Cuando llega fin de agosto, los medios de comunicación y las redes sociales se llenan de un tipo particular de fotos. George Clooney y su esposa Amal, luciendo como estrellas del Hollywood clásico, mirando el horizonte desde una lancha que cruza las aguas de Venecia. Emma Stone, con gorra de béisbol y ojotas, saludando a la prensa y los fans, que la esperan en el aeropuerto de esa ciudad. En el mismo lugar y casi al mismo tiempo, Julia Roberts muestra su cotizada sonrisa y luce un cárdigan estampado con la cara de Luca Guadagnino, el director de After the Hunt, la película que está presentando en la actual edición del festival italiano, que empezó el miércoles último.
Los protagonistas varían un poco de año a año, pero esas fotos, sumadas luego a las de la alfombra roja, forman una idea en el imaginario popular sobre el Festival de Venecia en particular y los festivales de cine en general. Glamour, estrellas y películas (pareciera que en ese orden de importancia).
Pero la realidad, como siempre, tiene muchas más aristas. Detrás de esas imágenes en las que todo parece mágico, hay mucho trabajo y un sinfín de complicaciones. Los festivales de cine están construidos a partir de decisiones artísticas y financieras, que buscan un equilibrio que les permita sobrevivir, para cumplir con su misión primordial: ser un nexo que una al público con las películas y quienes las hacen.
En una industria en constante transformación, con las plataformas de streaming ya establecidas como uno de los grandes jugadores y avances tecnológicos acelerados que prometen nuevos cambios, los festivales de cine se encuentran con desafíos específicos que van desde los materiales, como sostener una estructura económica para poder realizar un evento de tal magnitud; hasta los más filosóficos, como buscar la forma de que cada película encuentre a su público.
Estas son cuestiones que comparten los festivales de cualquier tamaño y ubicación geográfica, incluso los festivales argentinos, como Mar del Plata, Bafici y otros tantos que se realizan en el país y que son muy importantes para el cine nacional.
Los que tienen un impacto regional o los que apuntan a un nicho, como aquellos que se ocupan de un género (por ejemplo, los festivales de cine de terror), tienen infinidad de dificultades, en especial económicas. Sin embargo, los festivales más chicos y especializados gozan de mayor libertad artística, conocen bien a su público y no están obligados a conformar a las estructuras más grandes de la industria cinematográfica internacional. Por otro lado, estos eventos dependen del esfuerzo y la pasión, usualmente colosales, de quienes los llevan adelante.
Los grandes festivales que marcan la agenda del cine internacional, tienen otra serie de dificultades que afrontar. En ese grupo se cuentan Cannes, Venecia y Berlín, que son históricos y tienen un impacto mundial; junto con Toronto y, en menor medida, Sundance, cuya fuerza recae en el lugar que se ganaron en la industria del cine norteamericano.
Ocupar ese lugar de privilegio viene con la complicación implícita de tener que mantener el estatus, conseguido a partir del mérito artístico de sus programaciones, pero también del impacto que tienen en el negocio cinematográfico.
La capacidad de un festival de generar buenas ventas a distribuidores de las películas que participan en él, o acercar a los films a una nominación al Oscar, es una medida a la que la industria mundial le presta mucha atención. Y cada uno de los grandes festivales aspira a ser el que lo logre.
“Soy buen amigo de Thierry Frémaux (director del festival de Cannes) y de Cameron Bailey (director ejecutivo del Festival de Cine de Toronto) –dijo Alberto Barbera, director artístico del Festival de Venecia, en una entrevista con The Hollywood Reporter–. Somos colegas. Nos vemos en los festivales de cada uno. Tengo una relación maravillosa con ellos. Pero, claro, es una competencia. Es un hecho. Hay competencia entre festivales, y cada uno intenta conseguir las mejores películas del mercado”.
Esa competencia pone en marcha una serie de mecanismos de trabajo y marketing que incluyen la posibilidad de generar esas imágenes mágicas mencionadas al principio. El riesgo que esto conlleva es que se pierda de vista la función principal de los festivales con respecto a acercarle al público propuestas cinematográficas novedosas, descubrimientos que pueden ser estrenos o rescates de la historia del cine.
La industria y el público son dos aspectos de los festivales que pueden parecer separados, pero tienen un objetivo común: al final, todo se trata de que las películas encuentren su audiencia.
La exposición que ofrece un festival grande, algunos de los cuales tienen un mercado que funciona en paralelo, sirve para que las películas sean adquiridas y distribuidas en otros territorios. El cine argentino suele tener una buena representación en los grandes festivales, que les abre las puertas de la distribución internacional. Por ejemplo, en la edición actual de Venecia, se presentan las nuevas películas de Lucrecia Martel, Alejo Moguillansky, Gastón Solnicki, Jazmín López y Daniel Hendler (una coproducción argentino-uruguaya).
Para algunos films, estar en uno de estos festivales también les permite posicionarse durante la llamada “temporada de premios”, que luego de las primeras revelaciones de los estrenos de Cannes, en mayo, se pone en marcha a toda máquina con Venecia, a fines de agosto, y concluye en la entrega de los Oscar.
Los premios son parte de la estrategia de marketing para poder venderle al público la película. Ganar la competencia de Cannes o de Venecia supone un “sello de calidad” que sirve como argumento para convencer al público, aunque esto funciona cada vez menos y está ceñido a un tipo particular de espectador. Un Globo de Oro o los premios de los sindicatos de productores, directores y actores de Hollywood pueden ayudar en términos de publicidad y poner al film en camino para ganar el más famoso de todos, el Oscar.
