El derrocamiento de Perón sorprendió a las dos revistas culturales más importantes de la época. El número 236 de Sur, correspondiente a septiembre y octubre de 1955, ya estaba en imprenta cuando se produjo la asonada. Por su parte, el número 5/6 de Contorno, dedicado a la novela argentina, fue también enviado a la imprenta poco antes de los acontecimientos de septiembre. De modo tal que en el caso de Sur, que era bimestral, hubo que esperar el número 237, que circuló recién en noviembre. Peor aún en cuanto concierne a Contorno, cuya siguiente entrega salió en julio de 1956. Pero luego de ese silencio inicial sobrevino la paralela decisión editorial de dedicar casi íntegramente los números posteriores al tema del peronismo.
Paralela en las formas, pero despareja en cuanto al fondo. Donde Victoria Ocampo titulaba con fuerza apocadíctica: “Por la reconstrucción nacional”, los hermanos David e Ismael Viñas lanzaban en la tapa de Contorno una duda inquietante: “Peronismo… ¿y lo otro?”
La postura que adoptó Victoria Ocampo planteaba una dicotomía tajante, cortada a golpes de cuchillo: llamó a los intelectuales argentinos a hacer un frente común contra el peronismo y les otorgó un cheque en blanco a los sublevados. Acto seguido del editorial, Borges reforzó esa línea argumental en su artículo “L’illusion comique”: “Felizmente para la lucidez y la seguridad de los argentinos, el régimen actual ha comprendido que la función de gobernar no es patética”. Es decir que Sur acometió un movimiento bifronte: no solo cancelaba a Perón sino que dotaba a los militares que asumieron el poder de una prematura condición de héroes milagrosos.
Contorno, que hasta ese número se había limitado a ejercer la crítica cultural, en esta entrega de 1956 giró bruscamente hacia la política, pero adoptando una mirada mucho más matizada que Sur. Admitían que Perón había implantado una dictadura que juntaba acólitos en camiones, encarcelaba intelectuales y picaneaba en las comisarías, pero quedaba mucho por discutir sobre los doce años de un fenómeno complejo –al que por algún motivo mucha gente seguía emocionalmente adherida–; más aún: eran bastante escépticos respecto del nuevo gobierno. Hay dos artículos en particular que configuran toda esta cosmovisión. Uno es “Sur o el antiperonismo colonialista”, de Oscar Masotta, que demolió el optimismo ingenuo respecto de la Revolución Libertadora. El otro es el de Juan José Sebreli, “Aventura y revolución peronista”, en el que se problematizó la sociología de las masas con una pregunta dramática: “¿Por qué extraña razón un pueblo eligió para su conducción a un aventurero y a una mundana?”.
Es evidente que Contorno ejecutó un gran esfuerzo interpretativo, penetró por debajo de la espuma de la superficie: donde los conservadores solo veían circo y mascarada podía haber algo más revulsivo, no por nada tantos argentinos se habían sentido interpelados y atraídos por esos liderazgos bizarros. Decir que Perón y Eva eran déspotas y demagogos era insuficiente, dejaba cabos sueltos, en suspenso. Fue la actitud de la mayoría del antiperonismo, cómoda e ineficaz. Esa complacencia estéril, ese facilismo de ignorar los pliegues donde estaba agazapada la sociología electoral, ese intento fútil de clausurar medio país, fue la larga oración fúnebre frente a la tumba abierta, la penosa forma de asegurar nuestro fracaso por los siguientes setenta años.
Cuando ahora hablan de “Riesgo kuka”, “Kirchnerismo nunca más”, o “Siempre enfrente del kirchnerismo”, parecen olvidar aquella amarga experiencia y recaer en el error. Más aún, parecen ignorar la historia en general. Milei ha limpiado el camino para la unificación kirchnerista y, de modo inversamente simétrico, fragmentado a la oposición no kirchnerista. ¿Puede imaginarse una operación más torpe? En su borrachera triunfalista, el mileísmo se ensañó y terminó descuartizando a Juntos por el Cambio primero y a Pro, después, sin tomar conciencia de que las capas sociales que seguían aquel proyecto, y que representan un cuarenta por ciento de la población, no empalman con ideas de extrema derecha como las que encarna el mileísmo, al que solo acompañaron en 2023 por motivos tácticos.
Las dos premisas en que el mileísmo ancló su estrategia fueron que el odio permanente al kirchnerismo les bastaría para gobernar y que, en política, la demanda nunca genera la oferta, de manera tal que ese cuarenta por ciento de argentinos no peronistas, heredados de Juntos por el Cambio y en disponibilidad, ante el espanto de la vereda de enfrente los seguiría eligiendo a ellos, aunque sea como un mal menor, como quien toma aceite de ricino. Esas premisas empiezan a resquebrajarse. Esos argentinos que simplemente quieren vivir tranquilos, que no son afectos ni a los insultos, ni a la discriminación, ni a la violencia simbólica, ni a las canchereadas, demuestran su descontento no yendo a votar o reclamando la emergencia de un liderazgo consensual.
Esos argentinos no son tibios: aceptar el diálogo, entender que la verdad surge en el mestizaje de lo diverso, en una construcción dialéctica de síntesis, requiere el coraje de interactuar, ese don que no tienen los inseguros que prefieren abroquelarse bajo sus armaduras oxidadas. Tibieza es ir a revolver en los tachos de basura del peronismo. Tibieza es aferrarse a una baja artificial de la inflación con la herramienta rústica de “pisar” el dólar. Tibias son las “Fuerzas del cielo” que, detrás de su apariencia de furia y fuego, se dedican al asedio irrespetuoso, como si tomar en serio al adversario fuera, de por sí, darle la razón. Esos materiales íntimos de odio demuestran un gran complejo de inferioridad, porque sin esos artilugios se desvanecerían en la insignificancia. El mileísmo se convierte así en una suerte de autopsia: no circulan las ideas, no hay debates, todo se estanca en una morgue de dogmas y prejuicios muertos.
Si alguien intentó combinar las dos fuerzas que vienen pujando desde el fondo de nuestra historia, unitarios y federales, la razón y la pasión, Europa y lo telúrico, la contemplación y la acción, Kant y Maquiavelo, la pureza y la impureza, lo teórico y lo real, fue Sarmiento. Resultado: le arrojaron piedras y le erigieron monumentos. La grieta del que intentó superar la grieta. Después de él la historia se desangró en ese eterno antagonismo entre la Verdad, con presuntuosas mayúsculas, y la Acción, como si pudiera haber una verdad fuera de la acción o como si pudiera haber acción sin libros atrás. Mileístas y kirchneristas parten del error de creer que existe una única verdad y que cada uno tiene la llave del cofre donde está guardada. Es la táctica brillosa y maniquea que enarboló Laclau y que resulta útil en las redes sociales, ese barroco territorio de guerreros miniaturizados. Ser faccioso y violento tiene rápida rentabilidad, pero la ilusión óptica es efímera.
Todo gran cambio tiene dos fases, la primera destructiva pero la segunda de construcción. El mileísmo se quedó aferrado a la primera fase y parece incapaz de salir de ahí para desarrollar una idea interesante de país. Peor aún: como todo movimiento fulminante, tiene nula plasticidad, es un artefacto sin motricidad que va atropellando la realidad. Ese cuarenta por ciento de argentinos en disponibilidad, que están huérfanos de representación, deberá ir en busca de un liderazgo amable y dialoguista, con espíritu de síntesis. La demanda tiene que modelar la oferta. Lo peor que se podría hacer sería obturar o distorsionar esa señal indispensable, esa alarma que el electorado debe dar a la política, aunque sea en sordina.