Lecturas: Un clásico japonés que encontró quien lo continúe

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Podría considerarse la misión que Minae Mizumura (Tokio, 1951) se impuso hace algo menos de medio siglo en Luz y oscuridad, una continuación con una novela inconclusa del gran Natsume Sōseki (1867-1916) como una suerte de pase del testigo: el gesto de apropiación y al mismo tiempo la responsabilidad de vérselas con un legado, a la vez que enlazar una escritura con otra en medio de la pista, como si se tratase de una posta atlética. No hay nada, sin embargo, en el lazo entre la autora contemporánea y el clásico que haga pensar en la celeridad de esa justa deportiva, al margen de la eventual proeza olímpica del lector que decida abordar los dos libros.

Recapitulemos: Natsume Sōseki, punta del iceberg de la literatura japonesa contemporánea junto a Ryunosuke Akutagawa (con algún nombre menos familiar como Mori Ogai), murió en 1916, poco antes de cumplir los cincuenta años, dejando inconclusa una novela ya bastante extensa, Luz y oscuridad, que había venido publicándose por entregas y terminaría editándose en forma de libro de manera póstuma.

Nadie se le había animado a la gran obra inacabada del tótem Sōseki hasta que una joven Mizumura, a mediados de la década de 1980, decidió que tenía mucho más para ganar que para perder y se embarcó en la aventura de continuar esa obra, algo que, ante la evidencia del resultado, parece no solo lógico –por la cantidad de promesas que la obra original dejó en suspenso– sino indispensable. Se trataba además de la primera novela de Mizumura –también publicada originalmente por entregas en las ediciones trimestrales de una revista–, por lo que las inevitables críticas que recibiría ante su osadía, tenían garantizada a priori una cuota de prejuicio por desempolvar la obra póstuma de una figura sagrada.

El argumento de Luz y oscuridad, la novela de Sōseki, está construido en torno al matrimonio entre Tsuda y Nobuko, dos jóvenes que se casaron pocos meses atrás y cuya relación carece –aunque quizá esté algo más latente en ella– de la piedra basal de lo amoroso, al margen de otras insuficientes modulaciones del afecto. La pareja –su prehistoria, así como sus manifestaciones, represiones y deseos– ilustra a la perfección el entramado de convenciones y rituales de una sociedad que, un siglo atrás, funcionaba como una red de la que resultaba casi imposible escapar. En el tramo final de la novela de Sōseki se vuelve visible el tercer vértice del esperable triángulo, una mujer que es el antiguo –aunque demasiado reciente– amor de Tsuda, con la que este se reencuentra, luego de una operación, en un centro de descanso al que acude no tan inocentemente.

Ahí retoma la historia Mizumura en Luz y oscuridad, una continuación. Pero no en una instancia siguiente, ni luego de una elipsis: lo hace en medio de una escena que había quedado interrumpida y que funciona como el punto de giro, la materialización de todas las amenazas latentes y expuestas de la primera parte, como si los autores hubieran hecho un mágico acuerdo entre los dos. Es cierto que la continuación propuesta por Mizumura puede leerse con independencia de su antecesora, aunque el diálogo entre ambas, el caldo de cultivo de la primera parte y sus efectos en la segunda se sientan –luego de haber leídos ambas– indispensables.

Aquella escena inicial de Mizimura –y final de Sōseki– es el primer encuentro concreto, luego de un cruce semifantasmal entre Tsuda y su ex Kiyoko, en el pequeño complejo de aguas termales al que lo envió la señora Yoshikawa, esposa del jefe de Tsuda, el otro personaje fundamental de la novela, que maneja a todos como una experta y perversa titiritera.

El trabajo de Mizumura es de una mímesis casi absoluta en relación al texto de Sōseki, desde el modo de calibrar tensiones y distensiones hasta la concepción de los capítulos y la técnica para eslabonarlos; desde el comportamiento de sus personajes, hasta su materialización en las numerosas instancias de diálogo; desde la creación de atmósferas, hasta la violencia emocional con que estas se desangran.

Con todo, así como Sōseki parecía situarse más cerca de los ímpetus humanos de Dostoievski –y recibir los lejanos e impensados ecos de la parafernalia social del mundo de Jane Austen–, Mizumura se desplaza muy sutilmente hacia la contención –relativa, a veces solo transitoria– más propia de Kawabata o de esa otra maquinaria perfecta del decir y no decir que fue el cine del inigualable Yasujiro Ozu.

El último lustro nos ha brindado, al margen de los omnipresentes Yukio Mishima o el mismo Kawabata, la posibilidad de acceder a una porción algo mayor de una literatura que hasta hace poco se recibía en cuentagotas. La aparición de un libro como el de Mizumura, y a partir del mismo el puente que obliga a establecer con su antecesora, permite trazar recorridos y correspondencias, imaginar familias estéticas que amplían el cuadro de los lugares comunes de lo oriental o del par de eternos candidatos al Nobel que cumplen con todos los requisitos for export.

Lo de Mizumura, espejándose en Sōseki y a la vez brillando con luz y oscuridad propias, resulta notable por el infrecuente y complejísimo ir y venir de las intensidades, como si eligiese oscilar a cada momento entre el ajedrez y la esgrima: luego de una movida silenciosa, de la observación y el cálculo, se produce una estocada salvaje. Así durante cuatrocientas páginas –por qué no ochocientas, si se cuentan las dos obras– de un vigoroso, inquietante ejercicio de lectura.

Luz y oscuridad, una continuación

Por Minae Mizumura

Adriana Hidalgo. Trad.: Tomoko Aikawa

364 páginas, $ 28.000

Luz y oscuridad

Por Natsume Sōseki

Impedimenta. Trad.: Yoko Ogibara y Fernando Cordobés

448 páginas, $ 35.000

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