La política en la era del vacío

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La irrupción de Javier Milei quebró la normalidad. Con su meteórico ascenso a la cumbre, hace casi dos años, la política clásica, acostumbrada a reproducir dogmas y tradiciones, quedó en estado de perplejidad, rogando que la tormenta fuera pasajera. El fenómeno libertario, que no figuraba en los planes de casi nadie, significó una nueva alteración del orden establecido, el quiebre del statu quo que rigió el funcionamiento de la democracia desde su inauguración, en 1983. Ni siquiera el “que se vayan todos” de 2001 –primer síntoma de un modelo estallado– tuvo el efecto paralizante que produjo el surgimiento del anarcocapitalista. Quizá, para comprenderlo, deban considerarse ambas expresiones de descontento como síntomas de una misma insatisfacción social. Pero si aquel vendaval de principio de siglo había sido “a la plebeya” –en las calles, a los gritos, con decenas de víctimas– y sin un sujeto político capaz de expresarlo, en esta oportunidad anidaba en las entrañas mismas del sistema. Antes de jugar como outsider, “el Peluca” había sido asesor de una poderosa empresa de medios, panelista de televisión, diputado nacional y contaba con estimulantes nexos en “la casta” a la que venía a zarandear.

La crisis de representación no puede leerse como una irregularidad puramente nacional. Al extinguirse en todo el mundo los objetivos que les dieron razón de ser (proyectos económicos, institucionales o sociales contrapuestos o distintos), los viejos sellos partidarios se fueron convirtiendo en cáscaras vacías, mutaron en clubes de afinidades a los que solo les interesa ocupar espacios de poder para beneficio exclusivo de sus integrantes. Para comprobarlo, alcanza con echarle una mirada a la actual composición del Parlamento nacional y verificar la cantidad de bloques que subsisten –veinticuatro en Diputados y quince en el Senado–, algunos de ellos con nombres de fantasía tan ignotos que ningún ciudadano sabría diferenciarlos de una marca de desodorantes o de un parque recreativo. A eso hay que sumarles los sellos provinciales y municipales. Demasiada oferta, poca sustancia.

Durante la convulsionada década del 70, cuando las agrupaciones estudiantiles se multiplicaban al calor de la lucha ideológica, en la Facultad de Derecho de Buenos Aires un ingenioso militante fundó su propio y exclusivo sello. Lo denominó “Uno Más”. Pero eran otros tiempos. Incluso aquel lobo solitario poseía una idea somera del tipo de sociedad idílica a la que imaginaba arribar. Con apenas echarle un vistazo a cualquier facción, se podía saber de qué lado de la historia pretendía colocarse: si era de izquierda o de derecha, de centro o conservador. Hasta las ansias de figuración poseían coartada.

Desde la caída del Muro de Berlín, en 1990, hundidos los proyectos tercermundistas y aniquiladas las ambiciones revolucionarias, el mapa de la representación fue girado hacia ninguna parte. Desaparecidos la URSS y el llamado campo socialista; devenida la China “roja” potencia capitalista, competitiva, voraz y sedienta de consumo; convertida la Cuba de los barbudos rebeldes en isla sin luz (literal) ni esperanzas. Para no hablar de Nicaragua y Venezuela –pantomimas revolucionarias sostenidas por tiranos rústicos y sanguinarios–, que obligan, incluso a fanáticos y creyentes, a forzar la marcha para justificar el fracaso y hasta las atroces violaciones de los derechos humanos que vuelven a cometerse en nombre de un mundo mejor. “No hay peor nostalgia que añorar lo que nunca existió”, canta Sabina.

Lo cierto es que, con la desaparición de aquellos contramodelos –reales o imaginarios–, el mundo se volvió un juego de mesa al que le falta el casillero de llegada. La historia parece clavada. Y Dios, más muerto que nunca.

