La soberbia libertaria y la carcajada de los dioses

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Le atribuyen a Albert Einstein el mejor consejo de todos, la más lúcida advertencia, la más eficaz vacuna contra la arrogancia: “El que se erige en juez de la verdad y el conocimiento, es desalentado por las carcajadas de los dioses”. Esas risas estentóreas, como si las deidades de la política se estuvieran agarrando el vientre, atronaron el país pocas horas después de que el jefe del Estado (con perdón de la palabra) abandonara su prudente y provechoso mutismo de las últimas semanas para desplegar su conocida soberbia en la mesa del Gordo Dan. Esa altanería gigantesca e hiriente, cargada de desprecio por casi todos, fue ruidosamente festejada por sus fanáticos. A propósito, decía Albert Camus que “toda forma de desprecio, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo”. A esta altura, el León y sus fieras ya deberían saber, por otra parte, que la pedantería libertaria expuesta con feroz alegría y a los cuatro vientos labra su propio infortunio: si ríes el miércoles, llorarás el jueves. Una recomendación para Balcarce 50: aunque sea por cábala deberían dejar de fanfarronear y cantar victoria antes de la gloria. Porque los errores catastróficos y las consecuentes carcajadas de los dioses luego del cacareo narcisista, la testosterona y la jactancia en “conciertos” o en streaming ya se han vuelto tradición dentro de la breve cronología del nuevo derechismo argento.

A esta altura, el León y sus fieras ya deberían saber que la pedantería libertaria expuesta con feroz alegría y a los cuatro vientos labra su propio infortunio: si ríes el miércoles, llorarás el jueves

A pocas horas de haber mostrado tanta autosuficiencia, descontando que ahora tienen tan fácil la gobernabilidad parlamentaria y sacan como por un tubo leyes laberínticas y vastas, volvieron a exhibir una impericia asombrosa y a sufrir una amarga e innecesaria derrota en el Congreso de la Nación. A pocas horas también de haber lanzado diatribas contra los kirchneristas –espantapájaros siempre funcionales a la hora de disimular las venalidades y trastadas propias–, los libertarios armaron una negociación secreta con sus archienemigos, cerraron un pacto de madrugada y votaron unas designaciones en un organismo de contralor (la Auditoría General de la Nación) que no pueden explicar a la luz del día sin ponerse colorados. Menem lo hizo. Por orden de Milei y de los Caputo: metió con sigilo y a último momento, como si fuera de contrabando, un capítulo que derogaba las leyes de financiamiento universitario y emergencia en discapacidad. El oficialismo “hizo una de más”, como graficó Laura Serra, sobreestimando su condición de primera minoría (pero minoría al fin) y también la relación de obediencia debida que ciertos legisladores de distintas provincias supuestamente mantienen con sus respectivos gobernadores. Amateurs perpetuos. El Presupuesto Nacional se aprobó en general en la Cámara de Diputados, pero esos apartados sensibles no fueron revocados y todo el proyecto quedó así en capilla, y las secuelas de semejante Waterloo desbarataron el soñado “trámite exprés” de la reforma laboral en la Cámara Alta, votación que los senadores debieron posponer para febrero y a regañadientes. Los gritos de furia en la Casa Rosada hacían temblar hasta los morriones de los granaderos. El picnic legislativo de Navidad se aguó bruscamente, a pesar de que el espíritu de las fiestas y las vacaciones inminentes distraen y anestesian el escándalo, y que la convocatoria de la CGT resultó tan paupérrima que no ofreció más que satisfacciones. Otra recomendación: para la próxima manifestación popular, a los reputados caciques gremiales les convendría alquilar el Gran Rex.

El picnic legislativo de Navidad se aguó bruscamente, a pesar de que el espíritu de las fiestas y las vacaciones inminentes distraen y anestesian el escándalo

Con todo el arco libre –siguiendo la alegoría futbolera de Laura Serra–, los muchachos de La Libertad Avanza la tiraron a la tribuna, y comenzaron a repartir culpas para no hacerse cargo de una negligencia que el miércoles, durante la incursión presidencial en el canal Carajo, no podía ser sospechada, ni siquiera concebida por aquellos sabelotodos. La dilación, no siendo del agrado de los ultras y sus conversos y adherentes más ciegos, podría no representar, sin embargo, una mala noticia para la sociedad abierta, puesto que ambos proyectos son esenciales, propician un reseteo completo del disco rígido de la Argentina, y traerán lógicamente no pocas consecuencias de gran calado: ¿sus detalles se han discutido lo suficiente de cara a la opinión pública? ¿Sabemos con certeza quiénes son los ganadores y los perdedores, qué efecto dominó tendrán esas decisiones drásticas y cómo jugará esta ecualización pergeñada a puertas cerradas por iluminados, dogmáticos y teóricos? ¿Se puede votar tan voluminoso paquete entre gallos y medianoche, y prácticamente a libro cerrado? ¿O es preferible, para los libertarios, que no se debata mucho ni se conozcan el criterio de fondo con que han tomado ciertas decisiones cruciales, ni el diseño final del país que quieren imponer? Tanto el primer presupuesto como la primera reforma de relevancia son un striptease de la ideología imperante, y esa metamorfosis propuesta, este nuevo modelo, estaba pasando bajo el radar. La eliminación de impuestos financiada con dolorosos recortes de gastos públicos puede ser virtuosa, pero exige estudiarla con mayor sofisticación y no despachar todo bajo el clima y los eslóganes del momento. En un mundo de simplificaciones, pensar es complejizar, no cortar por lo grueso y parar un poco la pelota, y quizá por todo eso es que el historiador y economista Pablo Gerchunoff declaró que postergar unas cuantas semanas el tratamiento de la “modernización laboral” no era una tragedia sino un gesto de sensatez; también escribió significativamente: “Desconfío de las revoluciones. Suelen acarrear contrarrevoluciones”. El concepto que anima esa reforma tan necesaria está basado en una hipótesis quizá certera, pero al menos cuestionable: quitarle beneficios al trabajador para incrementar el trabajo; privilegiar al empleador en el supuesto de que generará no más abusos sino más empleo. Y que todo eso permitirá competir, a tranqueras abiertas, con productos fabricados en naciones asiáticas con mano semiesclava y costos ridículos. Quedó claro que para el general Ancap cualquiera que quiera detenerse a pensar estos asuntos, o incluso a trazar paralelismos con políticas de antaño que no acabaron bien, necesariamente es un “operador” o un “ensobrado”. Cualquiera que no acate su religión es un “zurdo” o un deshonesto. Cuidado con la sentencia de los griegos, mi general: “A aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo enloquecen”.

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