Larga vida a la amistad

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Como canta Sabina sobre el corazón: que la amistad no se pase de moda. Desde la Grecia antigua hasta la eternidad, está llamada a ser imperecedera. Y por la misma razón, tampoco se vuelve tendencia, ni otoño-invierno, ni primavera-verano. Es de todo el año, de toda la vida. Pero como ocurre con las cosas constantes –las que atraviesan el tiempo y espacio-, de pronto reparamos especialmente en ellas cuando un acontecimiento las pone en foco. Entonces pareciera que todo nos habla de esta relación afectiva que, para quien la cultiva dedicadamente con pasión y paciencia, florece como una orquídea en el jardín de los sentimientos.

Ese estímulo externo que ilumina el tema puede estar en el cine, en el teatro, en los libros, servido en bandeja para reivindicar el valor, el compromiso, el tesoro de la amistad. Si vemos La habitación de al lado, la última de Almodóvar, más allá de la aspereza de un asunto difícil abordado en profundidad –como es la eutanasia- inevitablemente nos imaginamos (aunque procuremos no hacerlo) en los zapatos de Ingrid (Julianne Moore), que acompaña a su amiga enferma en la recta final de su viaje hacia una muerte decidida, planificada.

En La fuerza de la gravedad, de Martín Flores Cárdenas, una mujer lee el texto de la obra de teatro que escribió su amigo, el director: es una larguísima enumeración de frases o microhistorias (una por página) que comienza con la línea Tengo un amigo que… tal cosa. La otra parte de la oración puede invocar al que siempre pide dinero prestado y no lo devuelve o al que llama de madrugada. Escenas de sexo, drogas e Italpark, entre pequeñas cosas de todos los días, desfilan a veces con gracia y, así, en ese catálogo de afectos se van acumulando personajes de lo más distintos como puede ser un indio y un astronauta.

¿Por qué somos amigos de nuestros amigos? ¿Opera realmente una fuerza gravitacional que genera esa atracción? ¿Y si en el siglo XVII Newton pensó en amigos y no en objetos cualesquiera del universo, ni siquiera en manzanas?

Con un grupo de amigas (la antigüedad del vínculo va de los 45 a los 30 años, la que menos) planificamos ir a ver La heladería al paseo La Plaza, principalmente porque Scannapieco es parte de nuestra infancia. Del barrio. De nuestras familias. El spumone de chocolate que preparan ahí fue y será para siempre mi gusto favorito, así como el sándwich helado, un exotismo inexplicable, que mi madre disfrutaba curiosamente sin enchastrarse. Una de las Scannapieco -no la que cuenta la historia en escena- iba a nuestro colegio: el mismo año, otra división. En la pequeña anécdota resuenan aquellas que fuimos, que somos. ¿Cómo es que seguimos juntas tanto tiempo después?

“Sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todos los otros bienes”, escribió Aristóteles. También lo hicieron Platón y Cicerón. Y Plutarco. Lo recuerda el neurocientífico Mariano Sigman en su último ensayo, escrito a cuatro manos con Jacobo Bergareche (su amigo, claro). Entre la ciencia y la filosofía, al estilo de los griegos, armaron un banquete en una nave industrial de un barrio alejado de Madrid, la ciudad donde viven; un experimento en el que participaron amigos de amigos de amigos. No hubo nadie al que invitaran que no hiciera hasta el último esfuerzo por ser parte: hablar de la amistad es grato para todo el mundo. De esa cosecha de testimonios y reflexiones, aparecen narrados casos de incondicionalidad y rupturas, se refuta la teoría de la reciprocidad absoluta (porque la asimetría, más que un problema sería una virtud) y se dan muchísimas definiciones, por ejemplo, la que dice que un amigo es aquel que puede abrir la heladera de tu casa sin pedir permiso. Afortunadamente, en Amistad (el libro), como en la vida misma, también quedan muchas preguntas sin respuestas, y algunas probabilidades que lo explican todo, como que la palabra amistad tenga en su raíz etimológica el verbo amar.

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