Destino final: Lazos de sangre (Final Destination: Bloodlines, Estados Unidos/2025). Dirección: Zach Lipovsky, Adam B. Stein. Guion: Guy Busick, Lori Evans Taylor, Jon Watts, Jeffrey Reddick. Fotografía: Christian Sebaldt. Edición: Sabrina Pitre. Elenco: Kaitlyn Santa Juana, Richard Harmon, Brec Bassinger, Teo Briones, Rya Kihlstedt, April Telek, Owen Patrick Joyner, Max Lloyd-Jones, Tony Todd. Calificación: No disponible. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 109 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
La gracia -y la novedad- de aquella saga del terror que comenzó en el año 2000 y ahora se reinventa como muchas de las franquicias que cumplieron más de 20 años, consistió en la capacidad de sorprender aun a sabiendas de lo inevitable. Esto es, la muerte que nos espera a todos, no importa cuánto intentemos olvidarla. “Nadie puede engañar a la muerte”, esa fue la premisa desde siempre, y el precario equilibrio entre la predestinación y el libre albedrío se mantiene todavía ágil, lúdico, gore hasta la parodia, pero signado esta vez por una comedia negra familiar de trágicas premoniciones.
Destino final: lazos de sangre comienza con una escena notable, aquella que instala el desvío del destino y asienta el tono de la película, en la superficie pastoso y edulcorado, por debajo irónico y amargo como toda conciencia de lo irrevocable. En algún momento en la década de los 60, Iris (Brec Bassinger) y Paul (Max Lloyd-Jones) viajan en un auto rojo y brillante para celebrar su compromiso en la nueva Sky Tower, una torre inmensa de hierro, concreto y vidrio que acaba de inaugurarse como la mejor ofrenda del progreso. Iris desconoce el objetivo de la cita, y ya desde la vertiginosa subida en el abarrotado ascensor, los signos fatídicos comienzan a acumularse.
Arriba todos los asistentes están eufóricos, bailan al son de la orquesta, los músicos negros corean las canciones, los ricos reciben sus ubicaciones privilegiadas en el comedor, los niños hacen travesuras peligrosas. Sin embargo, el esplendor de la escena, su perfecta coreografía de planos detalles y montaje ajustado que anuncia un desenlace inminente, no es más que la promoción de Iris que engañará a la muerte para salvar a los condenados y comenzar -como todas las veces- la pesquisa de la Parca para que el destino se cumpla.
Muchos años después, la visión de Iris se convierte en la pesadilla de su nieta Stefani (Kaitlyn Santa Juana), una estudiante universitaria que regresa a su casa natal para revelar la verdad. Su madre se ha ido hace tiempo y el enigma de su abuela yace bajo la apariencia de la locura y la negada revelación. La película de Zach Lipovsky y Adam B. Stein -fanáticos confesos de la franquicia- recupera el vértigo de sus antecesoras, que apilaban las muertes más estrafalarias con el pulso inevitable de la fatalidad, pero incorpora la novedad de la familia como núcleo de resistencia, y el humor catártico como ejercicio de liberación. Es la familia, marcada por los secretos y los abandonos, la que enfrenta a un villano inasible, que opera a través de una fatalidad caprichosa e inevitable, que no acepta engaños ni postergaciones. Una muerte invisible que siempre gana.
Pero más allá de la tentación de pensar a la reunión familiar como un componente sentimental que ofrece una dimensión humana ante cada set piece sangrienta, lo que define a esta nueva Destino final es la exploración visual de todo aquello que torna inquietante a la existencia cotidiana (vidrios rotos, rastrillos olvidados, camiones de basura, botellas de desinfectante), las miles de casualidades que se enlazan en un ritmo paciente pero agónico, que ofrecen a la insistencia humana en vivir una épica insospechada. “No saben lo difícil que es matar a un hombre”, reflexionaba Alfred Hitchcock ante los cuestionamientos de sus puestas complejas y alambicadas al servicio de la muerte, y aquí parece tan fácil, tan evidente, escrito en letras de sangre. Por ello lo difícil es vivir, aún contra destinos y premoniciones, en familias que guardan cuentas pendientes, rencores y divisiones. Vivir hasta que la muerte llegue, vivir como ejercicio de voluntad y resistencia.