Hay familias botánicas donde las diferencias parecen abismos. En este caso, se trata de dos hermanas que nacieron en la misma región, pero que crecieron como polos opuestos.
La Aristolochia triangularis y la Aristolochia fimbriata, son “hermanas originarias de los Esteros del Iberá, selva paranaense, delta e islas del Paraná y Chaco húmedo” , explica la paisajista Agustina Anguita.
A simple vista son dos polos opuestos, irreconciliables. La Aristolochia triangularis es una trepadora nata, de esas que encuentran en un cerco o un alambrado la excusa perfecta para desplegarse con vigor en un jardín. Sus hojas, como su nombre lo anuncia, son triangulares, lisas y de un verde brillante que recuerda al vidrio pulido
La Aristolochia fimbriata, en cambio, prefiere el suelo: se arrastra como un tapiz vivo, con hojas redondeadas, de color verde mate. Están atravesadas por nervaduras blanquecinas que parecen dibujadas a mano. Una escala geométrica contra una acuarela difusa.
El secreto de sus flores
Sin embargo, cuando florecen se revela la trama secreta que las une. Ambas despliegan flores tubulares diseñadas con un mecanismo de intriga botánica. “La mosca puede entrar, pero no salir”, explica Anguita.
El interior está cubierto de pelos orientados hacia abajo: un pasaje sin retorno. Allí, el insecto queda prisionero hasta cumplir su misión. Solo cuando se llena de polen, la planta lo libera. Un contrato biológico de alta precisión: prisionero primero, mensajero después.
Su relación con las mariposas
Y hay otro punto de unión que las vuelve aún más cautivantes: las mariposas. Tanto la triangularis como la fimbriata son plantas hospederas de varias especies de mariposas, entre ellas la borde de oro (Battus polydamas polydamas), la borde de jade (Battus polystictus), la aceitosa del litoral (Euryades corethrus) y la viuda de monte (Parides bunichus damocrates).
Pero la historia no termina ahí. Como en toda familia numerosa, siempre hay parientes excéntricos. “Hay muchas más hermanas aristolochia”, continúa Anguita. Algunas, como la A. argentina o la A. elegans, han sido valoradas en jardines por su exotismo floral. Otras, como la A. maxima o la A. odoratissima, guardan secretos medicinales transmitidos de generación en generación. Y no faltan las peligrosas: varias especies concentran ácido aristolóquico, un compuesto tóxico que las vuelve venenosas.
Reinas del diseño
En términos de diseño, la familia Aristolochia ofrece un abanico intrigante:
La triangularis puede usarse para vestir alambrados, pérgolas o medianeras, aportando estructura y verdor sostenido.
La fimbriata, en cambio, funciona como cubresuelos ideal para canteros bajos o bordes de senderos, generando una alfombra irregular que contrasta con gramíneas o helechos nativos.
Y las especies de flores más extravagantes, como la A. ringens, pueden ser las protagonistas de un rincón de rarezas botánicas, ese lugar del jardín que atrapa miradas curiosas.
Las aristolochias no son plantas dóciles: tienden trampas, seducen insectos, alojan mariposas y hasta esconden venenos. Pero esa dualidad es justamente lo que las convierte en joyas de colección para quienes buscan un jardín con narrativa propia. Porque al final, como en toda familia, lo fascinante no está en lo que las hace iguales, sino en la tensión que marcan sus diferencias.