Cada tarde, cuando volvía del colegio a su casa en el paraje rural La Paya, en Salta, Fátima Velásquez le mentía a su mamá. Estaba en quinto grado de primaria y le decía que tenía que estudiar y hacer tarea para el día siguiente. Era una excusa para zafar de barrer, lavar la ropa o hacer la tarea doméstica que le tocara. Así, podría agarrar de la repisa alguna de las revistas que su mamá le traía de la casa en la que iba a limpiar, sentarse en la galería y dedicar toda la tarde a su actividad favorita en el mundo: la lectura.
La responsable de su fanatismo por los libros había sido la señorita Olga, una de las dos maestras que trabajaban en la escuela rural N°4.429 Combate de la Vuelta de Obligado. Tenía el cabello oscuro, con rulos que se enrollaban hasta la raíz y sus pantalones de vestir siempre combinaban con el delantal blanco e impoluto. Al menos así la recuerda su exalumna.
Fátima, que hoy tiene 23 años, admiraba su forma de enseñar, el entusiasmo que le ponía a cada clase y lo amorosa que era. Siempre que se juntaba a jugar con sus amigos, ella proponía jugar “a la maestra”, le encantaba fingir que daba clases. Y en la escuela, cuando terminaba su tarea, se quedaba en silencio mientras fantaseaba con algún día ser ella quien estuviera parada junto al pizarrón. Y aunque el año pasado, a sus 22 años terminaría ocupando el lugar de Olga, por momentos, esa ilusión que tenía se volvía difusa, lejana, inalcanzable.
“Mi familia siempre me decía que tenía que estudiar algo para poder salir adelante, pero teníamos muchas limitaciones”, explica Fátima en una conversación con LA NACION.
Tiene cuatro hermanos menores y cuando era chica dormía en el mismo cuarto que su mamá y Federico, el mayor. Su abuela, que vivía en la misma casa, no había terminado la escuela primaria y trabajaba cuidando cabras. Su mamá, que terminó el secundario de grande y no pudo seguir la carrera terciaria que le hubiera gustado, trabajaba de niñera y limpiaba casas.
“A veces había plata y a veces no”, recuerda Fátima, que a los cinco años empezó a ayudar a su familia en la cosecha. Juntaba nueces, manzanas y duraznos en una finca en la que su familia tenía un acuerdo con el dueño para repartir las ganancias por la mitad a cambio de cuidarla. En su pueblo, donde viven unas 130 personas, no sobran las oportunidades.
Cumplir un sueño
“Yo siempre soñé con seguir estudiando. Pero, al principio, lo veía imposible”, dice Fátima. La escuela rural a la que iba llegaba apenas hasta séptimo grado y el secundario más cercano quedaba a 15 kilómetros, en Cachi, y no tenía forma de trasladarse todos los días hasta ahí.
Sin embargo, en 2023 Fátima logró recibirse de docente y ahora trabaja en la escuela rural en la que completó sus estudios primarios. A esa escuela van 35 alumnos del pueblo y todos esos chicos están a cargo de dos maestras, ya que se trata de una escuela plurigrado.
“Sin la ayuda que me dieron no hubiera podido cumplir mi sueño”, admite Fátima. Se refiere a la Fundación Grano de Mostaza, que otorga becas y acompañamiento a niños y jóvenes en zonas rurales para que terminen la secundaria y accedan a la universidad.
Así, cuando cumplió 12 años, se mudó a la casa de sus tíos, en Cachi, y todos los meses recibía una beca con la que podía comprarse útiles y pagar las fotocopias, otros materiales de estudio y artículos para su higiene personal. También concurría a clases de apoyo y talleres que buscan fortalecer habilidades socioemocionales, como la autoestima, todos organizados por la fundación. Además, un miembro de Grano de Mostaza la llamaba por lo menos una vez por mes para motivarla para que siguiera estudiando y ofrecerle la ayuda que necesitara.
