Decir que la Argentina enfrenta un grave problema de inseguridad jurídica es una obviedad. Esa situación no solo deriva de un entramado regulatorio complejo o de los cambios súbitos en las reglas de juego, casi siempre en perjuicio del derecho de propiedad. También responde a un fenómeno más profundo: la persistente dificultad del Estado para establecer criterios técnicos y estables, ajenos a vaivenes coyunturales. Ese problema aparece, para muchos sectores, en el corazón del debate sobre la ley de glaciares.
La ley, aprobada en 2010, prohíbe la exploración y explotación minera e hidrocarburífera en glaciares y en el ambiente periglacial, y creó el Inventario Nacional de Glaciares a cargo del Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales (Ianigla). Desde su sanción, algunas provincias mineras y actores del sector productivo han planteado que la delimitación del “ambiente periglacial” es excesivamente amplia, y que su aplicación práctica restringe áreas donde -sostienen- la actividad minera podría desarrollarse sin comprometer los recursos hídricos.
En ese contexto, el gobierno nacional evalúa incluir acertadamente en las sesiones extraordinarias una propuesta de modificación de la ley, con el objetivo de revisar su alcance territorial. Para ello busca acercar posiciones con gobernadores de provincias cordilleranas que desde hace años reclaman un marco normativo más preciso y previsible, especialmente para inversiones de largo plazo.
Voceros oficiales reconocen que hay un consenso para dar la discusión y que existen condiciones políticas para avanzar en algún tipo de revisión legislativa.
El debate de fondo gira en torno a un punto sensible: si las definiciones legales de glaciar y ambiente periglacial resultan suficientemente operativas para distinguir entre zonas que deben quedar estrictamente protegidas y aquellas donde podrían evaluarse proyectos productivos bajo exigentes estándares de impacto ambiental.
Para distintos sectores, la ley actual termina generando un margen de indeterminación que dificulta la previsibilidad. Sostienen que, sin parámetros técnicos más específicos sobre qué características geológicas o hidrológicas determinan un área periglacial crítica, persiste el riesgo de interpretaciones divergentes entre jurisdicciones o, simplemente, la imposibilidad de planificar inversiones que requieren horizontes de 30 a 40 años.
Otros actores, por el contrario, consideran que la ley resguarda adecuadamente un recurso estratégico en un contexto de retroceso acelerado de glaciares a nivel global y que cualquier flexibilización podría comprometer fuentes de agua esenciales para cuencas enteras.
Lo cierto es que la tensión entre protección ambiental y desarrollo productivo exige reglas claras, técnicamente sólidas y estables en el tiempo. En un país donde la incertidumbre normativa desalienta inversiones de todo tipo, definir con mayor precisión el alcance operativo de la ley podría contribuir a un marco más equilibrado: uno que preserve las reservas hídricas y, al mismo tiempo, permita desarrollar minería de forma responsable, cuando sea posible y sin afectar glaciares ni ambientes de alta prioridad hídrica.
Modificar la ley —siempre que sea con base científica y transparencia— no implica renunciar al cuidado del ambiente, sino buscar un equilibrio que reduzca la discrecionalidad interpretativa y brinde previsibilidad. Solo en un país con reglas claras y estándares estrictos es posible garantizar que los glaciares sigan siendo reservas estratégicas de agua, y que la minería pueda convertirse en una herramienta de desarrollo para muchas provincias.
No se trata de elegir entre ambiente o progreso. Se trata de construir un marco institucional donde ambas cosas puedan coexistir de manera responsable y sostenible.
