La revolución del “lenguaje claro”

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Los que escriben con claridad tienen lectores; los que escriben oscuramente tienen comentaristas”, decía Albert Camus, y, aunque la sentencia era un dardo puramente literario, muy bien podría inspirar uno de los temas centrales que gramáticos, lingüistas y escritores debatirán esta semana en la ciudad de Arequipa, donde se llevará a cabo una nueva edición del Congreso Internacional de la Lengua Española. Se trata precisamente del llamado “lenguaje claro”, desafío cotidiano que desvela a la Real Academia Española y al Instituto Cervantes, y que involucra no ya a los artistas y expertos de cenáculo sino a la calle, a la mismísima sociedad abierta. Porque bien sabido es que, para el ciudadano de a pie, el lenguaje de jerga encubre y oscurece. “La lucha por la claridad es una lucha contra el poder; es decir: una lucha por la ciudadanía –dice Javier Cercas-. Y eso también es tarea de la literatura”. No entender, como propugnaba la crítica Beatriz Sarlo (nuestra Harold Bloom), podía ser un incentivo para estudiar la vieja vanguardia y el arte complejo. Pero, en la vida diaria, no entender es una barrera: una inmensa mayoría de la comunidad hispanoparlante tiene serios problemas con textos jurídicos o administrativos, hipotecas, bancos, contratos y prospectos. El hermetismo resulta peligroso, y la inteligibilidad es una obligación moral y un nuevo derecho humano. Se necesita información transparente y sencilla. Para ello, hay una gran movida internacional que aconseja a los abogados, los médicos, los científicos, las corporaciones, las burocracias, los gobiernos, ponerse en el lugar del lector corriente, pensar qué sabe y qué necesita; empezar por lo importante, redactar con frases cortas y hacerlo todo con vocabulario accesible. Una pregunta relevante al respecto podría ser: ¿tienen algo que aportar el periodismo y la literatura —las dos vocaciones de Camus y de Cercas— a este noble emprendimiento?

El periodismo audiovisual, en cuanto al uso y abuso del lenguaje oral, puede no ser siempre un ejemplo muy edificante, y ya no nos atreveríamos a afirmar tan sueltos de cuerpo que en Hispanoamérica los hombres y mujeres del oficio estamos haciendo verdadera docencia lingüística o estética a través de esos medios de comunicación. Hay dos razones: la velocidad de la información que impone la revolución tecnológica, y, como contrapartida, la atomización del negocio y el consecuente pluriempleo de los comunicadores, cronistas y reporteros, que ya no tienen tiempo de leer ni de estudiar como antes. Pertenezco a una generación en la que todavía era posible formarse, leer y aprovechar las redacciones, que estaban llenas de intelectuales, escritores frustrados y lectores empedernidos. Entrar en una morgue para cubrir un asesinato y luego almorzar con un reportero veterano que recitaba de memoria a Dante y recomendaba un libro, y que se quedaba con otros redactores en una larga sobremesa —convertida en improvisada tertulia literaria— era una rutina de aquellos tiempos. Aunque la pauperización del lenguaje mediático es relativamente ostensible, también es cierto que el periodismo de todos los tiempos ha sido una gran escuela del lenguaje claro. Recuerdo a mis primeros editores periodísticos impartiéndome una lección que jamás olvidaré: “Esto es una pelea línea a línea, pibe. Una pelea para que el lector no te abandone. Para cautivarlo, para llenarle de imágenes veraces y eficaces la cabeza, tomarlo de la solapa y llevarlo sin respiro hasta el final”. Una lección que marcó mi vida, y que luego trasladé a mis cuentos y novelas. Recordemos que, no por casualidad, Ernest Hemingway tomó su estilo de las enseñanzas periodísticas de su editor en The Kansas City Star, donde había sido redactor en su juventud. Famosamente, esos consejos eran más o menos así: “Usa frases breves. Usa cortos primeros párrafos. Usa términos vigorosos. Sé siempre positivo, nunca negativo. Jamás utilices palabras de jerga obsoletas. Las viejas palabras no sirven, no causan efecto cuando se han convertido de uso común. Elimina cada palabra que sea superflua. Haz economía de la escritura. Sé directo. Evita el uso de adjetivos, especialmente aquellos que parezcan extravagantes, como espléndido, grandioso o magnífico. Una cita larga sin presentar quién es el orador es una mala forma de presentar un texto, y es negativo siempre. Interrumpe la cita tan pronto como puedas, como en este ejemplo: «Yo preferiría», dijo el orador, «hacer que el lector sepa quién soy yo tan pronto como se pueda». Intenta mantener la atmósfera del discurso en tu cita. Por ejemplo, citando a un niño, no le hagas decir «Sin querer, recogí la piedra y la arrojé». Ten cuidado con los plurales colectivos, emplea verbos en singular”.

Hemingway le dice a George Plimpton en The Paris Review: “Uno estaba obligado, en el Kansas City Star, a aprender a escribir una frase simple, declarativa. Eso es útil para cualquiera. Trabajar en un periódico no es perjudicial para un escritor joven, y podría ser una ayuda si el escritor sabe irse a tiempo”. Según cuenta Rodrigo Fresán en su prólogo a Publicado en Toronto, que contiene los primeros artículos de Hemingway, el manual de estilo de Star tenía 110 reglas, entre las que se encontraban también las siguientes: “Decir lo que hay por encima de lo que no hay”, “usar el lenguaje más vigoroso” y “no dejar lugar a dudas sobre lo sucedido”. Ahí está el lenguaje claro que trasladaría luego a su gran literatura.