“Igual, no todo fue color de rosas. Me resultó muy difícil estar lejos de mi familia siendo tan chica. Extrañaba mucho”, cuenta Fátima. Durante el verano o los fines de semana, aprovechaba que no tenía que ir a la escuela para trabajar como niñera o empleada doméstica. El dinero que ganaba lo usaba para “comprarse sus cosas”, más que nada mudas de ropa para ir al colegio.
Una vez que terminó el secundario, se volvió a mudar. Esta vez, alquiló una pieza en Seclantás, un pueblo a 25 kilómetros de su casa, que pagaba con el dinero que ganaba con su trabajo como cuidadora y empleada doméstica. Allí quedaba el terciario en donde se recibió de docente.
Una vez más, la beca de Grano de Mostaza le permitió costear sus estudios. “La carrera implicaba gastar mucho dinero no solo en estudios, sino también en material didáctico”, explica Fátima. El día que se recibió, se sacó fotos con toda su familia, que le preparó un cartel azul con la leyenda “Soy profe” en dorado y adornos de flores, todo hecho con goma eva brillante.
El poder de una oportunidad
“Cuando se trata de chicos que viven en parajes rurales muy alejados, a las barreras económicas y sociales que les dificultan terminar sus estudios se les suman las barreras geográficas”, explica Paula Lohlé, líder de Desarrollo Institucional de Grano de Mostaza. Este año, 400 alumnos de escuelas de Salta, Santiago del Estero y CABA van a poder continuar sus estudios gracias a la ayuda de la fundación, que desde que arrancó, hace 20 años, ya becó a más de 3.000 chicos.
Según una investigación hecha por LA NACION y con datos del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, los chicos de contextos vulnerables tienen seis veces menos probabilidades de terminar el secundario que alguien que se puede dedicar por completo al estudio.
Además de becas económicas y programas de acompañamiento, la fundación cuenta con dos viviendas, una en Molinos (Salta), y otra en Campo Gallo (Santiago del Estero). En total, alojan a 80 adolescentes que viven hasta a 100 kilómetros de la escuela más cercana para que puedan terminar el colegio.
“En las viviendas les damos prioridad a las mujeres, que sino muchas veces se quedan ayudando en sus casas, haciendo tareas domésticas o cuidando a sus hermanos u otros familiares”, explica Lohlé. “En general, las chicas vienen de casas muy precarias, hechas de adobe, que por ahí no tienen un baño convencional adentro. Entonces, muchas veces, tenemos que enseñarles a usarlo y a higienizarse”, agrega. Los varones, en cambio, suelen ayudar a sus padres desde muy chicos en sus trabajos, como la producción de leña para el carbón.
El sueño que Fátima tenía, y que cumplió, es el mismo que tienen muchos otros chicos y sus familias en todo el país. “Aunque en la mayoría de los casos, los padres de los chicos no terminaron sus estudios, sí tienen el sueño de que sus hijos lo hagan y que progresen a través de la educación”, sostiene Lohlé.
Para Grano de Mostaza, es fundamental que los jóvenes puedan realmente elegir y proyectar su propia vida: “Queremos que cada uno de los chicos pueda imaginar un futuro que ellos mismos puedan construir. Y que a través de la educación secundaria, puedan pensar en posibilidades que hoy no tienen, como tener un estudio superior o un trabajo formal. Así, amplían su horizonte y sus opciones, y no tienen la oportunidad de elegir otra cosa y no lo que tienen a mano”, dice la directora.
A Fátima le preocupa que, aunque últimamente se construyeron más escuelas y el Municipio puso a disposición traslados escolares, no son muchos los chicos de La Paya que terminan el secundario o continúan sus estudios. Y cree que se debe a que están acostumbrados a trabajar desde que son chicos. Entonces, terminan priorizando esa tarea por sobre la escuela.
Pero como docente, la meta de Fátima es, justamente, revertir esa tendencia: “Siempre que tengo un grupo nuevo de alumnos, les pregunto qué quieren ser cuando sean grandes. Médicos, policías, astronautas… no importa la respuesta, los aliento a cumplir ese sueño. Y les inculco que son merecedores de cumplirlo”.