Como lo advirtió el sociólogo Zygmunt Bauman en su obra En busca de la política, a finales del siglo XX, la lucha por el poder quedó en manos de profesionales de la autopreservación. Sin ideas ni aspiraciones de cambio, los partidos fueron trocando en agencias de empleo y autosatisfacción, núcleos que dedican todo su esfuerzo en garantizar su propia reproducción. Citado por el propio Bauman, Cornelius Castoriadis sintetizaba de manera elocuente el origen de esa crisis de identidad: “El problema de nuestra civilización es que dejó de interrogarse”.

¿Por qué, entonces, un ciudadano argentino, libre de beneficios y de sueños, debería participar en la vida pública, preocuparse por quién gobierna, o –algo mucho más tortuoso aún– dedicar su tiempo a descifrar el enrevesado universo de la puja entre punteros o los codazos entre dirigentes para ocupar puestos en una boleta electoral? ¿Cuál sería la motivación para involucrarse en esa pelea entre sultanes que negocian cargos y prebendas o que cambian de camiseta en subastas que ni siquiera son interesantes como espectáculo?

Cuando apareció en escena, Milei fue el moscardón que zumbaba sobre los desperdicios de un sistema anquilosado. Transgresor, de gestos estudiados y una gran pericia en el manejo de las redes, el actual mandatario, representaba el hecho maldito del país fatigado por las frustraciones, el emergente oportuno de un sentimiento generalizado de agobio. Pero, además de su excentricidad, el anarcocapitalista exhibía (¡vaya novedad!) un atisbo de modelo alternativo: era la encarnación criolla de una corriente internacional que se expandía por el mundo, la Nueva Derecha, que venía a ponerle sal y pimienta a un menú insípido y con puro sabor a nostalgia. Mientras los partidos tradicionales vendían cosméticos para caras desteñidas, el futuro presidente ofrecía un cambio de régimen: un país sin Estado, sin banco central, dólares en lugar de pesos, mano dura… Si, además, toda propuesta revolucionaria requiere de un buen enemigo, Milei llegaba para resucitar al comunismo como maldición supérstite reencarnada en el kirchnerismo. Un combo completo. Nada más parecido a una ideología.

Más allá del primer éxito con su plan antiinflacionario, sin el cual el deseo de la dirigencia tradicional de verlo saltar por el aire se hubiera concretado rápidamente, el nuevo jefe del Estado utilizó, antes y después de asumir, todas las armas de la política tradicional. El enfant terrible de la motosierra castiga desde entonces –solo del pico para fuera– a “la casta” mientras aplica muchos de sus métodos. Polariza con el kirchnerismo (“los kukas”), pero teje alianzas con la experimentada burocracia del PJ sin pedir certificados de buena conducta ni conversiones ideológicas.

Se le atribuye a Sandro haber dicho alguna vez: “Yo no compro la mercadería que vendo”. El jefe libertario lo expresó en el lenguaje brutal de los tiempos que corren: “Soy loco, pero no boludo”.

Milei vino a llenar el vacío que los partidos democráticos dejaron mientras se miraban al espejo como embarazada que disfruta de su mismidad. Fue, en realidad, el resultado de una prolongada ausencia. Sus gritos e insultos expresaron la impotencia de una sociedad harta de fracasar y a la que nadie escuchaba; un nuevo “que se vayan todos”, esta vez con banderas libertarias, leones rugientes y tecnología de punta en lugar de cacerolas.

Despejada ya la fantasía del gobierno de los outsiders, el Presidente pelea ahora con uñas y dientes con las mismas reglas que, se suponía, venía a combatir: es un político más. No deja de ser un alivio. Nada es más peligroso que una promesa revolucionaria. Pero, la democracia seguirá en crisis, porque los falsos atajos siempre dejan un amargo sabor a fracaso.

Quizás a la Argentina le falte probar lo único que ha resultado relativamente exitoso en el mundo: la aburrida normalidad.

Seguir eligiendo. Hasta que salga.

Periodista. Miembro del Club Político Argentino

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