa: me movía en auto porque mi padre tenía y me llevaba a donde debiera. Segunda etapa: no quería saber nada con el auto porque el auto significaba adultos y yo era adolescente y quería hacerlo todo sola, caminando, en bicicleta, en colectivo. Tercera etapa: no había tiempo para manejar porque había que leer e ir de un sitio a otro me servía para revisar apuntes, cuadernillos, sonetos. Cuarta etapa: el problema. Tengo 42 años y una bronca cada vez que estoy en la parada y el colectivo no para, que ya pienso que mi novio tiene razón, que es absurdo tanto colectivo tanto subte y el auto en la cochera.
Por esto manejo, pero no funciona. No hay libertad, no hay placer, no hay soltura. Manejar para mí es meter los dedos en una olla con agua que hierve. Un castigo. Empiezo a manejar horas antes de sentarme en el auto. Es un malestar largo, retorcido, incandescente, completamente acaparador. Cuando manejo no me visto como quiero, no me pongo los zapatos que quiero, no me peino como quiero. Tengo dos pares de zapatillas con los que me animo a manejar, lo demás me da miedo. No manejo en pollera, no manejo en pantalón ancho, me da pánico enredarme, no manejo con jean ajustados, no manejo escuchando la música que me gusta, no manejo escuchando las noticias, no puedo distraerme, no manejo pensando en algo que no sea el manejo porque puedo chocar, destrozar el auto, lastimarme, lastimar a alguien, matar a un perro, tirar abajo un poste de luz, dejar a una ciudad sin energía, quedar detenida, ir a prisión, ser condenada a cadena perpetua.
Y sin embargo la gente no para de hablar. “Ay qué suerte, la libertad que te da manejar, ¿viste lo que es?“, ”El auto es como una extensión de mi cuerpo“, “Yo disfruto tanto, manejaría todo el día, me saca el estrés, me desconecta”. No sé por qué no estoy hecha para las cosas como estas.
El otro día fui a un lugar al que ya no tenía que ir. Por mi culpa. Porque salgo mucho antes y dejo el teléfono en la cartera cerrada y en el asiento de atrás y lo pongo en silencio y no lo miro siquiera cuando el semáforo me dice que faltan 47 segundos para que vuelva a verde. Ese día estacioné y vi que tenía mensajes sin leer. Habían suspendido la reunión.