La mañana avanzaba lenta sobre la Plaza de Mayo. Las banderas blancas y amarillas ondeaban suaves en el aire frío, mientras miles de personas, llegadas desde distintos barrios y provincias, buscaban un espacio para despedirse. No era solo una misa. Era un adiós íntimo, un homenaje silencioso que unía generaciones.
Lucas, de 18 años, no encontró lugar entre las filas de sillas y se quedó de pie contra una valla. Traía una vela apagada y una estampa de Francisco doblada dentro de su cuaderno escolar. “Siento que la fe también es compromiso. Francisco nos enseñó a los jóvenes que la fe no es quedarse quieto, es salir a cambiar el mundo”, dijo.
La voz se le quebraba mientras sostenía la vela contra el pecho. “Hoy vine porque creo que el futuro que él soñaba empieza con nosotros”, agregó, antes de quedarse en silencio, mirando el altar montado en las escalinatas de la Catedral.
A su lado, jóvenes de distintas parroquias se abrazaban en ronda. Habían viajado durante la noche en micros organizados por movimientos sociales. Santiago Romero, de 42 años, sostuvo una bandera improvisada que decía: “Gracias Francisco, nos enseñaste a no tener miedo”.
“Una vez fuimos a una misa que dio en la villa cuando era Bergoglio, caminando solo entre nosotros. Nos enseñó que ser grande es estar cerca”, recordó.
Desde Rosario, la hermana María Luz, de 32 años, había viajado toda la noche para estar presente. Llegó con su hábito blanco y una mochila pequeña al hombro. “No podíamos no venir. Francisco fue quien nos enseñó que ser consagrado es salir al encuentro, no quedarse cómodo. Lo vi arrodillarse en hospitales y en cárceles. Nos enseñó que en cada herida de los pobres está Cristo”, dijo a este medio. En su mano sostenía un pequeño rosario de madera que, contó, Francisco había bendecido años atrás.
Entre las filas de adelante, sentadas en sillas plegables, Teresa, de 96 años, y Elena Ferreyra, de 90, compartían un mate mientras esperaban el inicio de la misa. Amigas desde la juventud en Flores, recordaban cuando Jorge Bergoglio era un sacerdote sencillo que recorría las casas preguntando por los enfermos. “Nunca me voy a olvidar: me mandaba cartas cuando mi marido estuvo internado. No era un cura de escritorio, era un cura que caminaba”, dijo Elena, mientras Teresa asentía en silencio, con la mirada fija en la gran foto de Francisco que presidía el altar.
Lorena Salto, de Liniers, también se acercó con una fotografía antigua. En ella, Francisco —todavía cardenal— le daba la bendición en una procesión popular. “No vimos todo lo que hizo, pero su bondad sigue viva en nosotros”, dijo emocionada a LA NACION. En su bolso llevaba una carta que había escrito esa misma madrugada: “Andá al cielo y hacé mucho lío desde allá, Padre. No nos olvides”.
Los cuadernos instalados en la plaza, por los mismos fieles, se llenaban de frases cargadas de fe y gratitud. “Gracias por defender a los que no tienen voz”, escribió una joven madre con su bebé en brazos. “Te llevamos en el corazón”, firmó una familia llegada desde Gualeguaychú. Cada cuaderno era un mosaico de amor popular.
Miguel Ángel Rodríguez, de Villa Soldati, coordinador de un club de barrio, recordó entre lágrimas los mensajes de Francisco a los jóvenes de las villas. “Nos decía que no importaba de dónde vinieras, que cada chico vale más que cualquier edificio. Siempre estuvo del lado de los que la pelean”, afirmó. “Hoy no vine solo. Vine con todos los pibes que él salvó”.
En otro rincón de la plaza, Juana Pereyra, de 85 años, apoyaba su bastón sobre las piernas mientras rezaba en silencio. Viajó desde San Miguel del Monte junto a su nieta. Entre las manos arrugadas sostenía un pequeño rosario de madera, de esos que Francisco bendecía en las peregrinaciones. “Me abrazó cuando más lo necesitaba, cuando enterré a mi hija. No me habló de Dios, me abrazó. Y ese abrazo fue mi fe”, recordó entre sollozos.
Las campanas sonaban cada media hora. El viento movía las banderas. La plaza, llena de silencio y murmullo, se transformaba en una gran oración colectiva. No había cánticos políticos ni banderas partidarias. Solo estandartes de parroquias, imágenes de santos y miles de corazones latiendo juntos.
Cuando comenzó la misa, presidida por el arzobispo Jorge García Cuerva, las emociones desbordaron. Cada palabra sobre el valor de llorar, sobre el dolor de la partida, encontraba eco en las lágrimas sinceras que corrían en los rostros de la gente. “Hoy lloramos porque sentimos que nos falta un padre”, había dicho Cuerva, y en cada rincón de la plaza se percibía ese desgarro compartido.
Los aplausos espontáneos surgían en distintos momentos. No eran de euforia. Eran de gratitud. Cada vez que se recordaba una enseñanza de Francisco, la plaza respondía con un aplauso breve, sentido, y luego volvía al silencio.
Al final de la ceremonia, los bombos comenzaron a sonar desde los costados, marcando un pulso suave. Lejos de romper la solemnidad, acompañaban el ritmo de un homenaje popular. Desde distintos sectores, la multitud comenzó a cantar el Himno Nacional Argentino. Fue un himno diferente, entonado entre lágrimas y abrazos, como un rezo por la unidad, tal como había pedido el arzobispo.
Sobre las pantallas gigantes, se sucedían imágenes de Francisco abrazando a niños, visitando cárceles, arrodillándose ante enfermos. Cada imagen arrancaba nuevas lágrimas, como si en cada gesto pudiera revivirse todo lo que su paso dejó.
Antes de retirarse, muchos se acercaron al altar improvisado. Dejaban cartas, estampitas, pequeños rosarios, flores frescas. Otros simplemente se arrodillaban en el suelo, mirando hacia el cielo, como buscando su bendición por última vez.
En ese clima de recogimiento y emoción, García Cuerva cerró la despedida con palabras que quedarán resonando en quienes estuvieron presentes: “A caminar por la vida, marcha en paz hacia Dios hasta que nos volvamos a ver, Santo Padre. Anda al cielo y hacé mucho lío desde allá. Gracias, Padre”.
No fue solo una misa. No fue solo un adiós. Fue el testimonio vivo de un pueblo que, entre lágrimas y canciones, prometió seguir caminando con el ejemplo de Francisco como faro.