Finalmente, la Justicia se abrió paso. No fueron solo un puñado de magistrados que votaron, ni fiscales que acusaron. Tampoco fue únicamente la decisión política de algunos funcionarios que pusieron a disposición de los jueces los documentos necesarios. No fue solo eso. Fue, además, el abrumador peso de las pruebas que se acumularon durante 17 años y que torcieron la balanza. Fue, en definitiva, la ponderación penal de esos documentos y testimonios lo que le ganó a la discusión política en torno a la persecución y la proscripción.
Lo que se develó en este juicio —que terminó con la condena a Cristina Elisabet Fernández, tal como la llaman en Tribunales, y que se investiga en otros tantos— es que la corrupción en la Argentina no fue un accidente ni un desvío de algún funcionario de mano rápida. En rigor, fue —y en parte aún es— un sistema. Así lo muestran no solo las causas judiciales como la de Vialidad, La Ruta del Dinero K o Cuadernos, sino también los silencios cómplices del empresariado, la lentitud judicial y la indiferencia social que acompañó durante años esos procesos.
El país se acostumbró a que la relación entre el Estado y sus grandes contratistas se estructure sobre una lógica perversa: las empresas financiaban campañas o pagaban coimas para asegurar negocios, y a cambio obtenían sobreprecios, cobros acelerados o convenios acomodados. Este mecanismo, lejos de ser marginal, se institucionalizó.
Cada una de las causas que se iniciaron muestra una arista. Vialidad es, sobre todo, una radiografía de cómo, en su rol de presidenta, Cristina Fernández mantuvo en sus cargos a los funcionarios que ejercían roles fundamentales en materia de obra pública vial ya desde la época de su marido y predecesor, Néstor Kirchner. Desde Balcarce 50 continuó con la promoción del direccionamiento de fondos públicos a la provincia de Santa Cruz (entregó 51 obras a Austral Construcciones) y permitió la inobservancia de controles sobre las empresas del grupo Báez, pese a las múltiples alertas generadas durante todo ese período, que deliberadamente ignoró.
En simultáneo con este fondeo a Austral Construcciones —la nave insignia del constructor—, se realizaron actos de disposición y celebración de negocios privados con el mismo Báez. Esa es la historia de los alquileres que no se usaban, que se ventilarán en Hotesur y Los Sauces, otra causa que aún no inició el juicio oral. A su vez, en La Ruta del Dinero K se probó cómo se enviaron al exterior varias docenas de millones de dólares. Hace unos días hubo condena firme en ese expediente, y Báez quedó condenado a 10 años. Allí también se investiga a Cristina Fernández y a su hijo, Máximo.
Finalmente, la causa de los Cuadernos fue una fotografía brutal del sistema. Los registros meticulosos del chofer Oscar Centeno detallaron con precisión circuitos de recaudación, fechas, montos y destinos. Pero más allá del impacto inicial, el sistema no desapareció: se replegó. Los cambios profundos que la Argentina espera aún no llegaron del todo.
La corrupción no se limita a los sobres con dinero. También habita en licitaciones poco competitivas, contrataciones directas injustificadas, auditorías ausentes y organismos de control que actúan según el humor del poder político. La falta de profesionalización en las áreas de compras públicas y la escasa planificación estratégica abren la puerta a irregularidades que no siempre son ilegales, pero sí inmorales y funcionales al negocio corrupto. El regulador amigo se alquiló durante muchos años, y ese era el principal activo de varias empresas que se mostraban como exitosas.
Sin oferentes dispuestos a participar del juego, no hay corrupción posible. Muchas veces se pone el foco solo en los funcionarios, pero los empresarios no son víctimas: son parte. Decenas de compañías grandes, lejos de rechazar el sistema, lo incorporaron como un costo operativo.
Por otro lado, la sociedad se acostumbró al escándalo y bajó la vara de la tolerancia. Los hechos de corrupción despertaron indignación pasajera, pero pocas veces derivaron en movilización sostenida o en castigo electoral real.
El esquema contó, además, con la lentitud judicial, que en muchos casos no fue solo ineficiencia, sino que se convirtió en parte del problema. Mientras las causas se dilatan, las pruebas se enfrían, los hechos se difuminan y la opinión pública se desgasta. En la causa Cuadernos, por ejemplo, el juicio recién comenzará en noviembre, pese a que las pruebas están disponibles desde hace años. Los tiempos largos benefician a los acusados y a un sistema político que por décadas prefirió que todo quede como está.
No hay cambio sin voluntad política. Pero tampoco sin una ciudadanía activa, un empresariado ético y una justicia independiente. Mientras estos pilares sigan ausentes o débiles, la corrupción seguirá operando con la misma lógica: como un sistema aceitado, funcional y persistente.
La condena a la corrupción —no a Cristina Elisabet Fernández— y la ponderación de las pruebas que se acumulan en los expedientes es uno de los caminos para devolver la confianza en uno de los poderes del Estado. Solo eso: condenar o absolver de acuerdo con las pruebas. Y defenderse como lo haría cualquier ciudadano: con aportes probatorios que valoren su inocencia, y no con la destrucción de las instituciones.