Según un informe de The Hollywood Reporter, las películas estrenadas en Venecia obtuvieron 20 premios Oscar en los últimos cinco años; 11 fueron de Cannes, de donde surgió la última ganadora a Mejor Película, Anora, de Sean Baker; 11 también de Sundance; 10 de Toronto; y tres de Telluride, un festival pequeño, pero con gran asistencia de realizadores, actores y figuras del cine norteamericano, que se realiza a fines de agosto en Colorado.
“La evolución demográfica de la Academia –alrededor del 30% de los miembros con derecho a voto residen ahora fuera de los Estados Unidos, y este año es la primera vez que cada categoría incluye un nominado internacional– no ha hecho más que reforzar la posición de Venecia. El enfoque del festival en autores internacionales se adapta directamente a los gustos de este electorado ampliado”, indica el autor de la nota, Scott Roxborough.
Esta carrera pone al grupo de festivales que están en condiciones de participar la presión de armar una programación que incluya películas con el potencial de hacer el recorrido de los premios. No solo porque les permite mantener ese estatus, sino que esto afecta a su capacidad para conseguir parte de su financiación, justificando su importancia ante capitales públicos y privados.
La enorme movida de marketing que se genera alrededor de estos festivales grandes, con los estudios y plataformas invirtiendo importantes sumas de dinero en llevar a directores y protagonistas al festival, son una inyección para las economías locales.
Con respecto a su financiación, Cannes, Venecia, Berlín y Toronto reciben apoyos económicos sustanciales de los estados, sin los cuales no podrían existir. Los fondos se completan con el aporte de fundaciones, venta de entradas y sponsors.
Para tomar un ejemplo, en ediciones anteriores se reportó que el Festival de Venecia recibió más de 13 millones de euros del Ministerio de Cultura de Italia; alrededor de 5 millones de euros de sponsors, como Campari, Armani Beauty y Mastercard; y cerca de 2 millones de euros de la fundación Biennale (que, a su vez, cuenta también con apoyo económico estatal). Estos aportes, sumados a unos 2 millones de euros de ventas de entradas, no representan una ganancia, pero alcanzan un equilibrio con respecto a los gastos.
El aspecto económico y la relación de estos grandes festivales con la industria tienen un peso a la hora de tomar decisiones artísticas. Por ejemplo, cada uno de los festivales grandes lidia, a su manera, con los cambios que derivaron de la incursión de las plataformas de streaming en la producción de películas.
En la edición actual, Venecia tiene tres películas de Netflix en competencia: Jay Kelly, de Noah Baumbach, con George Clooney y Adam Sandler; Frankenstein, dirigida por Guillermo del Toro; y A House of Dynamite, el nuevo thriller político de la ganadora del Oscar Kathryn Bigelow.
La situación es distinta en Cannes, donde la polémica en Francia por las ventanas de exhibición de Netflix para las salas de cine puso un freno a la participación de la plataforma en el festival.
“Nuestras relaciones con las plataformas, y recientemente con Apple y Amazon, son excelentes, y la más mínima oportunidad es una oportunidad para encontrarnos –dijo Thierry Frémaux en una conferencia de prensa de la última edición de Cannes, el festival que dirige–. También estoy seguro de que el día que Netflix tenga películas que ofrecer en el festival, volverán a Cannes. En cualquier caso, lo repito todos los años, nuestro diálogo nunca se ha interrumpido, Ted Sarandos (el director ejecutivo de Netflix) sabe que lo esperamos con películas. Y no olvidemos que Netflix ahora se ha convertido en un contribuyente al cine francés al participar en coproducciones. Cannes 2025 seguramente dejará su huella”.
El manejo de las relaciones con la industria implica aceptar ciertos films y, a veces, dejar de lado propuestas más arriesgadas, películas de nuevos directores, o cinematografías de distintas partes del mundo.
“En primer lugar, es simplemente imposible para los grandes festivales de cine rechazar ciertas películas –explicó Giona Nazzaro, director artístico del prestigioso festival de Locarno, que tiene un perfil más sofisticado y experimental, en una entrevista con Panorama Cinema–. La razón es principalmente económica (…) Cuando era un joven cinéfilo, corrían leyendas sobre el director del Festival de Cine de Venecia, sumamente molesto con el jurado porque se habían marchado durante Soulier de satin (1985), de Manuel de Oliveira, que era muy larga (6 horas, 50 minutos). Así que Rondi, el director del festival, un hombre muy conservador, llevó al jurado a una isla de Venecia durante un día entero y los hizo ver la película. Ese año, De Oliveira también recibió un premio especial a la trayectoria junto con John Huston y Fellini. Hasta el día de hoy, elijo creer que esta historia es cierta. ¿Se imaginan que algo así ocurra hoy en día? De ninguna manera”.
La curaduría de los festivales resulta clave en esta era, en la que todo el cine del mundo parece estar al alcance de la mano (lo cual, por otro lado, no es del todo cierto). Los equipos artísticos tienen como misión ofrecerle al público una programación que no solo les entregue más de lo que ya saben que les va a gustar, sino permitirles encontrar películas que les interesen o hasta los frustren, pero que la experiencia los acerque a descubrir lo vasto que es el lenguaje cinematográfico. Es un aporte para la cultura cinematográfica del público, cuya capacidad para apreciar propuestas más jugadas no hay que subestimar, y también una educación para los futuros cineastas.
“Los festivales de cine son esenciales porque ofrecen al público una forma de ver las películas que no tiene nada que ver con la taquilla ni con la popularidad masiva, sino con el cine como forma de arte –dijo Martin Scorsese durante el festival de Berlín de 2024–. Considero que muchos de ellos se encuentran en una situación difícil, donde tienen que justificar su existencia de una u otra manera”.