Desde chico, bautizado, pero sin haber seguido un curso de catecismo ni tomado la comunión, preferí, y sigo prefiriendo, la Pascua a la Navidad. El “argumento” pascual es mucho más interesante que el de la Natividad. Es muy entendible. Los recién nacidos no tienen historia. La Pasión, las caídas del hijo de Dios por las calles del horror, Jesús torturado, humillado, con la Cruz sobre un hombro, Magdalena, la Virgen, Poncio Pilatos, Judas, tienen un dramatismo imposible de superar. La idea del Dios omnipotente y, sin embargo, vilipendiado, es sublime. Para el eventual lector de esta nota, aclaro, soy más bien un agnóstico, pero sigo algunas tradiciones populares. No puedo librarme de la niñez.
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Los que vivimos en la sociedad occidental rendimos pleitesía a la celebración gastronómica. ¿Habrá algún espacio terrestre en que eso no ocurra? Durante la semana pascual, somos capaces de hacer ayuno el Viernes Santo o de limitar la dieta a los pescados. Pero también nos podemos entregar a banquetes. Recuerdo que los sábados santos por la noche mis padres y yo íbamos a comer a la casa de una tía cuyo nombre auguraba cosas bellas y sustanciosas, Flora. Ella ponía sobre la mesa la fauna ictícola más variada realzada por salsas pecaminosas. Las otras hermanas de mi madre, sus esposos y sus hijos nos zambullíamos en los langostinos y los pulpos, pero también en los peces de río. Esos pescados se ponían sobre tablas de madera y los comensales, tenedores en manos, nos disputábamos las curvas más tentadoras. A ese latrocinio recíproco lo llamábamos “caranchear”. En esos años, los pulpos aún me impresionaban. Tantos tentáculos. Me abstenía de probarlos, hasta que un año “me dejé ir”. Descubrí que el pulpo era exquisito. Se lo debo al cine. Pude asociar a los pulpos con la novela homónima de Marcelo Peyret y con la película argentina del mismo nombre, dirigida por Carlos Hugo Christensen, en la que aparecía desnuda de espaldas una de las mejores y más tentadoras actrices nacionales, Olga Zubarry.
El Domingo de Ramos, fuera uno creyente o no, se iba a la iglesia con un ramo de laureles que se hacía bendecir durante la misa. Se suponía que esas hojas nos iban a proteger durante todo el año como si fueran panaceas o vacunas vaticanas sin inyección. Los fieles que ese domingo faltaban a la misa, les pedían a los de asistencia perfecta que les dieran algunos de esos vegetales santificados. Recuerdo que mi madre ponía esos ramos de modo visible detrás de un retrato colgado de una pared, Ese manojo verde salvaguardaba nuestra salud física y moral.
Me divertía ver cómo los “chicos de la calle” les vendían los laureles supuestamente ya benditos a las señoras: mentira sacrílega. Algo me intrigaba mucho durante esos días, mitad del siglo XX. En los cines se pasaba la película La pasión en una versión sin estrellas, sin colores, sin Cecil B. de Mille, casi neorrealista, aún peor. ¿En cada cine había un Mesías distinto? Además, todos sabíamos que lo del Hijo de Dios iba a terminar mal. Ni siquiera era posible cometer un espóiler. Aquellos Jesús de barrio no eran astros de Hollywood. La primera Pasión la vi en el cine Los Andes, del barrio de Boedo, ¿o era en El Nilo?, por supuesto, en Semana Santa. El elenco era anónimo. Décadas después, Mel Gibson dirigió su propia Pasión en colores y con sadismo. Jesús era Jim Caviezel, al que Gibson sometió a toda clase de penurias, como si hubiera sido un marine castigado por la eternidad. A La Pasión en aquellos años lejanos y sin glamour le debo poder distinguir la realidad de la ficción. Aquel primer Jesús me preparó para miles de otros y me hizo inmune a productos impíos, seres fantásticos, monstruos barrocos, vampiros, zombis. Esas palabras están hoy en el Diccionario de la lengua española, es decir que tienen algún roce con la razón.