La reciente inauguración de la 18ª Feria del Libro Antiguo de Buenos Aires, organizada por la Asociación de Libreros Anticuarios de la Argentina, vuelve a poner sobre la mesa un debate tan antiguo como actual: ¿quién debe custodiar los documentos que conforman nuestra memoria colectiva: el Estado o los ciudadanos?
En nombre de la “protección del patrimonio cultural”, algunos funcionarios públicos han impuesto, en los últimos años y sin sustento legal alguno, una serie de restricciones que en los hechos obstaculizan la circulación legítima de libros, manuscritos y documentos antiguos. El resultado no ha sido un fortalecimiento de la memoria colectiva, sino una creciente desconfianza entre quienes deberían ser sus aliados naturales: los coleccionistas, libreros y anticuarios que, con su trabajo y su inversión, rescatan y conservan materiales que el propio Estado ni conoce ni podría preservar.
El argumento habitual es tan sencillo como engañoso: si algo tiene valor histórico, “debe pertenecer al Estado”. Pero esa equivalencia entre interés público y dominio público es una falacia jurídica y una injusticia práctica. Los documentos que integran la historia de un país no pierden su carácter cultural por estar en manos privadas. Muy por el contrario, gran parte del acervo documental argentino —cartas, primeras ediciones, fotografías, planos, archivos personales— se salvó de la destrucción gracias a la dedicación de particulares que los compraron, clasificaron y protegieron cuando ninguna institución pública se interesaba por ellos.
La legislación vigente —desde la Ley 15.930, que regula el Archivo General de la Nación, hasta el régimen de protección de bienes culturales— fue pensada para custodiar el patrimonio del Estado, no para limitar la propiedad de los ciudadanos. Sin embargo, interpretaciones y prácticas abusivas han permitido a ciertos funcionarios retener documentos, impedir su exportación temporal o dificultar su compraventa, bajo una presunción general de “valor histórico” o posibles presuntos contrabandos. Esa práctica, además de arbitraria, es contraproducente: desalienta el coleccionismo responsable y empuja al mercado a la opacidad.
La celebración de la Feria del Libro Antiguo debería recordarnos que la preservación del patrimonio documental es una tarea colectiva, que exige la colaboración —y no la desconfianza— entre el sector público y el privado. Los coleccionistas no son enemigos del patrimonio: son, muchas veces, su única garantía de supervivencia.
El Estado debe fijar criterios objetivos, transparentes y previsibles para determinar qué bienes requieren tutela especial, y limitar su intervención a los casos realmente excepcionales. La regla debe ser la libertad: la de conservar, estudiar, transferir o exhibir documentos que forman parte de nuestra memoria colectiva.
La propiedad privada, lejos de amenazar la historia, la preserva. Y la preserva con una eficacia que el Estado haría bien en imitar antes que en obstaculizar.