No hay pruebas de que Hemingway y George Simenon se hayan conocido en París. Aunque Ernest era lector de George, de eso no cabe la menor duda. El padre de Maigret, hoy considerado el Balzac del siglo XX, también encontró en un medio periodístico las reglas del lenguaje claro que se quedarían con él para siempre y que signarían toda su carrera. Fue cuando Colette, que era editora de Le Matin, comenzó a rechazarle cuentos; Simenon insistió y pidió explicaciones. Ella le dijo entonces: “Mira, es demasiado literario. Siempre demasiado literario”. Simenon siguió su consejo. “Es lo que hago cuando escribo —confesó aquella vez a Plimpton—. Y lo principal que hago cuando reescribo”. Reescribía para quitar vocablos demasiado “literarios”: adjetivos, adverbios y “cualquier palabra que esté allí para causar algún efecto. Cada oración que se encuentre allí solamente por la oración misma. Ya sabe, una oración bella… hay que eliminarla”.

Estas lecciones del viejo periodismo y de la literatura, ¿no se relacionan con lo que los especialistas del lenguaje claro recomiendan? Me detengo en la sencillez y en la capacidad de síntesis. Tomemos, para ello, a Borges, que fue un maestro total en estas lides. El autor de “El Aleph” adopta, en su madurez y a conciencia, lo que podríamos denominar el principio de condensación. No escribe novelas, sino sinopsis; no desarrolla tratados, sino resúmenes en pequeños ensayos. A veces, inventa un libro y, para contarlo, finge que está haciendo una reseña. Es capaz de narrar la biografía entera de un hombre en tres páginas. Existen muchas declaraciones de Borges a favor de la condensación del relato y en contra de la frondosidad propia de la novela mediana o larga. Algunas veces, se escudó irónicamente en su “holgazanería” congénita. Pero lo cierto es que su obra enseña, más que nada, la condensación narrativa. El comienzo de “El duelo” es, particularmente, paradigmático: “Henry James quizá no hubiera desdeñado la historia. Le hubiera consagrado más de cien páginas de ironía y ternura, exornadas de diálogos complejos y escrupulosamente ambiguos. No es improbable su adición de algún rasgo melodramático. Lo esencial no habría sido modificado… Me limitaré a un resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a mis hábitos literarios”.

Se podría decir, por lo tanto, que Borges escribió varias novelas, pero condensadas. El asunto conecta con quien más aborrecía: precisamente, Ernest Hemingway. Cuando murió, Borges declaró a la prensa: “Se suicidó porque se dio cuenta de que era mal escritor”. Adolfo Bioy Casares debía leer a Hemingway a escondidas de su amigo, y el prejuicio de Borges le impidió deleitarse con El viejo y el mar, que no le hubiera disgustado. En esa novela clásica de veinte mil palabas, Hemingway no solo realiza una épica existencial que Borges habría aplaudido, sino que prueba su táctica de la condensación. Hemingway la llamó “la teoría del iceberg”: si uno muestra solo una parte de la historia, el lector puede adivinar lo que hay bajo la superficie. Es muy conocida esa estrategia. Sin embargo, es también importante lo que dice a continuación: mientras cuenta la peripecia del pescador, podría haber narrado, además, en flash back toda su vida, y la historia de esa aldea y la biografía familiar del chico que lo espera en la costa, y también podría haber hecho un tratado sobre la pesca del pez espada. Todo eso es lo que hace Melville en Moby Dick. Hemingway, sin embargo, se lo ahorra, y condensa la aventura dramática y sus múltiples significados. El viejo y el mar es una especie de Moby Dick condensada.

Se trata entonces de la síntesis como arte mayor, y también de la vieja idea de que lo cortés no quita lo valiente. Se puede ser cortés con el lector sin quitar profundidad al texto. En el prólogo de El informe de Brodie, Borges aclara algo fundamental: intentará imitar en esa colección el estilo de Kipling, cuyos cuentos “fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los James, a los que sin duda superan —asegura textualmente—. Una serie de cuentos breves, escritos de manera directa… He intentado —agrega Borges—, la redacción de cuentos directos, no me atrevo a afirmar que son sencillos”.

Apenas algunos ejemplos de hombres de letras que debieron doblegarse a sí mismos para llegar a un estilo seco, depurado y directo, capaz de comunicar rápidamente el meollo del asunto sin perder la hondura de su contenido. No son consejos que sirvan para los nuevos redactores de contratos, prospectos o hipotecas, pero ensañan un proceso que implica cortar sin perder músculo, abreviar sin confundir, simplificar sin volverse banal o maniqueo, transparentar sin abandonar lo complejo, y jugar todo el tiempo con las cartas boca arriba. Porque, también como dice Cercas, “quien no sabe convertir en transparente lo complejo y en fácil lo difícil es que no ha entendido de verdad lo difícil y no tiene nada complejo que contar. Y esto vale para cualquier rama del saber”.

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