La discusión sobre la Ley de Glaciares volvió a ocupar el centro del debate público. Es un tema que suele presentarse como una confrontación entre “desarrollo” y “preservación”. Pero esa es una falsa disyuntiva. La Argentina no necesita elegir entre proteger sus recursos estratégicos o crecer productivamente: necesita instituciones capaces de garantizar ambas cosas al mismo tiempo.
Los glaciares y el ambiente periglacial no son un capricho ambientalista. Son reservas hídricas críticas para la seguridad presente y futura del país y, en un contexto de cambio climático acelerado -todavía puesto en duda por algunos sin argumentos serios- constituyen infraestructura natural esencial para economías regionales, energía, producción agrícola y la vida cotidiana de millones de personas. Su preservación no es un lujo: debe ser política de Estado.
Tampoco se trata de frenar la actividad productiva ni de poner a la minería o al petróleo como enemigos. Las leyes bien diseñadas -y bien aplicadas- permiten que los proyectos económicamente relevantes convivan con reglas claras de protección ambiental. Numerosos países mineros avanzados funcionan así (Australia, Estados Unidos, Canadá, entre otros).
El problema argentino es otro, más profundo: la fragilidad crónica de las instituciones. Esa debilidad se traduce en organismos de control sin autonomía real, sin capacidad técnica y sin peso político suficiente para ejercer su rol. En ese contexto, cualquier regulación corre el riesgo de convertirse en letra muerta.
A ello se suma un factor que no puede seguir ignorándose: los vínculos estrechos entre algunas provincias y el sector minero generan una creciente percepción de opacidad. Cuando gobiernos locales aparecen excesivamente alineados con la actividad que deberían fiscalizar, surge una alarma inevitable sobre la independencia de sus políticas y su capacidad para resistir presiones sectoriales. No se trata de estigmatizar la minería, sino de reconocer que, sin instituciones fuertes, la frontera entre política pública y lobby privado se vuelve difusa, y con ella la confianza social.
Pretender que la única forma de destrabar inversiones es recortar normas que protegen bienes estratégicos es una simplificación eficaz desde el marketing, pero dañina para la construcción de un país previsible. Reconocer la perfectibilidad de las leyes no es equivocado -toda norma compleja es mejorable-, pero ello exige un trabajo serio, transparente y técnicamente fundamentado. No un impulso coyuntural.
La Constitución Nacional (art. 41) establece con claridad que la Nación fija los presupuestos mínimos de protección ambiental y las provincias pueden complementarlos, nunca reducirlos. Hacer lo contrario equivaldría a fragmentar la protección del ambiente según fronteras políticas, con consecuencias tan previsibles como negativas. Y abundan los argumentos biológicos y ecológicos para sostener que los problemas ambientales desbordan los límites que el ser humano traza en los mapas.
La verdadera competitividad surge de instituciones confiables, no de la erosión de estándares que otros países consideran mínimos.
Este enfoque, además, choca con la vocación declarada de la Argentina de avanzar hacia la OCDE, un camino que exige justamente lo contrario: marcos regulatorios sólidos, transparencia, gobernanza ambiental y capacidad efectiva de control. A ello se suman los compromisos asumidos en el reciente acuerdo con Estados Unidos, donde las cláusulas ambientales ocupan un lugar relevante. Es la dirección en la que avanza el mundo, incluida la esfera financiera internacional.
Tampoco es cierto que todos los votantes de la actual administración acompañen sin matices estas posiciones. Muchos apoyaron un cambio político y económico, pero también valoran la protección de los recursos naturales y una inserción internacional responsable. Reducir el debate a “productivistas vs. ambientalistas” es desconocer esa complejidad.
Y finalmente, es esperable que los sectores políticos que alguna vez enarbolaron con convicción las banderas ambientales mantengan la coherencia. La sociedad necesita que no adapten su discurso a las urgencias de una negociación coyuntural. La credibilidad -que tanto cuesta construir- se preserva con consistencia, no con conveniencia. Sin esa coherencia, tampoco será posible reconstruir la confianza en que el ambiente puede ser realmente una prioridad compartida.
La Argentina necesita instituciones fuertes, no discusiones pendulares. Reglas claras que ofrezcan previsibilidad, un Estado eficiente y capaz de controlar, y sectores productivos que operen dentro de esos marcos. Ese es el camino hacia un desarrollo sostenible y moderno. Proteger los glaciares y promover la actividad económica no solo es compatible: es, en última instancia, la única forma de construir futuro.
Director Ejecutivo de Aves Argentinas