Paradoja, según su etimología, significa algo “más allá” (en griego, para) de la opinión general (doxa). Una afirmación que parece contradecir el sentido común, pero que encierra, “más allá” de su literalidad contradictoria, una explicación. Hoy el público se pregunta: cómo puede afirmarse que “la plata no alcanza” si más gente sale de la pobreza. ¿No es una contradicción que la pobreza se reduzca y los bolsillos no mejoren? Es un tema complejo, pero un rasgo de nuestra peculiar argentinidad puede darnos una pista. Al carecerse de moneda, por décadas de alta inflación, gran parte de la población se encuentra dolarizada, mientras otra parte, la más pobre, ha carecido de refugio y “pagado los platos rotos” de los desajustes.
Carecer de moneda nacional no significa que el Estado haya resignado su facultad de acuñarla y darle curso legal, sino que solo se utiliza para pequeñas transacciones, usándose el dólar como verdadera referencia de precios (unidad de cuenta) y para acumular ahorros (reserva de valor). Al igual que en Venezuela, Sudán y Zimbabue, el selecto club al que pertenece la Argentina mientras su población no confíe en el peso.
Como en el juego de las sillas, muchos argentinos han desarrollado habilidades para no pagar el impuesto inflacionario, pero alguien debe hacerlo. Alguno siempre se queda de pie cuando la música cesa. En nuestro caso, han sido los más pobres, incapaces de proteger sus ingresos y víctimas indefensas del impuesto más injusto. Dicho a la inversa, todos los desguarnecidos que se convirtieron en pobres durante el gobierno de Alberto Fernández hasta alcanzar al 50% de la población, a pesar de la cantinela kirchnerista que predica un modelo sin excluidos, donde nadie quede afuera, la mitad del país cayó en la miseria y otros que no cayeron, se fueron.
Al eliminarse el déficit fiscal y frenarse la inflación, los ingresos de unos y otros se han reconfigurado con crudo realismo. Durante 2024 el peso se revaluó 40% y la Argentina se hizo cara para quienes piensan en dólares, tienen dólares o cobran en dólares. Antes de que la inflación cayera del 211% anual al 2% mensual, como ahora, los gastos en servicios personales (salud, educación, turismo, gastronomía, profesionales, entretenimiento) eran relativamente baratos en dólares, pues sus costos no tienen componentes importados y en gran parte eran “licuados” por la inflación. Las clases medias son demandantes habituales de esos servicios y por eso, al calcularlos en dólares, esos gastos otrora alcanzables les han descalabrado el presupuesto.
Es caro vivir en un país cargado de ineficiencias cuando se acaba el impuesto inflacionario, los precios reflejan sus verdaderos costos y la economía no tiene la productividad necesaria para pagar salarios de primer mundo
Por eso, durante los años dorados del “Estado presente” y dilapidador, muchos sectores pudieron vivir por encima de sus verdaderas posibilidades, aprovechando esas “baraturas” de papel, aunque simultáneamente fueran castigadas con la pérdida de empleos regulares, falta de crédito para la vivienda, inexistencia de cuotas para el consumo, angustias para estirar los ingresos, cortes de luz, piquetes, expansión del narcotráfico y violencia callejera. Como los turistas extranjeros, disfrutaban el lado atractivo de una distorsión que no sería sostenible con estabilidad.
En contraposición, los sectores más vulnerables consumen pocos servicios personales y aquellos indispensables como el transporte, la energía, la educación o la salud han sido gratuitos o casi, salvo la garrafa de gas. Ello no los liberó de las colas en los hospitales, la inseguridad en las calles y la falta de saneamiento en las barriadas, pero la costumbre las hizo naturales. Tan eternas “como el agua y el aire” hubiera dicho Borges de ese Buenos Aires, sin fervor alguno. Su bolsillo está dedicado a satisfacer necesidades de la canasta básica, inalcanzable cuando hay aumentos de precios
cotidianos. Al detenerse esa escalada, la pobreza bajó al 31%. La estabilidad les ha permitido superar esa línea y subsistir, aunque no se haya corregido la estructural.
El sinceramiento de la economía, que incluyó la actualización de tarifas de energía, el precio de los combustibles, las cuotas de las prepagas, la liberación de los alquileres y el aumento de las expensas, implicó un encarecimiento (en dólares) del costo de vida de las clases medias. Para quienes no lograron recuperar ingresos para compensar esos incrementos, el ajuste los ha hecho darse contra una dura realidad: es caro vivir en un país cargado de ineficiencias cuando se acaba el impuesto inflacionario, los precios reflejan sus verdaderos costos y la economía no tiene la productividad necesaria para pagar salarios de primer mundo.
Si esta situación fuese todo lo que se puede esperar del modelo económico liberal, bien podría decirse que “con la estabilidad no alcanza” y demandar alguna forma de reactivación ex officio para que la plata alcance. Es tan fuerte esa percepción, que hace ignorar una realidad: durante este año, la Argentina crecerá más del 5% a pesar de la actual contracción preelectoral y con un nivel de inversiones récord.
Las grandes inversiones en energía y minería generarán frutos que se percibirán a partir de 2030. Pero ahora, para transmitir confianza, son indispensables las reformas estructurales que darán competitividad a la economía y aumentarán la riqueza colectiva
Todos los ejemplos que puedan invocarse para “reactivar” y dar un respiro artificial a las clases medias provienen de hipótesis (o países) que tienen moneda. En la Argentina, luego de haber rozado la hiperinflación en 2023, cualquier manoseo del peso despreciado y cargado de ceros, implicaría un salto al vacío pues sin moneda no hay nación viable, ni subsistencia colectiva. En 1881, junto con la consolidación territorial, se creó el peso argentino cuya fortaleza fue base del desarrollo hasta 1946 cuando el Banco Central perdió su independencia. Este concepto debería enseñarse en las escuelas y no el inverso, que ha permeado 80 años de ignorancia cívica, luego reflejada en las urnas.
Por falta de moneda propia, la reactivación solo puede ocurrir con flujos de moneda ajena, aquella que hemos elegido mediante tácito consenso: el dólar estadounidense, que la Argentina no puede emitir. Somos el país con más dólares billetes (per capita) del mundo y con 400.000 millones de dólares fuera del sistema. Solo bastaría que ingrese una fracción de esa inmensa cantidad, para gastar o invertir en campos, industrias, comercios o servicios. Pero ello solo ocurrirá cuando no haya dudas de que las reglas de juego –en particular, la estabilidad de precios– se mantendrán firmes. Las grandes inversiones en energía y minería generarán frutos que se percibirán a partir de 2030. Pero ahora, para transmitir confianza, son indispensables las reformas estructurales que darán competitividad a la economía y aumentarán la riqueza colectiva.
Los temblores cambiarios y el aumento del riesgo país que hemos vivido reflejan, como telón de fondo, el temor a que la mayoría de la población, por convicción o por ignorancia, mantenga las mismas ideas y creencias que han gravitado en la Argentina desde 1943, durante gobiernos civiles y militares, de una ideología o de otra.
Los temblores cambiarios y el aumento del riesgo país reflejan el temor a que la mayoría de la población, por convicción o ignorancia, mantenga las mismas creencias que gravitaron en la Argentina desde 1943. Esa es la causa última de la paradoja: aunque la pobreza disminuya, si no ingresan capitales para impulsar la economía de forma genuina, la plata no alcanzará y las clases medias continuarán preguntándose por qué la pobreza se reduce y los bolsillos no mejoran. Y, eventualmente, votando por volver al pasado, sin llegar a la ansiada respuesta.