Un cerco de cipreses era la única división entre el jardín de nuestra casa de Olivos y el de los vecinos. A mitad del cerco se había formado un hueco perfecto que podía ser atravesado por cualquier niño (y si se agachaba un poco, también por un adulto). Así, era posible pasar de un jardín a otro sin mayores inconvenientes. No tengo claro si el pasaje siempre estuvo naturalmente ahí o si se fue formando con tantas idas y vueltas. Cuando venían amigas, yo unilateralmente decretaba que se podía jugar a las escondidas en ambos jardines. Las casas eran gemelas y estaban construidas en espejo. Cocina contra cocina, living contra living, escaleras de madera que daban un giro hacia el piso de arriba. El cuarto de mis padres, el de los padres de mis vecinos, el mío y el de mi vecina, más un cuarto desocupado en casa que del otro lado era ocupado por un hijo varón.
A veces simplemente cruzaba el cerco para ir a la casa vecina a ver dibujitos animados en la tele de al lado. Sola. A nadie le llamaba la atención. Bien podía estar leyendo un libro de cuentos al sol, boca abajo sobre una lona junto a mi madre que olía a Sapolán Ferrini o regando el jardín de al lado junto a la vecina que se levantaba el pelo con un pañuelo de estilo Pucci muy propio de los setenta. Iba y venía a piacere.
Había una época del año en la que el cerco se llenaba de vaquitas de San Antonio. Estaban las de pintitas y las naranjas lisas, mucho más gorditas y redondas. Eran fáciles de encontrar y a veces se quedaban pegadas en la resina de los árboles. Mi padre me explicó de la resina de los árboles y el ámbar. No llegó a ser una precuela de Jurassic Park, pero la descripción me cautivó: algo que venía de los árboles, pasado mucho, mucho, mucho tiempo, podía convertirse en una piedra semipreciosa.
A veces la historia guarda tesoros que brillan más por lo que esconden que por lo que muestran. Existió en la Rusia de los zares una sala completamente recubierta de ámbar. Levantada en el siglo XVIII, la Cámara de Ámbar fue un salón con paneles de resina dorada, espejos y oro que algunos llamaron “la octava maravilla del mundo”. Nació en Prusia como un capricho barroco, según un diseño del escultor alemán Andreas Schlüter, y fue construida por el artesano danés del ámbar Gottfried Wolfram. Pero en 1716 viajó a Rusia como regalo diplomático al zar Pedro el Grande en dieciocho enormes cajas para ser montada en la Casa de Invierno en San Petersburgo.
Tampoco ese fue su destino final. Después de un rediseño por parte del italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli, que consiguió aún más ámbar en Berlín, se la instaló en el palacio de Tsárskoye Seló, o Palacio de Catalina. Más de seis toneladas de ámbar y gemas, dorado a la hoja y enchapado en oro, imágenes de ángeles y niños, todo iluminado por candelas que replicaban la luz hasta el infinito para deslumbrar a visitantes y cortesanos. Pero eso que había sido pensado como símbolo de paz, tuvo un destino oscuro y misterioso.
Durante la Segunda Guerra Mundial, poco después de la invasión alemana, en un primer intento por conservar los tesoros artísticos, se intentó desmontar y retirar la Cámara de Ámbar. Sin embargo, el ámbar seco se volvía quebradizo y se deshacía en el proceso. Un empapelado fue la última apuesta por esconderla de los alemanes, aunque con poco éxito: en 36 horas, bajo la supervisión de expertos, la sala fue desmantelada por los nazis y los paneles de ámbar trasladados a Königsberg, en la actual Kaliningrado, para ser exhibida en el castillo. Allí estuvo hasta que Hitler ordenó se retirasen todas las posesiones saqueadas, entre el 21 y 24 de enero de 1945.
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Tras esos días se perdió todo rastro de la Cámara de Ámbar. Algunos sostienen (probablemente los más acertados) que fue destruida por los bombardeos británicos, ya que Königsberg fue duramente atacada; otros, que yace en un barco hundido en el mar Báltico o hasta en un depósito olvidado bajo tierra. En 1997 se encontró un trozo de mosaico que pertenecía a la decoración, pero como si se tratara de un personaje literario que reparte pistas y cartas sin remitente, la Cámara de Ámbar desapareció para siempre, dejando tras de sí solo hipótesis y teorías conspirativas.
En 2003, tras más de 20 años de trabajo artesanal, los rusos inauguraron una réplica en el Palacio de Catalina. Los restauradores tallaron cada fragmento de ámbar a mano, basándose en dibujos originales y fotografías en blanco y negro, como si intentaran resucitar un fantasma. Lograron un espejo de la original aunque tal vez sin el mismo brillo. Lo único que permanece intacto es el misterio que la rodea.
Cuando las casas gemelas de Olivos se pusieron a la venta para construir una torre, me pregunté qué se habrán quedado de los escombros y la demolición. ¿Alguna puerta? ¿Tal vez las paredes de boiserie donde colgaba una escena de caza inglesa en nuestra casa y un tapiz enorme en la de los vecinos? Las casas de la infancia que ya no están siguen viviendo en nuestra cabeza, y sus puertas siempre abiertas para visitarlas.